A mi compañero de investigación Roberto Xalabarder Coca
Atención, el presente trabajo va sin imágenes.
Entender la historia de la gastronomía, con millones de variables, tan solo a base de datos concretos, puntuales y segmentados es hacer un flaco favor a esta casi nueva ‘ciencia’, donde intervienen o se socorre de otras, como pueden ser la botánica, la agronomía, la medicina, la antropología, la política, la economía, las religiones, la cocina, la historia y un largo etcétera, haciendo de cualquier detalle, por nimio que nos pueda parecer, básico para empezar a comprenderla en su verdadera magnitud o llegar a ‘casi’ vislumbrar el gran mosaico que la forma.
Cuando hice el trabajo ‘Historia de la epidemia de peste que padeció la ciudad de Sevilla en 1649’ me quedó en el paladar el sabor amargo de no poder profundizar más en el tema, ya que en sí fue demasiado largo, ahora, tras conocer que una productora sevillana está haciendo una serie sobre esos momentos trágicos que vivió la ciudad, ya que conozco personalmente a sus directores, ‘Sondeproducción’, de nuevo se avivó el deseo de terminar un estudio de lo que fue la peste desde una perspectiva hasta ahora poco conocida y como se intentaba combatirla gastronómicamente. (Como nota aclaratoria he de decir que no deben perderse los capítulos de dicha serie, actualmente en rodaje, porque la ambientación y la puesta en escena son verdaderamente impresionantes, he visto fotos de los rodajes y quedé sorprendido).
El terror que producía en nuestros ancestros la peste llegó a tal grado que influyó en todos los ámbitos de la vida de aquellos indefensos humanos, desde la arquitectura a la alimentación, incluso hasta la interrelación entre ellos.
En el urbanismo de las ciudades se cuidó la aireación de sus calles haciéndolas más anchas y rectas, al pensarse que el mal se propagaba con mayor facilidad por el aire viciado; en uno de los últimos brotes en Barcelona a alguien se le ocurrió que con explosiones, más o menos controladas de casas, la ‘infección’ se detenía[1] y así fueron volando edificios hasta configurarla de nuevo. Las infraestructuras, como el alcantarillado, el suministro de agua y la limpieza de sus calles forzaron a crear Ordenanzas Municipales casi como las actuales. En lugares, como Andalucía, los maestros de obra, a imitación de los árabes, idearon una nueva pieza constructiva, el zaguán o una especie de vestíbulo, a la entrada de las casas entre la puerta de entrada y la cancela para acceder a ella, que constituía la última frontera entre el mal de fuera y esa pequeña isla que era la vivienda, y donde se depositaban los alimentos para subsistir desde el exterior, una vez que la persona encargada del suministro se había marchado, pasando todo por un baño de vinagre para desinfectarlo.
En el terreno sanitario se llegaron a hacer barbaridades, como la de achacar como propagadores del mal a los animales de compañía, perros y gatos[2][3], que mataban sin discriminación o para que sus cadáveres en putrefacción se llevaran los miasmas de la atmósfera, no así se eliminaban a las verdaderas culpables de la enfermedad, las ratas, que campaban a sus anchas incluso devorando los muertos.
La higiene entró a formar parte esencial de la vida cotidiana, sólo aquellos que podían permitírsela, el agua a presión no llegaba a las viviendas, llegando a leer como una vez al mes venía un carro con agua a la casa, se llenaba una especie de bañera o tina con ella y donde ceremonialmente primero se bañaba el dueño y su mujer, posteriormente los hijos y finalmente la servidumbre, todos en la misma agua, algo que hoy nos puede parecer inconcebible, y que hasta entrados en el siglo XIX en muchos lugares era normal.
Ante este surrealista mundo, sabiendo contextualizar, no podía ser menos qué combatir la peste con los alimentos, casi la única medicina que se conocía, como iremos comprobando más adelante, y que más o menos sabiamente los galenos, con una farmacopea casi inexistente y desesperados, luchaban contra ese fantasma que arrancaba vidas, sintiéndose la mayoría de las veces impotentes o viendo espejismos. De igual forma, cuando la peste se generalizaba el colapso en la distribución de alimentos era el segundo azote y donde aquellos que no habían sido previsores morían de hambre.
