Encontré un pequeño libro que casi se podría calificar como unas instrucciones para el desarrollo de las labores de inspección de mercado o una ampliación de las Ordenanzas Municipales, redactadas para ser llevadas a efecto en el ayuntamiento de Madrid, fechada el 11 de marzo de 1840, y donde se amplía el contenido de un bando dictado el 30 de agosto de 1839 donde se dan instrucciones precisas a los inspectores de sanidad para el cumplimiento de su cometido.
Comienza dicho librito con estas palabras: “Entre los grandes objetos que han ocupado y deben ocupar siempre a los gobiernos de las naciones cultas, ninguno hay que deba anteponerse a aquel que tiene por objeto la conservación de la salud pública. Esta es imposible el que pueda conservarse sin la condición precisa de que los alimentos de que el hombre usa, se hallen en aquel estado de integridad física y exacta, que acercándolos más y más a la relación de la organización del hombre los hace más capaces y más accesibles a la digestión y por consiguiente a la reparación de las continuas pérdidas que incesantemente sufren el conjunto de órganos que componen su máquina”.
Hacía referencia al bando de fecha 30 de agosto, relativo a carnes y pescados, comentando que se nombraron dos regidores comisarios para que inspeccionaran las dos indicadas especies, aclarando “pero como para esto sea la costumbre valerse de reconocedores no facultativos que practiquen los que se ocurran, deseoso de que los repetidos señores puedan en algunos casos de dudaconocer por sí mismos los daños o abusos que se cometen en las carnes y pescados que se venden en esta capital, he formado las observaciones siguientes, según ofrecí en el seno de la comisión de policía urbana”.
Hacía una reflexión, a continuación, sobre los principios irritantes que contenían los alimentos en mal estado y que eran susceptibles de producir enfermedades, indicando que era en las carnes donde más incidencia tenía y que ponían en peligro la salud pública.
Seguidamente explica qué animales no podían ser comestibles y decía: “Todos los animales que se mantienen de la vida ajena, son nocivos como alimentos; y a estas clases corresponden todas las especies carnívoras y feroces, ya sean acuáticas, terrestres, o volátiles, incluso toda clase de reptil, por cuya causa deben prohibirse para alimento, pertenecen a esta clase de carne acre la de toda especie aunque sea de la comestible, mientras estén en el calor, brama, y celo, o desove. Las corridas de toros producen este efecto en las carnes por el furor y exaltación con que mueren los animales, la estación ardiente del verano, hace que la carne adquiera en proporción de su clase un color encendido, si su casta es brava y muere en la lid, su estado es inflamatorio, resiste poco a la putrefacción, y si se entabla para su venta por menor, el contacto atmosférico aumenta el vicio”, algo ya observado desde la más remota antigüedad, tanto en lo referente a los carnívoros (baste leer la Biblia o el Corán), como aquellos gastronómicos que advertían del cambio en el sabor de alimentos en los que el animal sufrió un gran estrés antes de su muerte (Apicio) .
En lo referente a las carnes de fetos dice: “Las carnes nonatas deben ser vigiladas, porque no tan solamente abundan en serosidad, se resisten a la digestión y producen enfermedades, sino que además hay el fraude de vender los abortos por recentales, y los niñatos o fetos de vaca estando muy desarrollados y a punto de nacer, el amaño los vende por ternera fina.
La carne de aborto de oveja, ya sea más o menos aproximado al tiempo del nacimiento, es la más linfática y acuosa de todas, y por consiguiente es alimento muy nocivo e indigesto, y el más adecuado para producir afecciones ventrales, por lo tanto no debe permitirse su venta”.
Sobre la de los animales recién nacidos decía: “La carne de recental de oveja puede permitirse su venta, no bajando de seis libras la canal (2,721 Kgs); la de cabrito es preferible, no bajando su peso de cuatro a cinco libras (entre 1,8 y 2,2 Kgrs).
Carne mamona es aquella en que el individuo que lada, hace más de dos meses que mama; ésta es buena”.
Sobre la carne de cordero decía que era más sana y era más ‘acuosa’, indicando el peso que debía tener cada pieza en canal limpio, que no debía bajar de 35 libras (15,875 Kgs.).
Abundando en el tema comentaba que la de cordera era de inferior calidad y menos provechosa, lo que hacía que existieran fraudes y daba las claves para conocerlos y que eran estas: “basta solo el observar que en el macho en la parte posterior e inferior de su vientre, se hallan unos pequeños repliegues en forma de conductos que dan paso a los cordones espermáticos, mientras que la hembra carece de estas partes, y en el caso de que la malicia haya quitado las tetas a la hembra: siempre se conocen los vestigios de haber andado allí el cuchillo”.
