Las culturas del Mediterráneo somos herederas de una larga tradición, casi obsesión cerealística que lleva milenios en marcha. Desde su cuna en el Oriente próximo, poco podían imaginarse los antepasados salvajes de la cebada, de los trigos o del centeno, que terminarían por dominar buena parte del mundo.
Son infinitamente versátiles, capaces de encarnarse igual en un plato de macarrones que en una crêpe o un chapati, tanto les da un plato de gachas o una hogaza de pan.
Bueno, igual igual, no.
Pues los cereales no nacen todos iguales ante los fogones, y no todas las recetas les calzan a la perfección—o, como mínimo, los resultados no se parecen demasiado.
(si alguien lo pone en duda, puede probar una rebanada de pan de centeno, y otra de pan moreno; vuestro paladar os cantará las diferencias a voces).
A partir de ahí, cada cultura ha construido su propia idea de gastronomía sobre la realidad de los cereales que tenía a su disposición. Ha decidido qué cereales eran dignos de ser comidos, y cuáles no eran más que forraje para bestias. Ha diseñado jerarquías sociales, y asignado a cada una de ellas unos alimentos propios y característicos, o bien distintos modos de preparar los mismos alimentos. Sigue leyendo