He de decir, esto hace años que lo escribí, que ‘la medicina ha progresado gracia a los muertos que fue dejando atrás en su camino’, pero también es cierta la entrega de aquellos hombres que en muchas ocasiones llegaban al heroísmo exponiendo sus propias vidas, como en el caso que nos ocupa.
En primer lugar deberíamos preguntarnos si la peste era una enfermedad de clase y tras leer cientos de páginas llego a la conclusión que así era, ya que no afectaba por igual a todos los estratos sociales, algo que se pone de manifiesto en la peste que asoló Moscú, ya que fue una de las epidemias mejor estudiadas a nivel científico. La razón habría que encontrarla en el hacinamiento y la falta de higiene en la que vivían los pobres, así como la posibilidad de los ricos para aislarse, tanto escapando a otras propiedades lejos de los focos de infección o encerrándose en sus palacios.
Se puede decir que casi toda enfermedad se combatía con los alimentos, intuyendo aquellos galenos las propiedades químicas que podían existir en ellos, y que con aciertos más errores paliaban, de forma más o menos engañosa, los efectos.
Muchas veces se achacaba la peste a efectos climatológicos, como pudo ser la de Sevilla con el desbordamiento del río Guadalquivir de 1649 o la de Marsella de 1719[4] , de igual forma, muchas veces, lo razonaban con fenómenos meteorológicos inexplicables, en definitiva intentaban entender aquello que no entendían de una forma casi mágica cuando la realidad era muy diferente, en el caso de Marsella fue consecuencia de un barco turco que trajo la enfermedad a la ciudad.
En el sitio de Jaffa de 1799 (hoy anexionado a Israel y por entonces de Siria), fue donde se cometieron las mayores atrocidades, ahora también pero de otro tipo, por parte de las tropas napoleónicas con ultrajes a las mujeres y el asesinato de la población militar, con más de 4.000 fusilados o pasados a la bayoneta, y donde se dio un brote de peste, contando el médico encargado de la salud de los galos lo siguiente: “Por consiguiente las bebidas espirituosas, los alimentos corroborantes y aromáticos hubieran sido de la mayor utilidad, porque excitan el principio que más anima la circulación de la sangre y de los humores en general. En Jaffa ya no había más que arroz y pan malo: faltaba absolutamente la carne, el vino y el aguardiente. He observado constantemente que los días en que los vientos del sud y sudoeste ponían la atmósfera nebulosa, se aumentaba el número de los enfermos y de los muertos; y que sucedía lo contrario en los días serenos, y cuando reinaban los vientos del norte”.
Más adelante contaba que como remedio contra la infección hacía tomar lo siguiente: “Mientras yo estaba aun bajo las murallas de Jaffa, por falta de otros remedios, hice tomar á muchos militares una taza de café con zumo de limón sin azúcar, repitiéndolo cinco ó seis veces al día. Al llegar á Jaffa encontré una poca de quina: entonces hice preparar para los enfermos la bebida siguiente. Quina en polvo una dracma, café en polvo una dracma; de lo cual hacia un fuerte cocimiento en ocho onzas de agua por espacio de un cuarto de hora, y así al fin le añadía la cascara de un limón”, para continuar diciendo: “Mediante el uso de esta bebida y con agua de limón caliente, hecha espirituosa cuando se podía encontrar los medios de echarle un poco de aguardiente, he visto curarse un gran número de individuos acometidos de la enfermedad, y más de doscientos heridos preservarse á pesar de su continua comunicación con personas infectadas”.
Dicho médico observó que aquellos que fabricaban aceite o lo trasportaban no padecían la enfermedad, llegando a la conclusión de dar masajes corporales con aceite de oliva para preservar del mal, así que muchos irían pareciendo una ensalada y tan contentos[5].
En cuanto al régimen alimenticio, se daba durante los cuatro o cinco primeros días una sopa de fideos bien cocidos sólo con agua sin sal: luego se añadía seis o siete veces al día una cucharadita de dulce de cerezas compuestas con azúcar, por temor de que la miel no favoreciera la diarrea.
