Carlos Azcoytia
Febrero 2007
La domesticación del fuego es, desde mi punto de vista, el mejor invento que la humanidad ha tenido en toda su historia, ya que gracias a él el resto de los ingenios creados por el hombre son casi consecuencia de esto. Con el fuego se protegían de los depredadores en las largas noches de invierno, de otros enemigos y también, gracias a él, consiguieron los homínido ablandar los alimentos, primero asándolos y después cociéndolos.
Tuvo que ser sorprendente para aquellas personas del Paleolítico la primera vez que sumergieron un trozo de carne o verduras en agua, lo calentaron y probaron ese nuevo líquido que tenía el sabor de aquello que habían cocinado, se había descubierto la sopa. Este hallazgo cambió el rumbo de la historia de la humanidad, se había experimentado un cambio que influiría notablemente en el desarrollo de su capacidad craneal, ya que sus mandíbulas, al no ser necesaria una masticación forzada y constante para ablandar los alimentos, dejaría espacio para el desarrollo del cerebro y por otra parte las expectativas de vida de aquellos seres crecía gracias a que el desgaste de la dentadura era mucho menor y por consiguiente se aseguraba una vejez más llevadera y los niños podían destetarse antes, lo que llevó a un bienestar social e individual desconocido hasta entonces. Siempre defendí que la primera receta de cocina tuvo que ser la sopa aunque su elaboración no sea precisamente igual a como la concebimos hoy, la razón es que los inventos son consecuencia de las necesidades y por lógica no debieron existir las ollas de barro o pucheros, lo lógico tuvo que ser que aprovechando un hueco en la piedra se pusieran los elementos a cocer y después se calentaran piedras que se sumergirían dentro de aquella amalgama de elementos, como demostró el profesor Hallan L. Morins en las cuevas de Les Eyzes en Francia. Prueba de ello la tenemos en las sociedades más primitivas de Nueva Guinea que tienen la costumbre de calentar piedras al fuego, las cuales sumergen en un cuenco hecho de piedra previamente relleno de agua y vegetales; lo mimo ocurría, hasta bien entrado el siglo XX en el país vasco, donde para calentar la leche se utilizaba este mismo método o, en Perú, ya no para hacer sopa, la forma de hacer la famosa pachamanca, la cual se cuece al calor de la madre Tierrao pachamama. En este punto había que preguntarse ¿que fue primero: la sopa o los caldos?, la respuesta parece dárnosla el doctor Gottschalk en su libro ‘Historia de la alimentación’ cuando dice: “Los caldos precedieron a las sopas. Se elaboraron de dos clases: caldos dulces, elaborados con vegetales frescos en su estado natural, y caldos ácidos, obtenidos, ya sea con plantas ácidas, como las ortigas, por fermentación láctica. De estas sopas ácidas parece ser que ha sobrevivido una, el ‘bortsch’ ruso y eslavo, que en la prehistoria fue una de las recetas más generalizadas en Europa, según Michel Caron y Ned Rival en el erudito ‘Distionnaire des potages’. Originariamente el bortsch se elaboraba a base de berzas y la acidulaban por medio de uñas de oso”.
