Siguiendo con el gran monográfico dedicado a la alimentación en Sevilla, justo en el momento de la llegada a América y su conquista, y estudiando las Ordenanzas de la ciudad dictadas por los Reyes Católicos en 1512, encontré una serie de leyes que regulaban el gremio de los taberneros y mesoneros que pueden ser de gran ayuda para comprender el funcionamiento de aquellas primeras industrias de hostelería, pioneras en España, y de segura aplicación en todo el territorio nacional.
No se entendería en su totalidad lo que cuento si a la par no se leyeran otros trabajos relacionados y concatenados con este y que obran al pie del presente trabajo.
La regulación por medio de ordenanzas, la mayoría de ellas dictadas en Santa Fe (Granada) en plena reconquista de la ciudad, dan idea del gran proyecto de estado que tuvieron dichos reyes y consecuentemente podremos comprender mejor su proyección hacia el Nuevo Continente y que todas juntas ofrecen una visión completa de la sociedad de entonces. Es cierto que muchos de dichos capítulos de las ordenanzas fueron recopilados de otras más antiguas, adaptándolas a una ciudad que se expandía al ser el centro de la Conquista, hay que recordar que desde Sevilla partían todas las expediciones no sólo a América, sino también, por ejemplo, para dar la vuelta al mundo y era en ella donde estaba el final de trayecto de todas las aventuras y comercio marítimo con las nuevas tierras.
Imaginemos una ciudad que había que organizar para ser habitable y que se asentaba sobre otra romana, visigótica y árabe, con un casco urbano complejo, y donde había que agrupar, para ser efectiva, a todas las profesiones imaginables, con un censo muy dispar y donde tenían que convivir distintas nacionalidades, sin que sus habitantes se pudieran difuminar, en sus profesiones, por la urbe.
Esto hizo que la zona noble, el centro geográfico, entonces en los aledaños de la catedral, estuviera destinado al barrio de los comerciantes por nacionalidades y así encontramos la calle de los genoveses o de los alemanes, igualmente la de las dignidades eclesiásticas y política, calle de los abades, Palacio Arzobispal, y de forma radial los barrios o calles de los oficios, que dependiendo de su importancia o inmediatez de uso podía estar más o menos céntricos. Por otra parte, al estar la ciudad constreñida por sus murallas de defensa se aprovechó para instalar en sus puertas de acceso los fielatos, siendo cada una de ellas especializadas en la entrada de los abastos, de modo que la carne, por ejemplo, entraba por la de dicho nombre, el aceite por el llamado Postigo del Aceite, etc., de esta forma se aseguraba a la administración el férreo control en el cobro de los impuestos.
Una ciudad tan heterogénea social y culturalmente necesitaba igualmente sus zonas de ocio, pese al miedo de las autoridades a que algunas de ellas fueran caldo de cultivo de revueltas, conspiraciones o foco de delincuencia y entre ellas estaban las tabernas, los mesones y las posadas (hasta no hace mucho existió una de ellas, la Posada del Lucero y que conocí tan bien al ser amigo de sus propietarias y que hoy es un hotel con fachada infame para el entorno, y que era parada de las diligencias que venían de Madrid).
Algunos artículos de las Ordenanzas que regían para los taberneros y posaderos no podrían entenderse si, por ejemplo, no lee mi trabajo dedicado a la caza porque el primer artículo decía que según una ley antigua hacía referencia a que ningún mesonero o tabernero de Sevilla debía comprar caza para revender o tener mostrador (léase tienda) en sus casas, de forma que estaba prohibida la compra de perdices y conejos para venderlos, tanto cocinados o asados, en cinco leguas al rededor de la ciudad, bajo multa, la primera vez, de perder la caza y el pago de doce maravedíes y la segunda penado con cincuenta azotes y la prohibición para ejercer de mesonero o tabernero.
Aunque pueda parecer redundante lo mismo decía de lo contrario, algo lógico, así que de nuevo, y volviendo la frase, insistía en la prohibición para aquellos que tenían tiendas en Sevilla de ser mesoneros o taberneros, ni teniendo una de esta profesiones tener tienda en su casa, bajo pena, la primera vez de veinte días en la cadena o preso, la segunda vez verían la pena doblada y la tercera castigado a veinte azotes mas cien maravedíes de multa y el destierro de la ciudad por espacio de un año. Choca que son distintas penas para un mismo delito dependiendo que profesión se hubiera desempañado antes o a discreción del legislador
Los profesionales mencionados estaban obligados, en el caso de acoger en sus posadas a hombres vagabundos, a ponerlo en conocimiento del aguacil cada semana.
De igual forma deberían cerrar dichos establecimientos a las nueve de la noche y no dejar salir de ellos a nadie que allí durmiere, siendo el contraventor multado con doscientos maravedíes, la primera vez, cuya multa se repartía de la siguiente forma: la mitad para el acusador y la otra mitad para la reparación de las obras de los muros de la ciudad, más diez días de cárcel; la segunda vez la multa sería doblada y con las mismas condiciones de reparto.
Insistían las ordenanzas en que aquellos taberneros que vendieran vino en la ciudad no vendieran perdices o conejos, ni cualquier alimento, incluido el pescado, ni cocinado, ni frito, ni crudo, de modo que el que quisiera comerlo en dichos establecimientos tenía que comprarlo en los lugares autorizados encargados de ‘vender el mal cocinado’. Si algún tabernero incumplía estas leyes debía pagar una multa de cien maravedíes, la mitad para el acusador y la otra mitad destinada a los arreglos de los muros del adarve de la ciudad. La segunda vez que volviera a incumplir lo preceptuado se le añadía una multa de doscientos maravedíes, con el mismo reparto. La tercera, y última, estaba castigado con cincuenta azotes y la prohibición de poder vender más vino.