Cuando había esperanza de curación, es decir, cuando al cabo de cinco o seis días la salud estaba mejor, se podía dar por la mañana una taza de buen café de moca con un bizcocho hecho con azúcar, aumentando la cantidad de bizcochos en proporción a que las fuerzas volvieran.
La comida y la cena de los enfermos debía consistir, durante quince o veinte días, en arroz o fideos cocidos simplemente con agua, un poco de pan, unas pasas, y dulce de cerezas más abundante que antes: luego se aumenta la dosis de pan, que debía ser lo mejor que fuese posible. En verano se daban sopas de calabacines y de yerbas en invierno, sin más condimento que un poco de aceite de almendras dulces. Durante el día, conforme al estado del convaleciente, se le daba una naranja o una pera bien madura o cocida, o bien algunos bizcochos, de modo que digiriendo fácilmente los alimentos le quedeban aun ganas. Pasados aun treinta o treinta y cinco días se le daba por mañana y noche una sopa hecha con caldo de pollo o pescuezo de carnero, y no se permitía el uso de la carne sino después de cuarenta días, para evitar las indigestiones, que eran peligrosas, y muchas veces acompañadas de recaídas de bubones.
Pasados cuarenta días se permitía la ternera asada o cocida, el vino con moderación, y se prescribía que se evitara todo lo que fuera difícil de digerir.
Claro está que no en todos los países se hacía dicha dieta, como vamos a comprobar a continuación.
Por ejemplo un médico de Trieste, Mauro Verdoni, en el siglo XVI decía, por raro que pueda parecer, que “luego que un Cristiano sospecha estar atacado de la peste inmediatamente come caviar (manjar que se compone con huevos de pescado), ajos y tocino, bebe aguardiente, vinagre y otros licores semejantes para hacer arrojar los bubones: aplica encima de estos tumores lana grasienta, camar, miel rosada, higos secos, etc. para hacerlos supurar”.
Por otra parte los turcos y los árabes tomaban piedra bezoar en polvo (calculo que se encuentra en los intestinos de ciertos animales) con leche y otros sudoríficos, después se provocaban vómitos y de nuevo a empezar con la esperanza de arrojar el virus.
En el Cairo se bebía y se tomaban opio y se cubrían con los colchones con la intención de sudar mucho, sin tomar ninguna bebida, de modo que si sobrevivían, algo poco probable por el clima, lo mismo moría de la peste, enfermedad y no olor. También, en el paroxismo de la enfermedad, se quemaban los bubones con hierros candentes, masoquistas que eran antes de morir ellos.
En Constantinopla y en Esmirna dejaban de comer y se bebía muchísima agua de limón, aunque un famoso, en su tiempo, sacerdote, el padre Luis de Pavía, prior del hospital de San Antonio de Esmirna, habiendo sido consultado respondió: “En Esmirna se observa en general, en tiempo de peste, un régimen muy riguroso: no se come más que arroz y fideos cocidos en agua: algunas veces cuando el enfermo está muy estreñido de vientre, se le da el caldo de yerbas cocidas sin ningún condimento. También se les dan frutas acídulas, frutas confitadas y pasas: en los grandes calores se les da una limonada muy ligera, una taza de buen café, y un bizcocho todos los días. Ellos no toman por bebida más que el agua apanada, y siguen este régimen riguroso hasta los cuarenta días de la enfermedad inclusive: después se les permite el caldo de pollo, de carnero, y todos los alimentos”.
Tanto a este sacerdote, como al cónsul general de Inglaterra en Alejandría, se le deben la idea, que tuvo cierto éxito, de dar fricciones con aceite de oliva por el cuerpo del enfermo, con el fin de hacerlos sudar, sin llegar a saber nunca que dicho aceite era un perfecto repelente de las pulgas, algo que ya he comentado.
Ya los judíos eran el colmo, que para eso eran el ‘Pueblo Elegido’, así que tomaban un cocimiento de pepino, cidra, corteza de limón y naranjas de Sevilla (verídico) y para terminar, algunas veces, se bebían sus propias orinas, extremo este documentado.