Por otra parte alertaba sobre la picaresca de algunos carniceros de vender y mezclar la carne de cordero con la de oveja y la de cabra, o incluso vender cordero por carnero, y dando las claves para desenmascararlos así: “distinguiéndose la de aquel de la de oveja y cabra en ser su carne más tierna, mas blanca su fibra, en que las cavidades medulares de los huesos largos son más estrechas, y la medula que encierran presenta un color opaco y sanguinolento, y en que, a poco tiempo de estar desollada la res y dividida su carne, se presenta la de oveja, cabra y carnero de color bermejo, y la de cordero es siempre blanca, a menos que esté mal desangrada, y esto se conocerá en que los vasos contendrán la sangre que no ha salido por la degolladura”.
Hacía una observación producto de su ignorancia sobre el tema que puede resultar chocante cuando decía: “La carne de primal es de todas la más exquisita, pero está prohibida su venta sin duda por ser perjudicial a la agricultura en razón de cortar la producción de carne y lanas”.
Sobre la carne de carnero decía que era excelente y de las mejores dentro de las carnes de rumiantes, variando su condición según si el animal estaba castrado o no, debiendo de tener el primero de ellos entre 3 y 4 años; sobre los no castrados indicaba que eran de inferior calidad y mucho más si estabn en época de celo, “porque en este tiempo adquiere su carne un sabor desagradable y bravío, muy semejante al chotun de la lana, por cuya razón está prohibida su venta”.
Sobre la carne de ternera fina, para que fuera de ley, debía ser de leche, su color blanco sonrosado y “su marca de peso de 5 a 8 libras en canal, que no baje su edad de 8 días ni exceda de 40”.
La carne de ternera ordinaria o de pasto tenía un aspecto más o menos colorado, su hebra gruesa, en proporción de la fina y un exceso de marca de peso relativo a la de leche fina por lo que se exigía que debía anunciarse en una tablilla en los puestos donde la vendieren.
Sobre la lengua de ternera fina indicaba que era un alimento delicado y debía tenerse presente que su color debía ser blanco y sonrosado, abultada, carnosa y fresca, sin indicio alguno de fetidez, debiendo denunciarse las que no cumplieran dichos requisitos; su peso debería ser de entre 11 y 22 onzas (entre 300 y 600 gramos aproximadamente), todo exceso de peso indicaría que era de ternera ordinaria y de menos peso denotaría que era de un aborto.
Las entrañas del animal o asaduras debían tener una buena vista y un color rojo, lo mismo que el liviano y el pulmón debían presentar un color sonrosado.
La carne vacuna de eral o cerril, la de aquellos que habían cumplido 18 meses y no sobrepasaban de los dos años, que vivían libres y sin domar que sólo se mantenía de pastar, “esta carne es la más regalada en la clase de mayor, la más análoga por sus buenos jugos, para todas las edades y temperamentos, siendo la de la hembra la que se llama con propiedad vaca fina, y preferible a la del macho entero, pero luego castrado a esta edad adquiere las mismas dotes que la hembra, y su carne tiene igual mérito y valuación física”.
Habla sobre la cebona, que es aquel animal que se retira del trabajo a los 12 años y se le pone a pastar para su engorde, adquiriendo su carne “nueva robustez y lozanía” y que “se conoce en el sebo que manifiesta interiormente, y en la flor o gordura que la adorna exteriormente”.
En cuanto a las recomendaciones que hacía a la policía de abastos para el desempeño de su función decía lo siguiente: “Una de las cosas que debe fijar más la atención de una policía higiénica, es la de vigilar con la mayor escrupulosidad el que por ningún pretexto se vendan carnes mortecinas cualquiera que sea el género de animal muerto. Se conoce la carne mortecina, en que su color es renegrido, y en que no estando desangrada, al partirla, se notan los vasos llenos de sangre coagulada.
Debe vigilarse que no se venda la carne fresca de mucho tiempo después de su muerte, porque toda carne que en el rigor del verano tenga tres días, en los equinoccios cinco, y en el invierno siete, particularmente si la estación es lluviosa, debe considerarse como sospechosa y nociva a la salud pública”.
