HISTORIA DEL CANIBALISMO EN AMÉRICA, LUGAR DE GRANDES BANQUETES DE CARNE HUMANA. CAPÍTULO I

Estudio de Carlos Azcoytia
Septiembre
2007

   Siempre me sorprendió la doble moralidad que hemos tenido de los españoles, y en definitiva casi todo los países del área cultural europea, cuando aplican una doble vara de medir según interpretan razonamientos y derechos ya sea en provecho propio o de aplicación a ‘los otros’.

   Cuando Hernán Cortés y sus hombres llegaron a Méjico en 1519 se encontraron con una sociedad que sacralizaba, desde el estado, el sacrificio humano y la posterior ingestión de los inmolados y que a la postre era un aporte de proteínas importante en la dieta de los aztecas. Claro está que los hispanos siempre tuvieron una amnesia genética digna de estudio, ya que en el mayor imperio civilizado de la época su tribunal de la Santa Inquisición, en ese mismo momento histórico, se dedicaba con ilusión a quebrar huesos, descuartizar personas vivas y ahumar cuerpos humanos con el pretexto de que eran herejes o practicantes de brujerías, incluso castigando los amores ilícitos. La última persona quemada en Sevilla, en la plaza de San Francisco (en el corazón de la ciudad), fue una mujer que había sido infiel a su marido, en aquellos tiempos eran como una propiedad, a las mujeres me refiero, y fue su propio esposo el que prendió fuego a la pira que la consumió.

   Pero volviendo al tema del canibalismo, motivo de este estudio, fueron los españoles los que por primera vez observaron como la carne humana era motivo de aprecio gastronómico entre la población de Centroamérica. Los testimonio oculares de Hernán Cortés y Bernal Díaz no dejan duda de la voracidad de los dioses aztecas, que pedían insaciablemente corazones humanos y bebían sangre, las cuales les eran ofrecidas solícitamente por los sacerdotes para evitar el enfurecimiento de estos.

   Imagino la cara de sorpresa de los españoles cuando Moctezuma los invitó a subir los 114 escalones de los inmaculados templos gemelos de Uitzilopochtli y Tlaloc y descubrieron en su azotea los altares de sacrificio y vieron con sus propios ojos como quemaban tres corazones de indios que habían sido inmolados ese mismo día. El lugar de la carnicería lo describen de la siguiente forma: “Las paredes y el suelo estaban tan salpicadas e incrustadas de sangre que aparecían negras y todo el lugar apestaba de modo detestable... el hedor era tal que apenas podíamos esperar el momento de salir de allí”.

   El sacrificio es contado por Fray Diego Durán (1537-1588) en su libro ‘Historia de las Indias de la Nueva España e islas de tierra firme’ con estas palabras: “Los cinco sacerdotes entraban y reclamaban al prisionero que se encontraba en el primer lugar de la fila. Llevaban a cada prisionero hasta el sitio en el que se encontraba el rey y, después de obligarlo a ponerse de pie sobre la piedra que era la figura y el retrato del sol, lo tumbaban boca arriba. Uno lo cogía del brazo derecho y otro del izquierdo, uno lo cogía del pie izquierdo y otro del derecho y un quinto sacerdote le ataba el cuello con una cuerda y lo sujetaba para que no pudiera moverse.

   El rey elevaba el cuchillo y luego le hacía una gran incisión en el pecho. Después de abrirlo, extraía el corazón y lo elevaba con la mano como ofrenda al sol. Cuando el corazón se enfriaba, lo arrojaba en la concavidad circular, cogía un poco de sangre con la mano y la rociaba en dirección al sol”.

   No siempre se sacrificaban enemigos en estos altares, en los tiempos de escasez también eran sacrificados esclavos o incluso mujeres que representaban el papel de la diosa Uixtociuatl, como hemos podido comprobar en la lectura del Códice de Dresde en su libro XVI.

   La arquitectura escalonada y tan vertical tenía una misión muy específica, la de hacer rodar los cuerpos hasta su base y así evitarse el transporte de los cuerpos desde una altura tan incómoda.

   Pero no sólo los aztecas hacían en América sacrificios humanos, la costumbre venía de antiguo, los toltecas y los mayas ya la practicaban, incluso los iroqueses competían entre ellos para comerse el corazón de los prisioneros valientes y con ello poder adquirir sus bríos y virilidad en el arte de la guerra.

   Tenemos el relato de un testigo ocular del siglo XVI, el marino alemán Hans Staden que naufragó en las costas de Brasil, en el que narra como un prisionero de guerra es llevado atado por la cintura hasta la plaza central del poblado mientras era insultado  y maltratado por las mujeres, las cuales pintadas de rojo y negro portaban vasijas ornamentales en las que cocinarían la sangre y las entrañas de las víctimas.

   Había veces que al sacrificado tenía la oportunidad de defenderse, para lo cual se le daba un garrote y era atacado por cuatro guerreros hasta que lo vencían. Una vez que era sometido le daban un golpe certero en la cabeza, las ancianas corrían a beber la sangre tibia del desgraciado y hasta las madres empapaban sus pezones en sangre para que sus pequeños hijos la probaran en una orgía festiva y tétrica. Posteriormente su cuerpo era troceado y preparado a la parrilla, la cual era comida en un ritual por todo el pueblo y las viejas chupaban hasta la grasa que caía por las varillas que formaban el armazón del asador.