Antonio Lavedan desaconsejaba el famoso vinagre de los cuatro ladrones, del que tenemos un trabajo, dando el siguiente razonamiento: “Debo quitar al vinagre profiláctico ó preservativo, de otro modo llamado de los cuatro ladrones, parte de su fama adquirida sin razón, pues no tiene más virtud preservativa que el vinagre común, y no hace más que este contra el contagio. Las cualidades que he atribuido á todo vinagre en general, le convienen también, pero nada más”. Aconsejaba seguir la misma dieta que para las fiebre pútridas, de modo que veía bien tomar cerveza bien fermentada y el vino templado para los débiles y convalecientes, de modo que al menos el desgraciado/a moría en ‘estado de gracia’ o perdida la conciencia por el alcohol.
En Rusia tomaban otra bebida, que la cerveza olía a alemanes y eran enemigos naturales desde siempre, esta vez podríamos decir que era una bebida étnica, el kuas, una especie de cerveza hecha con pan de centeno que se fermentaba, una vez tostado, con azúcar y agua.
Pero bueno sería conocer de qué forma se precavían contra la enfermedad, sobre todo las infraestructuras sanitarias gastronómicas que se legislaban porque, al ser poco conocidas, pueden arrojar mucha luz en el tema que nos ocupa y que incomprensiblemente otros han dejado de lado.
Resulta interesante leer las instrucciones que se daban, a modo de leyes, para precaverse de la peste y el modo de actuar una vez declarada, en este caso las propuestas por el médico Juan Díaz Salazar en el año 1756, siendo rey de España Fernando VI, que son muy minuciosas y que nos pueden dar una idea muy precisa de lo caótica que podía llegar a ser una ciudad.
En su apartado titulado ‘Medios de precaver de la peste á una cuidad, villa ó lugar’, en sus artículos V y VI, cuenta la forma de blindar el lugar contra los contagios de la siguiente forma:
“V. Qualquiera forastero que quiera entrar en la ciudad, no pueda, ni se le permita, si no muestra testimonio fiel y verdadero de la parte de donde viene, y en que permaneció por lo menos un mes.
- Los testimonios no solo han de venir firmados del escribano, sino también del cura del pueblo; y el escribano que asista á la puerta ha de conocer á alguno de los referidos ó su firma, porque si no hay muchos engaños que dan lugar á graves inconvenientes. Por no haberse tomado esta precaucion en algunas ciudades amenazadas de peste, se contagiaron por las ropas, vestidos y mercaderias que venían de pueblos infestados”.
Este articulado es importante porque al cerrar el lugar también se prohibían la importación de los bastimentos, tan necesarios para todos[6], y tuvieran dificultad para ser repartidos y que llegara a toda la población, pero sigamos porque la prisión en la que se convertían las ciudades, bajo leyes marciales, hacían de ellas, con el hambre añadida, un martirio constante para sus pobladores.
Con relación a los alimentos, en concreto en su artículo X, decía lo siguiente: «Habrá además en cada puerta una o dos personas honradas que vean y toquen todo lo que entrare para abastecer la ciudad, de trigo, cebada, leña, paja, etc. después de averiguar de dónde viene: y a todo ha de estar presente el escribano«.
En el siguiente artículo decía que en el lugar se debía proveer con tiempo de pan, carne, aves, vino y “cosas de regalo”, mandando que nadie vendiera cosa alguna a los forasteros, “porque si llegase a escasear, habría mucha dificultad en traerlo de fuera”.
Seguía haciendo la advertencia de intimidar al personal sanitario (médicos, cirujanos, boticarios y sangradores), para que ninguno se ausentara de la ciudad, ni aún para visitar a algún enfermo fuera de ella, sin orden expresa de la Junta; dicha intimidación, he llegado a leer en otros tratados, que hasta se les prohibía ejercer la profesión.
Se nombraba un médico por diputado de las carnicerías para, siempre en compañía de la justicia, inspeccionara la carne y su calidad, siendo la considerada en malas condiciones o mortecina desechada y destruida, aconsejando mejor la carne de caza fresca[7].
La fruta se inspeccionaba y se investigaba de donde venía, teniendo una guía firmada del cura, el alcalde y el escribano del pueblo de procedencia, una vez conforme de no venir de un lugar infectado se procedía a reconocimiento, si no era buena se destruía para que nadie pudiera comerla.