En lo referente a la carne de caza, ya fuera menor o de volatería, comprendía los siguientes animales: liebre, conejo ya casero, de soto, de liebre, perdiz, faisán, ganga, hortega, codorniz, chocha, agachadiza, calandria, etc., y debían tener “como todas las carnes estados diferentes para la buena o mala salubridad pública, así pues se conoce la falta de condición buena en la liebre y conejos muertos en que el individuo tiene la piel de la parte de la nuca floja, y descompuesta, y si se tira de ella se desgarra con facilidad, la carne presenta visos verdes, y el interior particularmente el lomo con desunión fibrosa y renegrido, y el olor más de menos intenso de la putrefacción, según que esté adelantada esta. Esta carne es perjudicial a la salud pública, y debe prohibirse su venta, y si la caza denunciada se la encontrase untada por el interior con sangre extraña para aparentar sanidad, debe perderla y ser castigado con arreglo a los bandos”.
Respecto a la carne de volatería indicaba que, para ser vendida, debía ser carnosa, no manifestar olor putrefacto en el recto, ni notarse en ella ningún aspecto verdoso y si se encontrara alguna de estas cosas indicadas debería prohibirse su venta.
Resulta interesante observar que, por falta de un transporte rápido a la capital de España y la todavía no inventada, pero sí conocida, cadena del frío, casi únicamente se refiera a las salazones de pescados y no a los frescos, diciendo lo siguiente: “La carne acuátil se usa en salazón, y cuando está bien acondicionada, es alimento muy sano, pero es indispensable el que exista en el estado de frescal, es decir, de seis meses de salazón, porque pasado este tiempo, principia a añejarse y va perdiendo gradualmente sus buenas cualidades, ha de aparentar su color blanco, y su espesor trasparente como el caramelo, pues siendo amarillento, pasado de la sal, y rancio negruzco y de mal olor, es indigesta, nociva y debe prohibirse”.
No se extiende demasiado en la inspección sanitaria del pescado, quizá porque no era su venta muy importante, limitándose a explicar qué se debía entender como pescado y que define: “La carne acuátil es aquella que es criada en agua, que en ella se reproduce y que en ella se sostiene. Para calificarla de sano alimento, debe ser de escamas lustrosas, aletas y escamas color de plata y jamás jaspeado, y que su forma no sea espantable”.
En cuanto a la periodicidad de las inspecciones sanitarias, tanto para las carnes de mamíferos como de pescado, indicaba que como mínimo debía de hacerse una o dos veces a la semana, dependiendo del tiempo climático y la temperatura y así los indicaba: “El tiempo que reclama con más urgencia dichas revistas, es desde 1º de abril hasta octubre, deberán hacerse a primera hora de venta, y después de los días que sigan a una tempestad, gran calma o en los que reine el este o el solano”.
Incide en el cuidado que debía tenerse con los alimentos en mal estado y la prevención para la retirada de su venta así: “También es perjudicial a la salud todo tocino fresco encanal, lardo, o embutido que presente visos de fermentación, entendiéndose lo mismo en toda especie de salazón rancia con saltón, o corrido de insectos; todo pescado mojado que manifieste desunión fibrosa y fetidez. El escabeche que denote color deslucido, poca firmeza ensu carne, y de olor y sabor desagradables”.
Hacía una relación, más o menos detallada, de los pesos que deberían tener ciertas piezas de carne para su venta en las plazas y mercados y que era:
“Cada ternera deberá tener en canal barrida 40 libras.
Cada cabeza pelada en debida forma no debe bajar de 4 libras.
Toda mano de ternera sin pezuña no bajará de 10 onzas.
Idem cada pie 11 onzas.
Todo cordero en canal no bajará de 16 libras.
ídem todo cabrito en canal no bajará de 8 libras.
Cada lechoncillo pelado y con vientre 4 libras.
ídem en canal barrida 3 libras.
Cada gazapo abierto y con piel 12 onzas”.
Seguía haciendo hincapié en que también dichos animales deberían ser carnosos y que su aspecto no denotara haber muerto por enfermedad, diciendo que si así fuera se notaría o conocería por su desmedro, flaqueza, mal aspecto, viso verde o mal olor, “pues es mejor que falten en algún modo a las marcas de peso que no el que se presenten con síntomas de insalubridad aun cuando en este caso sean mayores”.
Con respecto a otros animales no mencionados decía que no se permitirían la venta de reptiles, ni aves carnívoras de pico corbo, como asimismo las carnes terrestres acuáticas o volátiles untadas con sangre extraña.