   Algo parecido nos cuentan los misioneros jesuitas en el siglo XVIII en las tribus de los Hurones en Canadá, la victima fue un iroqués que había sido capturado mientras pescaba en el lago Ontario. Evitaré, por no revolver el estómago del lector, el contar el ensañamiento que hubo con el prisionero antes de que por fin muriera. El final del ritual fue cortarle la cabeza la cual arrojaron a la multitud, y el agraciado que la cogió la llevo solícito al jefe de la tribu, el cual dio buena cuenta de ella una vez cocinada, hay que tener presente que los sesos eran una de las partes más preciadas del cuerpo, el resto fue alimento de todos a la parrilla, incluso al día siguiente, a la partida de los jesuitas, contaron se encontraron a un hombre que llevaba una brocheta con la mano del pobre desgraciado. 

Los españoles tampoco fueron vegetarianos.- 

   Se dieron muchos casos de canibalismo por parte de los españoles debido a las penurias alimenticias que pasaron, aunque también los hubieron que le tomaron gusto a la nueva dieta y que tuvieron que ser amonestados por su glotonería, como veremos más adelante.

   En el primer lugar donde he encontrado referencias a la antropofagia es en ‘La Historia General de Indias’ escrito por Francisco López de Gomara, concretamente cuando cuenta la historia de Diego de Nicuesa y su conquista de Veragua en la cual nos habla del hambre que pasaron con las siguientes palabras: “Comieron en Veragua cuantos perros tenían, y hasta alguno hubo que se compró en veinte castellanos, y hasta allí a dos días cocieron la piel y la cabeza, sin tener en cuenta que tenía sarna y gusanos y vendieron la escudilla de caldo a un castellano. Otro español guisó dos sapos de aquella tierra, que acostumbraban a comer los indios y los vendió tras grandes ruegos a un enfermo en seis ducados”.

   Hasta aquí el hambre de los españoles, una delgada frontera donde el morir o sobrevivir es una decisión importante y donde algunos optaron por lo segundo, de modo que leemos más adelante lo siguiente: “Otros españoles se comieron un indio que encontraron muerto en el camino donde iban a buscar pan, del cual hallaban poco en el campo, y los indios no se lo querían dar”.

   Estos pobres desdichados fueron evacuados a los tres años, antes que todos murieran de hambre.

   Pero no escarmentaron los españoles en Varagua, en el año 1536, el madrileño Felipe Gutiérrez pidió la gobernación de Veragua, por decir que su río era rico y como los gobernadores estaban ávidos de riquezas no dudaron en dar de nuevo permiso para la conquista de aquellas tierras. Partió, el tal Gutiérrez, con cuatrocientos soldados, los cuales casi todos murieron de hambre y miseria. Gomara cuenta que tras comerse de nuevo todos los perros y los caballos, y a falta de proteínas, decidieron que era una pena desperdiciar los cuerpos de sus compañeros que morían y con el pensamiento de que ‘aquello que ha de ser alimento de gusanos mejor lo comen los cristianos’, comenzaron una nueva dieta gastronómica que, por lo que ocurrió posteriormente, no debió ser mala para los gourmets expedicionarios. Gomara escribe lo siguiente: “Diego Gómez y Juan de Ampodia de Ajofrín se comieron un indio de los que mataron, y luego se juntaron con otros hambrientos, y mataron a Hernán Darias, de Sevilla, que estaba enfermo, para comer”.  Aquello debía estar rico porque más adelante sigue: “Un día se comieron a un  tal Alonso González, pero fueron castigados por esta inhumanidad y pecado”. Y es que no es lo mismo comerse a un indio, o incluso un español que estaban previamente muertos, o casi, que mirar a un compañero de expedición con ojos saltones y la baba caída y decirle: “estás para comerte” si no es con pretensiones puramente sexuales.

   El mismo López de Gomara cuenta que en la expedición de Pánfilo de Narváez, que se perdió en Méjico, en concreto en la tierra de los Jaguacez, los españoles a la hora de comer siempre tenían la incertidumbre de cómo iban a participar en el banquete, si como comensal o como alimento en sustitución del lechón asado, lo cual creo que debió crear muchas suspicacias en todos aquellos que eran mirados más de la cuenta o que veían que de repente eran populares entre la tropa y se sentían sobados por sus mollas.

   En concreto narra, con nombres y apellidos, los nombres de los platos que se sirvieron de la siguiente forma: “En una isla que llamaron Malhado, y que mide doce leguas y está a dos de tierra, se comieron unos españoles a otros, los cuales se llamaban Pantoja, Sotomayor y Hernando de Esquivel, natural de Badajoz; y en Jambo, tierra firme cerca de allí, se comieron así mismo a Diego López, Gonzalo Ruiz, Corral Sierra, Palacios y a otros”, suponemos que esos “otros” sólo servirían de entremeses.

Ésta es una primera aproximación, dentro de una serie que siempre quise escribir, sobre el canibalismo dentro de todas las culturas y sus distintas formas que lo han diferenciado y que fueron la dieta alimenticia durante muchos años en casi todos los pueblos del mundo. 

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