Las sopas contenían menos agua, se espesaban con diversos granos que por desecación o torrefacción se convertían en una especie de torta de cereales, y cuando el hombre observó el fenómeno de la fermentación se encontraron con que habían descubierto el pan y la cerveza. Ya en el Código de Hammurabi, dos mil años ante de Cristo, se cita una cerveza comestible y un pan bebible, así como una cerveza madre que no puede ser otra cosa que la levadura. Poco se sabe de los gustos culinarios por la sopa de los pueblos arcaicos de Mesopotamia, Persia, Egipto, Fenicia o Siria, gente poco sopera por lo que parece, pero por el contrario sus contemporáneos hebreos tenían en cierta estima la receta de unas carnes que hervían con determinados cereales. Los griegos por el contrario elaboraban una especie de sopicaldo, muy claro, a base de cereales que tomaban como alimento o como remedio terapéutico, así como ciertos ragús de carne sumergida en una salsa muy abundante que cocían en una olla. El caldo más célebre de la antigua cocina griega es sin dudarlo el ‘caldo negro’ de Esparta que se elaboraba con sangre de ciertos animales con la que se mezclaban vinagre, sal y hierbas aromáticas, sin que se conserve su fórmula, pero que sin dudar debía ser algo realmente asqueroso. Anatole France, por ejemplo, sostenía burlonamente que si nadie igualaba a los espartanos en su desprecio por la vida en el campo de batalla, esto sólo se debía al ‘caldo negro’: mejor morir que volver a probarlo... Roma tuvo una larga tradición en el consumo de sopas, ya los pastores del Palatino, en su primera época, tenían como plato principal diario la sopa de farro (cebada a medio moler, remojada y mondada) y garbanzos, que acompañaban con productos de temporada: verduras, legumbres, frutas y queso. Posteriormente se elaboraron sopas de trigo, farro y otros cereales que llamaban ‘plus’ o a la polenta que estaba hecha con cebada tostada y triturada, según el testimonio del gaditano Columela, y que no dista mucho del actual plato del mismo nombre italiano. Plauto, conocido historiador de aquella época y crítico de la sociedad romana, nos denuncia el abuso de los cocineros con estas palabras: “Vosotros tomáis a los invitados por unas vacas sirviéndoles hierbas condimentadas con otras hierbas”. Se sabe que Nerón, tan aficionado al canto, tomaba todos los días un caldo con puerros caliente al que atribuía la cualidad de proteger las cuerdas vocales y Apicio, el más famoso restaurador de la antigua Roma, servía refinadas y suculentas sopas las cuales hacía con lentejas, garbanzos, guisantes, muy especiadas y condimentadas con aceite y garum (Especie de saborizante a base de pescado fermentado y salado equivalente a las pastillas de caldo concentrado de hoy y cuya forma de hacerlo puede leerlo en mi artículo Historia y elaboración del mítico garum). En la época decadente de Roma se transforma la sopa en un alimento lujoso y lleno de fantasía, he rescatado una receta relatada por Ateneo en ‘El Banquete de los Sofistas’ hecha a base de pétalos de rosas: “Después de haber machacado bien unas rosas, de las más perfumadas, en un mortero he añadido numerosos sesos de pájaros y de cerdos bien hervidos, tras haber eliminado de ellas hasta el más pequeño trozo de tejido fibroso. He añadido yemas de huevo, y luego, aceite, garum, pimienta en polvo y vino. He picado mucho estos ingredientes y los he mezcla bien. Luego he pasado todo este conjunto a una marmita la cual he sometido breves instantes a la acción de un fuego fuerte”. Lo cierto es que la sopa, independientemente de refinamientos que muy pocos han podido saborear en el transcurso de la historia, fue el alimento que salvó a muchas personas del hambre, unas veces sólo hechas de pan y agua y otras con cereales y las menos con carne fue, y es, el primer alimento verdaderamente imaginativo y salvador de vidas. En la edad media fue cuando tuvo un triunfo rotundo, tenían ollas, potajes y caldos elaborados con habas, huevos, guisantes, calabaza, hinojos y sobre todo arroz, y se sazonaban obsesivamente con canela, jengibre, azafrán, ajos o agraz (uva sin madurar). He rescatado otra receta medieval: la sopa dorada, cuya elaboración era esta: “Hacer tostar unas tajadas de pan, agregarles