Se introdujo en este reglamento dos alimentos, la leche y los huevos, que si bien no estaban directamente relacionados con las carnes de los animales sacrificados los justificaba como productos animales resultantes de una función y que al ser tan consumidos consideraba que también deberían estar sujetas a las inspecciones de la policía urbana.
Sobre la leche decía que debía considerarse como una carne líquida y que dicho líquido debería estar “sin vicio alguno, conservando el calor natural del animal y siendo de solo una hembra, es bebida muy sana, pero en proporción de que estas circunstancias varían, cambia de propiedades y suele hacerse un alimento fatal y nocivo. La leche como líquido se combina fácilmente con el agua y con el almidón si se hace de él una buena disolución, y el fraude que nunca para entre los hombres, hace un abuso perjudicial al público, y aun nocivo a la salud”.
En aquellos comienzos de la ciencia aplicada a la vida cotidiana hace el legislador uso de ella, sin profundizar demasiado, al decir, esta es la primera vez que se hace referencias a una prueba de laboratorio, por el que conocerá el adulteramiento de la leche usando reactivos como el yodo.
Terminaba haciendo un repaso sobre lo perjudicial que podía ser la leche si era de hembra vieja que hubiera comido malos alimentos, que estuviera preñada, recién parida o enferma y que no debería permitirse su venta.
En cuanto a las vasijas que deberían contener la leche indicaba que debían ser de barro bien vidriado y limpio, sin que jamás presentaran al olfato olor ácido, ni ningún otro que no fuera el mantecoso o cremosos, prohibiendo las vasijas metálicas y de cuero, ya que las primeras, al oxidarse con facilidad, formaban venenos, algo ya observado desde muy antiguo; en cuanto a las odres lo razonaba diciendo que, al estar formadas por sustancias animales, producían fácilmente en la leche fermentación acetosa.
La manteca que se hacía de la leche indicaba que debía ser muy blanca, consistente y de sabor dulce, aclarando que era alimento muy sano cuando era fresca y sin estar adulterada, pero advierte que se combinaba muy bien con el sebo, lo cual era un fraude, “pero es fácil conocerlo si se atiende a las cualidades que debe tener cuando es buena. Cuando se enrancia, muda de condición y se trasforma en un alimento excitante e insalubre. Estos mismos principios deben servir de tipo para el reconocimiento del queso”.
Finaliza dichas ordenanzas hablando de los huevos de forma muy escueta y con tan pocas palabras que las trascribo literalmente: “El huevo debe considerarse como una resulta de las funciones animales: es alimento sano cuando está fresco; y nocivo cuando rancio y en estado de empollo o incubación, y deben denunciarse cuando no están claros al trasluz”.
Este librito se imprimió en Madrid el 11 de marzo de 1840 en la imprenta del Colegio de Sordo-Mudos.
Haciendo una reflexión, e intentando leer entre líneas, se llega a la conclusión que hasta épocas muy recientes el abasto de alimentos a las ciudades, tanto grandes como pequeñas, pese a la preocupación de las autoridades en lo referente a la sanidad siempre estuvieron desprotegidas de unas ordenanzas que aseguraran que el producto final llegara en buenas condiciones a manos del usuario final, entre otras cosas por la carencia de conocimientos científicos suficientes para reconocer la sanidad o la adulteración de los productos alimenticios, lo que fue motivo de graves intoxicaciones e incluso de epidemias entre la población y donde nadie estaba libre de ellas, de ahí que, ya a finales del siglo XIX, exista tanta literatura de científicos de la época donde hacían estudios contra la sofistificación o adulteración de los alimentos, algo que por otra parte preocupó siempre a la humanidad y donde encontrará en esta web estudios muy extensos y variados.
Pese a la trivialidad o poca trascendencia que parece tener este estudio lo considero de suma importancia para entender de una forma racional la gran evolución y revolución en la historia de la gastronomía que tuvo el siglo XIX y que no sólo se circunscribió a los peroles, sino que estos fueron consecuencia de la aplicación de la ciencia al laboratorio de la cocina y uno de cuyos precursores fue Parmentier.
Pese a todo es curioso observar en los periódicos de hasta la Guerra Civil Española, e incluso posteriores, que lo más anunciado en todos ellos eran productos para combatir los problemas estomacales que producían los alimentos en semi mal estado o podridos que nuestros antepasados padecieron, producto de las malas conservaciones, pésimas manipulaciones y engaños por parte de los comerciantes en todo tipo de alimentos, costumbre que se podía extender también a aquellos que los ofrecían elaborados, casos de las primeras conservas o el chocolate, por poner unos ejemplos.