Sobre el pescado había discrepancias dependiendo la autoridad máxima sanitaria, los había que no los admitían por considerarlos dañosos, tanto el fresco como el curado. Se suprimía la Cuaresma en tiempos de peste, permitiendo solamente el qué “sea con orden del médico que aconseje el modo de conservarlo, y el lugar donde se ha de vender, y que los residuos de las lavaduras tengan vertiente para que no se estanquen en las plazas y en calles”.
Se nombraban uno o dos diputados para que por las noches visitaran posadas y mesones para saber los huéspedes que tenían, cuando llegaron y de donde, en caso de engaño se castigaba con severidad, que no era precisamente un tirón de orejas ya que podía llegarse hasta la condena de muerte.
Otro diputado se encargaba de visitar las ventas cercanas a la población para examinar quién había estado (durmiendo, comiendo o bebiendo), inspeccionaba las camas para ver si estaban limpias, prohibiendo que no se admitiera a nadie enfermo o “de mal color”.
Llama la atención la siguiente recomendación: “Fuera de que los que se ausentan son regalones, perezosos, inútiles para trabajar y tratar del gobierno de la república y del hospital; y desahogada de ellos la ciudad queda menos gente en que se encienda el fuego, y si se mueren muchos, siempre quedan vivos los ausentes para volver á poblar la ciudad. De esta ausencia resulta otra ventaja, pues siendo menos la gente en el pueblo estarán más baratos los bastimentos”.
Una vez declarada la epidemia se nombraba un médico “docto y caritativo” en el hospital[8], así como un cirujano, dos barberos, un boticario “rico y ajustado”, un capellán, confesores y enfermeros, los cuales eran advertidos que se les aplicarían severas penas si entraban en el pueblo o si trataban o comerciaban con personas ajenas al hospital. Es evidente que a estos héroes a la fuerza debían ser recompensados espléndidamente “porque no hay dinero con que pagar a los que con valor se entran en medio de tal peligro” y para quitarles la tentación de salir fuera de sus lugares de trabajo y descanso se les daba ración de regalo y de sustento.
Los enfermeros, aparte de dar los medicamentos, eran los encargados de alimentar a los enfermos, teniendo a su cargo entre treinta y cuarenta enfermos.
Otra anotación importante era la siguiente: “Se pedirá licencia para que todos los que vivan apestados coman carne todos los días del año”.
Aunque sea por mi parte una irreverencia y una broma cruel el pensar o imaginar la moda sexi impuesta a los sacerdotes a modo de travestis cuando cuenta: “Quando confiese á algun enfermo esté algo separado de la cama, use con acuerdo del médico de remedios contra el contagio lleve vestidos cortos que apenas cubran las rodillas, y muy ceñidos”.
De nuevo la higiene, la matanza de animales domésticos y las explosiones para alejar los miasmas cuando dice: “Múdese todos los días, si puede ser, la ropa interior, y que se sahúme antes, y lo mejor será azufrarla.
Mátense los perros y gatos, porque en el pelo pueden traer fácilmente el contagio, y pasarle de unas casas á otras por los tejados.
Dispárense algunas escopetas cargadas de pólvora para que su explosión rompa el aire y consuma los hálitos malignos”.
De nuevo seguimos con la alimentación, se pensaba que era importante para no ser infectado y así se recomienda la elección de una buena comida, evitando toda la que se pudra con facilidad, recomendaban especialmente frutas agridulces, echándoles zumo de limón a todas las comidas, desaconsejando las ensaladas y verduras, a excepción de las lechugas, escarolas y las borrajas bien cocidas, que se debían aliñar con azúcar y vinagre. Un buen preservativo de la peste eran los ajos, aunque “por su mal olor es rara la persona delicada que los come solos, y así sólo sirven para sazonar la comida”.
Se aconsejaba comer carnes asada con zumo de limón, sin abusar de la diversidad de alimentos.
La bebida debía ser proporcional a la comida, tomado en verano bebidas frías y el agua hervida previamente, sin llegar a estar heladas, y siempre con unas gotas de limón. El vino debía consumirse con moderación, aconsejando que en verano se tomara aguado porque ‘encendía mucho’, exceptuando de tomarlos a aquellos que eran débiles o por la edad.