La siguiente ordenanza tiene un sentido moral y social que da idea de la preocupación de las autoridades por la protección a la familia y al orden comunitario sin una ruptura traumática con el pasado, de forma que haciendo mención a una carta real antigua (sin especificar origen ni fecha) que mandaba que nadie pudiera vender vino salvo en sus propias casa y no en otros mesones o tabernas hacía mención a una orden real dada en Santa Fe el 20 de mayo de 1492, en la que se decía qué (las tabernas y mesones) eran muy provechosas para la ciudad, «porque a causa de dichas tabernas y mesones se acostumbraban a comer muchas cosas guisadas, de carnes y cazas. y otras viandas, concurría allí mucha gente, y se causaban de ello muchos daños, en especial muchos casados, que dejadas sus propias casas y mujeres y hijos, se unían allí a comer, y gastaban sus dineros, y se juntaban allí otros hombres de mal vivir, y se hacían juegos y blasfemias, y se causaban de allí muchos hurtos, y otros delitos, de que redundaba otro daño a la ciudad, que como los tales mesoneros y taberneros tenían sus conciertos con los pescadores, y cazadores, para tener abastecidos sus mesones y tabernas, compraban de lo mejor, dando por ello más de lo que comúnmente valía; y que por esto los vecinos de la ciudad no hallaban para sí los tales mantenimientos: y si lo hallaban, era de lo malo y desechado, de que se seguían otros muchos daños: sobre lo cual todo, para que los dichos inconvenientes cesaren, y las rentas no recibiesen disminución, fue determinado, que pues todos los inconvenientes y daños susodichos se seguían de las viandas y mantenimientos que se vendían en los dichos mesones y tabernas, que aquellos se deben defender, por aquellos escusados, cesarían los dichos inconvenientes: pero que el trato del vender vino en los mesones y tabernas, que no puede cesar, pues por esta vía se remedian todos los dichos daños en la forma siguiente«.
Tras esta larga introducción se dictan órdenes concisas que debían regir en los establecimientos susodichos y que eran los siguientes:
Se prohibía desde su promulgación la venta de viandas (tanto en bodegones, mesones y tabernas), especificando el vender cualquier tipo de carne, pescados, aves, tanto de caza como de corral, bajo la pena de perder dichas mercancías y multa de doscientos maravedíes, cuyo montante sería destinado al hospital de San Salvador: no terminando ahí el castigo, ya que la primera vez que delinquiera se le debería dar el infractor cincuenta azotes públicamente y la segunda vez se le condenaba al destierro de por vida.
Razonaba que dichas ordenanzas no estorbaban la venta de vinos y autorizaba que los taberneros y mesoneros podían proveer a sus clientes de manteles, fuego o sal, permitiéndoles llevar los mantenimientos comprados fuera del establecimiento, extraña paradoja esa.
Los engaños, falsedades y fraudes se regían en lo que se recogían en las leyes generales, sin entrar en consideraciones especiales.
Por una orden dictada en Medina del Campo, de fecha 12 de febrero de 1499, se prohibía que hubiera en la cárcel ninguna taberna/mesón, salvo para vender pan y vino, obligando a mantener los precios igual que en otras partes de la ciudad y del que haré otro estudio posterior.
Se autorizaba a estos industriales a comprar toda la cantidad de vino que le hiciera falta a los sevillanos, de muros a dentro, que tuvieran de sus cosechas, ateniéndose a las ordenanzas del vino de la que también haré un estudio.
Las personas que vendieran vinos ‘atabernados‘ o de otra manera en la ciudad, en la cestería y carretería debían pagar doce maravedíes al arrendador del ramo, por cada taberna al año sin que lo pagaran los de dichos barrios o sevillanos si compraran vino “para vender con lo de su cosecha, y lo encubrieren, y no pagaren el dicho derecho, que lo paguen al dicho arrendador de esta renta con el trestanto, siéndole probado ante cualquier de los fieles de esta ciudad: enriéndese ser vino de los dichos vecinos, también lo mismo se entiende en las tabernerías de fuera, según se contiene en el título de las condiciones con qué Sevilla arrienda los propios en los capítulos que hablan en esta razón” .
Para terminar el articulado dedicado a las ordenanzas para las hostelería sevillana que mejor que ofrecer el más escandaloso y sorprendente que no tiene desperdicio, ya que hablaba de la prostitución y que se basa y reafirma en otra antigua de fecha desconocida y que decía qué ninguna mujer casada, ni tabernero, ni ninguna otra (lo que no se entiende el hacer referencia a las casadas o taberneros de forma tan explícita), no podría vivir en la mancebía o entre las rameras, igualmente se les prohibía vender pan, vino, ni otro tipo de viandas, incluso se prohibía vender ropa para dormir, vestir o tocas, así como cepillos, ni camisas, prohibiendo acogerlas en sus casa de noche o de día por todo aquel que viviera fuera de la calle de las putas, concentrado todo el comercio carnal, por lo que parece, en una calle, salvo si dichas mujeres tenían ropa en sus casas, «donde duerman unas con otras, y coman como quisiere«, castigando a los infractores, la primera vez, con cien azotes, y que sea desterrada, o desterrado de la ciudad por un año».
Trabajos relacionados hasta el día de hoy:
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