Hera, nunca se tragó el horrible sapo de las múltiples veleidades de su muy poderoso y amado esposo, pero las aceptaba como algo inevitable; a través del tiempo había resistido estoicamente a las infidelidades de Zeus. En ese momento realizó un rápido recuento de los hijos que había tenido Zeus fuera del matrimonio: con Metis había procreado a la inteligente Atenea, con Temis había tenido a las ordenadas y diligentes Horas y a los traviesos Hados. Con Eurinome había tenido a las protectoras chicas de pelo gris, las Gracias. Con Deméter había tenido a Perséfone, la terrible reina del mundo subterráneo. Con Mnemosine había tenido a las Musas, las inspiradoras de las artes. Con Leto había tenido a los gemelos Apolo y Artemisa. El dios de la luz y la diosa de la luna. Con Dione a la bella Afrodita. Con la náyade Maya había tenido al fiel y creativo Hermes. Con Alcmena había procreado al forzudo de Hércules, Con Danae había tenido al valiente Perseo. Pero esta vez, Hera estaba segura que era distinta la situación, era necesario terminar radicalmente con esa patraña de la absurda promesa a esa insípida rubia y mortal, llamada Sémele. * Como Hera podía transformarse a voluntad, tomó la apariencia de Beroe la nodriza de Sémele y le dijo que debía guiarla a una nueva y romántica cita con su amado en el palacio real. La princesa actuó impulsivamente y acudió a la cita desprotegida y presurosa. Minutos después, Sémele estaba desnuda, cubierta de flores, perfume de jazmín y adornada sólo con una diadema de esmeraldas como le gustaba a Zeus. Esperaba expectante a su amado, recostada en un diván, cuando apareció Hera con su verdadera apariencia y concentró toda su ira en una mirada fulminante que lanzó como un rayo hacia su rival y una inmensa lengua de fuego cubrió de llamas a la bella tebana. En ese mismo instante, cuando Zeus estaba presidiendo un consejo divino, le sobrevino un intenso dolor en el pecho, en el mismo centro del corazón, era como un amargo presagio, - sabía de siempre que algo malo podía suceder, - se levantó violentamente y corrió hacia donde su intuición le señalaba. Lo acompaña su hijo y amigo Vulcano para asistirlo si fuera necesario, ¡quien mejor que el dios del fuego! Pero llegaron tarde, se encontraron ante una dolorosa escena, sólo quedaban cenizas doradas de la que fue la más hermosa entre las hermosas, Sémele de Tebas. Vulcano se acercó hacia un objeto que brillaba con mayor intensidad, un especial botón, ¡era el embrión que Sémele había tenido en su vientre! ¡Un hijo de Zeus! Vulcano tomó delicadamente al pequeño ser y sin mediar palabras, con solo intercambiar una mirada con Zeus, supo lo que tenía quehacer. Vulcano infringió un tajo en el muslo izquierdo de su padre y colocó allí a su medio hermano para que terminara de crecer dentro de él y procedió a cauterizar la herida con un soplo que proporcionaría el calor necesario para hacer madurar a ese fruto de amor prohibido. Vulcano sabía lo que era ser rechazado, lo había sufrido en carne propia, de niño era muy feo y defectuoso de ambos pies, por lo que su madre Hera, sintiendo vergüenza por haber tenido un hijo deforme, le arrojó del Olimpo al Océano, de donde fue recogido por Eirinomo y Tetis y escondido en una caverna subterránea, donde vivió nueve años, modelando durante este tiempo gran número de obras de arte, como el famoso escudo de Zeus, las armas de Aquiles, el cetro de Agamenón y entre ellas un trono de oro, con cadenas invisibles, que, con el propósito de vengarse, envió a su madre como regalo. Hera al sentarse en él, quedó instantáneamente encadenada, de tal forma que nadie pudo liberarla, por lo que se resolvió pedir a Vulcano que regrese a la corte real para ayudar a su desamorada madre. Desde el día del retorno, Zeus no sólo fue un padre condescendiente sino que desarrolló con el hábil dios una sólida amistad, que sabía le podría ser muy útil algún día. En las siguientes semanas no se habló del incidente de Sémele en la corte real, Zeus pensó que era la mejor manera de proteger su gran secreto de amor - la existencia de un hijo prohibido -. Pasó un día y otro día, un mes y otro mes, hasta que llegó el día que debería nacer Dionisos, el fruto de ese inmortal amor. Fue un alumbramiento simbólico, frente a un altar natural cubierto de madreselvas, jazmines y lirios, sólo asistió Vulcano a la ceremonia, quien cogió al niño y lo depositó en el florido altar envuelto en una manta de hilos de oro, mientras procedía a curar con sus prodigiosas manos el muslo desgarrado del rey de los cielos.* En ese momento llegó a la escena un sorprendido Hermes, que había sido convocado por su padre en ese escondido paraje del bosque. Hermes era el otro hijo predilecto del rey del cielo. Su inventiva, sagacidad y simpatía le habían hecho ganar el Cayado de Oro que poseía como el Heraldo de los Dioses. También por sus muchas virtudes se había convertido en el dios de la fertilidad de los campos y de la música. Zeus mira profundamente a los ojos de su hijo Hermes, mientras depositaba al niño en sus brazos y le pide que cuide a su hermano, le explica brevemente por qué no podía quedarse en la corte del Olimpo, que su vida correría peligro y él no podía protegerlo todo el tiempo y que confiaba plenamente en que él sabría qué hacer y cómo educarlo sin revelarle su verdadera identidad. Dio una última amorosa mirada al pequeño Dionisos y partió junto a Vulcano hacia la eternidad de sus tareas reales. |