Una última recomendación, para mi anacrónica, era el vivir con alegría, para cachondeos estaba la cosa, dedicándose a diversiones ‘decentes’, en especial la música, ya que “compone al ánimo, y destierra el miedo y la tristeza que son las pasiones que más facilitan la entrada de la peste”, así que como diría una amiga: ‘alucina vecina’ con la sapiencia que tenían los galenos con la enfermedades.
Para saber el desconocimiento general que se tenía sólo hacer mención al más gran médico del Renacimiento español, ejemplo de todos por su sapiencia, Andrés Laguna (1499-1559), que llegó a decir con todo el desparpajo que otro colega suyo se libró en Roma de la peste llevando un pedazo de solimán (una especie de cosmético hecho a base de mercurio) del tamaño de una nuez debajo del sobaco izquierdo pegado a la carne, aunque parezca mentira es verídico esto.
Si la peste no había matado al desgraciado que la padeciera ahora van las recomendaciones para alimentar a los apestados, que en poco difieren con lo ya expuesto.
“En la peste conviene un alimento moderado para evitar la debilidad y decadencia de fuerzas, y poder expeler este veneno por sudor ó por alguna otra excreción”, así comienza el médico Díaz Salgado sus recomendaciones para continuar diciendo que normalmente se prefiere gallinas, capones, pavipollos, perdigones, pollas y carneros castrados, desaconsejando la vaca, el cordero, el tocino (debe entenderse que se refería a la carne de cerdo), el cabrito y las aves de agua. Todo esto debía ir acompañado con salsa de limón, agraz, agrio de cidras y acederas, debiendo comerse, preferiblemente, asado, para continuar diciendo que “tome buenas sustancias, panatelas, pisto y caldos espirituosos”, siempre acompañado, como no, de zumo de agraz o de limón, con lo que se llega a la conclusión de que los pobres no podrían sobrevivir con dichos menús. Para beber, en verano, los días de mucho calor, agua de nieve fría, hervida, pero si el enfermo estaba muy débil se permitía vino aguado, como vemos casi el mismo régimen que para no pillar la enfermedad. Para casi terminar se podían comer huevos pasados por agua, ni duros ni blandos y como siempre un ácido. A la hora de la fruta solo se permitían las guindas, las naranjas, como no los limones, melocotones y finaliza con las camuesas.
Ya es hora de despedir este monográfico dedicado a la alimentación en épocas de peste trascribiendo algo que leí en uno de los libros, el de Antonio Lavedan: “El que mira en este punto una ciudad sana, y se imagina que ha entrado en ella después el contagio, puede, sin temor de engañarse, decirse á sí mismo: de tantos millares de personas robustas y sanas, de tantos Artesanos y Jornaleros, de tantos Ciudadanos honrados y útiles, de tantos Parientes, de tantos Amigos , y todos hermanos en Cristo, tantos y tantos pronto no existirán! y dentro de pocos meses, parte cruelmente abandonados de sus Hijos, Hermanos, Maridos, Parientes, y de sus más queridos, parte de pena y por falta de socorro o de alimentos, morirán casi al improviso, aunque en el día disfruten buena salud! Aun en los mismos Lazaretos, que se han inventado principalmente para la salud de los pobres apestados, sucederá otro tanto; y tal vez sin Sacramentos, sin quien les asista en aquel terrible paso, y desesperados por verse abandonados y huidos de todos. En tomando después incremento la peste, es increíble como el terror asalta á los que no tienen un gran valor, (y estos son los mas del Pueblo) al verse rodeados de muertos, al oír el sonido o al ver el feo aspecto de los carros, que llevan amontonados, unos encima de otros, los cadáveres de los apestados, y al temer que de un instante á otro pueda suceder lo mismo á quien se halla en buena salud. Es una muy penosa prisión, el deber estar encerrado en casa por algunas semanas ó meses, (tanto más si es por Orden del Magistrado): añádase á esto las muchas necesidades que ocurren, y el no poder entonces contar mucho sobre los amigos, parientes, y conciudadanos, por la dificultad é imposibilidad del comercio; de modo que al verse rodeados de tantos males suyos y ajenos, unos se vuelven casi locos, y otros se mueren, aun sin ser tocados de la peste”.
