Historias gastronómicas de Argentina. Los placeres de los frailes
Estudio de
Roberto L. Elissalde
Mayo 2009
Los testimonios de los viajeros, que son una fuente inagotable y preciosa de conocimiento. Marinos, militares, comerciantes, científicos, o simplemente turistas... fueron actores o testigos de hechos trascendentales de un país. En muchos casos retrataron con fidelidad fotográfica, a veces azorados, la vida cotidiana que se desplegaba frente a ellos. A fines de junio 1806 los ingleses invadieron Buenos Aires. En septiembre llegó a Londres el tesoro (el que el famoso virrey Sobre Monte no pudo salvar). Para entonces ya nuestra ciudad había sido reconquistada, pero también llegaron al Río de la Plata los refuerzos enviados para sostener la ocupación. Sorprendidos los ingleses por el revés militar, sus tropas, intentaron tomar Montevideo, cometido que lograron en febrero del año siguiente. En 1808 apareció en la imprenta de J. J. Stockdale de Londres un libro titulado: Notes on the Viceroyalty of La Plata in South America with a skeetch of the manners and carácter of the inhabitantes collected during a residence y the city of Montevideo by a gentleman recently returned from it. To which is added a history of the operations of the british troops in that country, and biographical and military anecdotes. Ilustrated with a portrait, amp and plans. (Notas sobre el virreinato de La Plata en América del Sur con un bosquejo sobre el carácter de sus habitantes, recogidos durante su estadía en la ciudad de Montevideo, por un caballero hace poco llegado de allí. A la cual se suma una historia de las operaciones de las tropas británicas en aquella ciudad, y anécdotas biográficas y militares de los principales oficiales involucrados en las diferentes expediciones)[1]. La obra de autor anónimo según algunos estudios recientes permite suponer que se debe a la pluma del general Sir Samuel Auchmuty. Aunque sin poder asegurarlo, no hay duda que se trata de un militar, hombre de cultura, que logró volcar en esas páginas sus experiencias en la capital oriental. A consecuencia de las heridas recibidas en la toma de Montevideo, falleció un oficial inglés que fue sepultado en el jardín del convento de los franciscanos; por esa razón el autor concurrió a la capilla, donde observó la curiosidad y asombro de los presentes en ese primer funeral de “herejes” que se hacía en un recinto sagrado. El superior de la comunidad, padre Campana, que lo acompañó al finalizar el oficio fue llamado a confesar y dejó al huésped con otros frailes, “muy atentos y serviciales y para nada pulcros”, que lo obsequiaron inmediatamente con cigarros confeccionados con tabaco de Paraguay, “no tan fuertes como los de La Habana, sino de sabor suave y agradable”. Al rato volvió el superior y lo llevó a un jardín interior del convento donde le ofrecieron “un vaso de caña, o ron del Brasil, del tipo más ardiente y fuerte. Bebí un poco, mezclándola con agua, mientras ellos la saboreaban sin adulterarla. Los españoles son muy aficionados a este licor, y aunque no lo toman en exceso a menudo, siempre lo beben puro”. Mientras tanto uno de los frailes ubicado cerca del visitante “se entretenía en atrapar a esos pequeños bichos que se dice pulularon tanto en Egipto y que siguen siendo íntimos amigos de la raza humana, No puedo decir con exactitud cuántos de esos miserables insectos fueron a morir entre las uñas de sus pulgares”. El inglés decidió según sus propias palabras, ante ese espectáculo hacerse humo, con la aprensión de transportar en sus espaldas una colonia entera de esos animalitos. Finalmente debió acceder a una invitación del superior a comer en el convento con un amigo. Habitualmente los padres comían a las doce, pero se reunieron a las cuatro acomodándose al horario de los agasajados. El cronista anotó con ironía que por la demostración “que nos hicieron tanto de su apetito como de su gastronomía, no parecería que corran peligro de arriesgar la salud haciendo ayuno o que caigan a menudo en el vicio de la frugalidad” . Prueba de esto es que sirvieron “por lo menos treinta comidas distintas, o más bien diferentes platos, que hacían su aparición de a uno por vez. A la entrada de cada uno de ellos, un grito de regocijo recorría la mesa. Aunque ya definitivamente atiborrados a la tercera fuente, mi amigo y yo nos sentimos obligados a comer, o al menos degustar cada uno de los platos”. Reconoció el agasajado que “la repostería era excelente y que los frailes parecían ser tan versados en la noble ciencia de la cocina como si el tratado de Glasse hubiera constituido el único objetivo de sus estudios y meditaciones”. Entre la variedad de platos exquisitos, se destacaba un inmenso cerdo que había sido completamente deshuesado y en los “huecos donde alguna vez huesos habitaron, resaltaban rellenas como burlándose especias y otros compuestos aromáticos, cuya naturaleza no pude, por no ser un sibarita, ser capaz de admirar”. El segundo lugar se lo ganó un armadillo o mamón con armadura, un peludo “estimado por los comensales como plato de gran lujo” y asado con cuero. “o sea las costillas de carne asadas con el cuero y los pelos del animal, que según algunos sobrepasa en delicadeza a todas las otras invenciones humanas”. Semejante banquete no era para digerirlo con agua bendita, y el invitado asentó: “los monjes tenían vinos de diferentes clases, a los que hacían sin duda justicia”. Terminada la comida quitaron el mantel, ya eran cerca de las siete de la tarde, y “el espíritu de estos santos hombres comenzó a elevarse y sus ojos a brillar al brioso paso de la botella”. En medio de este correr de copas, se abrió una puerta del refectorio y “apareció un músico que nos obsequió con varias canciones que acompañaba con su guitarra” a quien acompañaba un fraile con un buen timbre de voz, a los que pronto se unieron los demás curas en coro. Quizás el vino hizo pensar a los dueños de casa, que si los ingleses se quedaban, bueno era agasajar a los huéspedes y para que no tuvieran duda se tocó la melodía “Dios Salve al Rey”. Pero también los padres entonaron otras canciones que “no se distinguían precisamente por su carácter delicado. O al menos no eran las que uno esperara escuchar en los recónditos lugares de un claustro entonadas por una congregación de frailes”. Estas composiciones hicieron pensar a nuestro invitado por los aplausos que merecían “que los pensamientos de estos hombres de fe no estaban enteramente sujetos a los asuntos celestiales”. Así entre “los efluvios del vino y las nubes de humo de tabaco”, cerca de las doce de la noche los invitados, decidieron partir, temerosos de “que si nos demorábamos más, correríamos el peligro de convertir en tortuoso el camino de vuelta a casa, si es que íbamos siquiera a ser capaces de encontrarlo”. No pudieron emprender el escape sin ser abrazados por todo el personal del convento, que a esas horas se había vuelto excesivamente cariñoso. Y así en medio de la noche oscura, apenas iluminada alguna esquina por un débil candil de sebo, los ingleses volvieron al cuartel. Al día siguiente el toque de diana los iba a despertar para cumplir con las obligaciones militares, pero la digestión por la ingesta sólida y líquida a la que los habían sometido los frailes, no aceleraría su proceso por más que tronaran los clarines del cuartel, cuando despuntaba el sol. [1] FUNDACIÓN PRUDENCIO VÁZQUEZ Y VEGA. Invasiones Inglesas. Crónicas anónimas de dos ingleses sobre Montevideo y Buenos Aires. Ediciones El Galeón. Montevideo. 2006. |