una salsa a base de azúcar, vino blanco, yemas de huevo y agua de rosas; una vez bien empapadas, freírlas y agregarles nuevamente agua de rosas; espolvorearlas con azúcar y azafrán”. Es a partir del siglo XVI cuando aparecen las grandes sopas de la cocina occidental. Francisco I de Francia, rey vicioso y derrochador, del que su suegro Luis XII llegó a decir: “Inútilmente vivimos en la pobreza: ese mozalbete lo gastará todo”, gustaba de la suntuosidad, el lujo y la abundancia en la mesa. Su sopa preferida era una especie de potaje a base de caza y volatería, donde las piezas se presentaban enteras, hervidas y muy sazonadas. Ya bajo el reinado de Enrique II, la cocina francesa se italianizó al contraer este rey nupcias con Catalina de Médicis, aquella famosa envenenadora, que llevó a Francia los cocineros de su país, cuyo arte en la cocina había alcanzado una madurez y un refinamiento muy superior al de sus colegas franceses. La influencia italiana se notó sobre todo, en el capítulo de las sopas, por el uso de hierbas aromáticas, secas y pulverizadas; la mejorana, el orégano, el tomillo, la salvia, el hinojo y otros que fueron las delicias del paladar de la Corte. A Enrique IV se le debe la sopa de gallina con un poco de ternera, cerdo fresco, cebolla, ajo y perejil. Este rey francés también se hizo famoso por el olor de sus pies y por la peste a ajo que despedía y que fueron el martirio de María de Médicis, su segunda esposa. Su primera esposa Margarita de Valois, amante apasionada de todo aquel que se le pusiera a tiro, a la vez que religiosa, hizo famoso una sopa que denominó ‘le potage à la reine’ y que estaba hecha con caldo de gallina, carne deshilada, crestas de pollos, pistachos y granos de granada. De esta misma época tenemos una sopa que se le debe a los exilados políticos franceses que tuvieron que escapar, por profesar la religión protestante, a Inglaterra y que por su curiosidad no me resisto a contar: Estos exilados recalaron en Clerkenwel, por entonces los carniceros de Londres vendían las pieles de los bueyes a los curtidores de Bermondsey, y solían mandar el rabo entero con dichas pieles. Despreciado por los ingleses, el apéndice era adquirido, casi gratis, por estos emigrantes o refugiados franceses para saciar su hambre, el cual lo hacían en una sopa.
En España triunfaba de forma rotunda la ‘olla podrida’ que llevó al país galo Ana de Austria, esposa de Luis XIV, siendo con pequeñas variantes el plato esencial de la cocina de toda Francia durante siglos. Algo anecdótico son los caldos ‘higiénicos’ que tomaba Luis XIV y que llevaban una buena porción de ámbar gris, sustancia que se pensaba que era afrodisíaca. María Antonieta, llamada ‘Señora Déficit’, por todo lo que gastaba del erario público y esposa de Luis XVI, era una gran aficionada a la sopa de col y de ella queda esta anécdota escrita por Víctor Couailhac en su obra ‘La via de Théâtre’ en la que cuenta: “Una noche, la sopa de col que comían los actores en la escena invadió de un agradable aroma el antepalco que ocupaba María Antonieta y ésta solicitó tomar parte en aquella comida. Después, esta tradición se mantuvo en el teatro y cada vez que se reponía aquella obra, se reservaba una parte de sopa de col para la reina”. Curiosamente, años más tarde, en la prisión de Temple, María Antonieta no tomaba más que una sopa al día. El famoso Antonin Carême fue el que llevó la sopa a la categoría de auténtico arte, y fe de ello es lo que escribió otro mítico de la cocina, Augusto Escoffier: “Necesitarán casi un siglo los sucesores de Carême para llevar las sopas al estado de perfección que han alcanzado en nuestros días”.
Con la socialización de la cocina, tras la revolución francesa, muchas fueron las sopas que se hicieron míticas y que se servían en los restaurantes parisinos, como puede ser el ‘potage à la Camerani’, servido en el legendario ‘Café Anglais’ y que consistía en pasta napolitana, hígados de pollo y queso parmesano. La revolución de las sopas había llegado, pero de repente se inventaron las sopas de sobre que cambiaron de nuevo la historia de la humanidad, pero esto ya es motivo de otro artículo que podrá leer si presiona aquí. |
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