[1] En el ‘Tratado del gobierno político de la peste’ (ver Bibliografía) se dice lo siguiente: “Hay también quien cree pueden ser útiles los tiros de Artillería, escribiendo Levino Lemnio que la ciudad de Turnai fue con los frecuentes tiros de la misma libertada en poco tiempo de una terrible peste, por el movimiento y el olor impreso por ellos en el aire. Sea lo que fuese, es muy cierto que la pólvora quemada con las debidas precauciones es un perfume de suma energía y utilidad para las es de universal e increíble auxilio para las casas; pues el azufre es de universal e increíble auxilio para preservar del contagio, y para purificar los muebles y perfumar las habitaciones, por lo que es menester hacer una grande provisión de dicho mineral, y confiar mucho en su virtud en tiempo de peste«.
[2] En el año 1199 se declaró una epidemia de peste en Córdoba, los galenos árabes, siguiendo las enseñanzas de Averroes (1128-1198), mandaron oler frecuentemente a la población orines de machos cabríos en tiempos de contagio, paseando por la ciudad manadas de ganado vacuno y lanar, con el objetivo de esparcir, con la agitación, el olor con el ejercicio de estos, y atraer en sus pieles las partículas pestilentes sustentadas en el aire que posteriormente las trasportaban al campo para que se disiparan. Igualmente, con la misma finalidad, los sármatas, de origen persa, mataban perros y gatos hasta que se descomponían, intentando con el hedor de la podredumbre aplicar un antídoto a su veneno. En Inglaterra, en época de Carlos II, tras una epidemia de peste en la ciudad de Londres, y por dictamen de los médicos, se mandaron abrir todas las cloacas de la ciudad, diciendo posteriormente que esta desapareció después de haberse llenado el aire de olores hediondos. Joaquín de Villalba (ver bibliografía), pág. 29 y 30 de su tratado.
[3] Más explícito sobre la eliminación de los perros y los gatos era Luis Antonio Muratori (ver Bibliografía) al decir: “Por esto en tiempo de peste conviene remediar el daño que pueden causar los perros y gatos, llevando en su piel á las casas y personas sanas la infección recogida en otra parte, como nos lo aseguran Marsilio Ficino, Guillermo Grattarolo y otros. Por lo que suelen las ciudades bien gobernadas publicar entonces Edictos para que se maten los citados animales; y en otras se ha pagado alguna vez doce ó catorce reales por cada perro muerto; como fuese de otros. Debiéndose, sin embargo, observar que en el 1630, por haber muerto á tantos gatos en Padua, estuvo dicha ciudad y su territorio en los dos años siguientes, sujeta á una terrible cantidad de ratones: seria más seguro que solo se mandase que todos guardasen con cuidado, aun por propio bien, sus gatos y perros, dando facultad y orden de matar a los que saliesen de sus casas y vagasen por las calles y casas ajenas. Se puede usar más rigor con los perros de la ciudad, porque su vida regularmente importa poco al público, y seria necedad querer únicamente por lujo aventurar la propia vida y la ajena”.
[4] Decía Lavedan en su Tratado de las enfermedades epidémicas (ver Bibliografía): “El origen de la peste de Marsella dice Mr. Didier que se puede atribuir al clima, á la estación, al aire, á los vientos y a la esterilidad. El año de 1719 fue estéril de granos, de aceite y de vinos: los calores fueron excesivos, las lluvias continuas sobrevinieron á los calores del estío, y los vientos del ouest soplaron con violencia. Estos desórdenes, según Mr. Didier, causaron en los cuerpos el miasma que inficionó la ciudad de Marsella. Los alimentos y la abundancia de malas frutas la hicieron aparecer y multiplicarse: en este mismo año muchísimas personas murieron de peste, ó á lo menos los accidentes que ellas experimentaron eran los síntomas de las fiebres pestilenciales”.
[5] Sobre el aceite de oliva y su cualidad preservante contra la peste contaba lo siguiente: “Ahora expondremos, dice Mr. Desgenettes, algunas pruebas reunidas sobre la eficacia del aceite.
En un año en que la peste se llevó en el Egipto alto y bajo un millón de hombres, no hubo ejemplo que ningún aceitero fuese acometido de esta enfermedad: lo mismo se observó en Túnez, y de allí nació la primera idea de emplear el aceite como preservativo y como remedio.
En 1793 veinte y dos marineros Venecianos estuvieron durante veinticinco días enteros en una pieza húmeda de un cuarto bajo con tres apestados que murieron: la untura con aceite salvó á los demás.
En el mismo año tres familias de armenios, la una de trece personas, la otra de once, y la tercera de nueve, se valieron del mismo medio: trataron á sus parientes apestados, y no contrajeron el contagio aunque dormían en las mismas camas, y tenían, por decirlo así, continuamente entre sus brazos á aquellos infelices.
En 1794 una pobre mujer estuvo encerrada en un cuarto con trece apestados: tuvo cuidado de ellos, y mediante las unturas (de aceite) quedó libre del contagio.
Una familia de Raguseos tuvo el mismo año dos apestado: sé bañó casi en el aceite, y quedo libre de todo mal.
Finalmente, en el día es este un uso aprobado y generalmente seguido en Esmirna.
En seguida de estas observaciones se hallan aun algunos avisos que tratan particularmente de la necesidad de administrar prontamente las fricciones con aceite á los apestados; cinco ó seis días de atraso hacen este medio enteramente inútil”.
[6] En el año de 1650 hubo peste en Murcia, y para evitar que se contagiase Madrid, se mando poner a cada puerta un consejero de los diferentes consejos supremos, un regidor de la villa, un vecino de Madrid, un escribano y un alguacil para que no permitiesen entrar a nadie que pudiese traer el contagio. Después paso la peste a Sevilla, y se aumentaron las precauciones poniendo patrullas de a caballo en toda la circunferencia para que no se acercase ninguna persona sospechosa. En el año de 1597 hubo en Madrid un principio de peste y se mandaron enterrar fuera unos cadáveres, apestados: cuatro sepultureros encargados de esta operación les quitaron los vestidos para aprovecharse de ellos, y el Conde de Miranda, Presidente del Consejo, los mandó ahorcar.
[7] Leer mi trabajo en http://www.historiacocina.com/es/tag/reglamento-de-sanidad
[8] En la peste de Marsella se vestían los médicos de tafilete de arriba abajo poniéndose botas de lo mismo, cubrían toda la cabeza con esta misma piel dejando los ojos dos cristales, y en frente de la nariz sobresalía para la respiración como otra nariz muy grande puesta en la máscara, la cual llenaban de plantas aromáticas: creemos que será mejor el uso del hule de otro cualquier encerado.
Bibliografía:
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Estiche, Joseph: ‘Tratado de la peste de Zaragoza en el año 1652’. Edit. Imprenta Diego Zabala. Pamplona 1655.
Hernández de Larrea, Juan Antonio: ‘Epidemiología española o historia cronológica de las pestes y epizootias’, Tomo I. Imp. Fermín Villalpando. Madrid 1803.
Lavedan, Antonio: ‘Continuación de las enfermedades epidémicas, pútridas, malignas, contagiosas y pestilentes’, Cuarta parte, Tomo II. Imprenta Real, Madrid 1802.
Mata Ripollés, Pedro: ‘Refutación completa del sistema del contagio de la peste y demás enfermedades epidémicas en general’. Imprenta Pablo Riera. Reus 1834.
Mercado, Miguel. Traducción del toscano de Baltasar Vicente de Alhambra Infanzón: ‘Instrucción sobre la peste’. Zaragoza 1647.
Muratori, Luis Antonio. Original en italiano y traducción anónima. ‘Tratado del gobierno político de la peste, y del modo de precaverse de ella’. Edit. Francisco Magallón. Zaragoza 1801.
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Plenck, José Jacobo: ‘Toxicología, o doctrina de venenos y sus antídotos’. Traducción del latín de Antonio Lavedan. Imprenta Fermín Villalpando. Madrid 1816.
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Villalba, Joaquín de: ‘Epidemiología española, o Historia cronológica de las pestes, contagios, epidemias y epizootias’. Tomo I. Imprenta Fermín Villalpando. Madrid 1803.