Formas de comportarse en la mesa según Giovanni della Casa (1503-1556) en su obra Galateo.

Estudio de Carlos Azcoytia
Agosto 2007

 

Para mucho lectores el nombre de Giovanni della Casa puede no decirle nada, es algo natural, no todo el mundo debe de recordar o saber de la vida y obra de todos los que vivieron antes que nosotros, sobre todo si no cambió la historia, al menos de forma ostentosa, por lo que en primer lugar sugiero que lea esta pequeña biografía que he preparado, con la convicción que, independientemente de pasar un rato agradable, saldrá un poco más perplejo, por decir una palabra suave, de la complejidad de la iglesia católica en el siglo XVI y de los elementos que la componían, todos ellos muy alejados de las doctrinas que supuestamente defendían y que, pese al mundo materialista y corrupto que vivimos hoy, puedo decir que fue un lugar detestable e inmoral.

Nuestro hombre, Giovanni della Casa, nace el 28 de junio de 1503 en un lugar de Italia en el que todavía nadie se pone de acuerdo, pero que, por aproximación, unos dicen que fue en Roma, otros en Florencia y otros en Bolonia, aunque los hay que apuestan por Mugello en la Toscana, dentro de la provincia de Florencia, ya que de allí era el lugar de origen de su familia.

Nacido a los cuatro años del casamiento de sus padres, que a la sazón se llamaban Pandolfo y Lisabetta, tuvo cuatro hermanos, tres hembras y un varón menor que el.

De su niñez se sabe poco, a ser sinceros no se sabe nada, sólo que quedó huérfano de madre a la edad de siete años, pero por el contrario conocemos que estudió derecho, me refiero a la carrera y no a la postura del cuerpo, profesión que no ejerció ya que su nombre no figura entre los laureatis de la época. Por el contrario se sabe que en Florencia y en Bolonia conoce a famosos latinistas que le encauzan por la poesía latina y entre traducción y traducción nuestro hombre, buscando el amor de madre que no tuvo, se cobijaba entre los pechos de la primera que se le pusiera a tiro, como bien dice un biógrafo suyo con estas palabras: “Es munífico y atento con las mujeres que viven en Roma, que consolaban su celibato, y no las olvida ni siquiera en la distancia”, claro está que estas señoras de las que habla son casi todas putas, como fue el caso de una tal Ángela del Moro, según otro biógrafo, la cual “fue bastante sacudida estas noches con un látigo por no sé qué soldados, de modo que la señora Ángela, dudando de que se repitan semejantes asaltos se ha ido a Nápoles, y entre la Marquesa que las convierte y éstos que las pegan, no han quedado más que mujerzuelas, tanto que es una vergüenza”.

Para no cansar al lector con esta biografía iré afinando en lo importante de su vida, que fue algo movida, centrándome tanto en la época que le tocó vivir como en su trayectoria profesional.

Tanto della Casa como sus amigos se podrían considerar hoy como unos contestatarios de la época, ejerciendo una libertad sexual que, dicho en plan metafórico, era como la de los vagones de los trenes, lo mismo enganchaban por detrás que por delante, siendo mujeriegos, homosexuales y para más asco también pederastas, todos estos hechos contrastados históricamente, sumando a esto la pequeña medida y lo esmirriado de su pene, según reconoce el mismo en su obra ‘An uxor’ en la que confiesa que sus atributos no eran muy satisfactorios para la lujuria castrante de las mujeres, todo un encanto de hombre.

Pero no todo iban a ser críticas a nuestro biografiado, ya que en 1537 es nombrado clérigo de la Cámara Apostólica por el Papa Pablo III y en pocos años, dadas ‘sus virtudes’, alcanzaría cargos importantes dentro de la iglesia católica. En 1540 el Papa le nombra comisario de los diezmos y en 1544 fue nombrado nuncio en Venecia (en realidad fue nombrado arzobispo de Benevento pero residía en Venecia), toda una carrera meteórica gracias al currículum que se había labrado en su pasado, porque aparte de ser todo lo que sabemos también sabía escribir bien y era ambicioso.

Claro está que en Venecia no era feliz porque echaba de menos a la señora Clelia que había dejado en Roma y de la cual profesaba un amor apasionado; dispuesto a combatir ese sentimiento malsano ¿que mejor qué retirarse a Murano en compañía de otra señora que le ayudara a olvidarla?, o como dice el refranero español, ‘la mancha de mora con otra verde se quita’. En efecto, la susodicha era otra puta llamada Hipólita con la que tuvo un retoño en 1550 y que, tras el parto, le compró el hijo para educarlo en casa de unos amigos, tras lo cual toma un año sabático y se dedicó, tras retirarse de la vida pública por cuestiones políticas y de salud (tuvo que curarse una enfermedad venérea transmitida por otra puta, en esta ocasión española), a la familia y las relaciones sociales.

Es en 1553 cuando escribe la obra que nos tiene aquí, su Galateo, entre otras.

En 1555, tras la muerte del Papa Marcelo II, es elegido primer secretario del nuevo Papa Pablo IV, cargo del que disfrutó poco, ya que el 14 de noviembre de 1556 muere este ‘santo hombre’ en Roma como consecuencia de gota, disentería y fiebres, siendo enterrado con todos los honores en la iglesia de Sant’Andrea della Valle que para eso había trabajado para la iglesia y se arrepintió de todos sus pecados en el último momento, o como se dice en España: ‘que le quiten lo bailado’. Su herencia fue a la familia aristocrática Quirini, que había criado a su hijo, que por cierto se llamaba Quirino, el cual también recibió su parte de la legítima junto con los sobrinos de della Casa.

Tras esta pequeña biografía debemos pasar a la obra en cuestión conocida como Galateo, pero que en realidad su nombre completo y verdadero es: “Tratado de micer Giovanni della Casa, en el cual, bajo la apariencia de un viejo ignorante que instruye a un muchacho pariente suyo, se razona sobre las formas que se deben guardar o bien evitar en el trato diario, titulado Galateo o de las costumbres”, para que después se me critique lo largo de los enunciados de mis artículos.

En realidad este tratado, como el lo llama, es un librito de urbanidad que en algunos pasajes me hizo reír y que fieles a lo enunciado sólo trataré de exponer todo lo relativo a la mesa y la comida.

Fiel a su forma de ser, estilo rebelde sin causa, cuenta en primer lugar una amonestación que tuvo por parte de un obispo que finamente le había dicho que era un guarro comiendo con estas palabras: “Vos sois el más agraciado y el más cortés caballero que haya visto jamás; por eso, habiendo observado atentamente vuestras maneras y examinándolas una a una, no ha encontrado entre ellas ninguna que no sea agradable y digna de elogio, salvo un gesto discordante que vos hacéis con los labios y con la boca al masticar en la mesa con un extraño estrépito muy desagradable de oír”.  A lo que él en su libro se venga contestando de la siguiente forma: “Y bien, ¿qué creemos que hubiera dicho el obispo y su noble compañía a ésos que vemos a veces a guisa de puercos, todos con el hocico hundido en la sopa sin alzar nunca la cara, sin quitarle nunca el ojo, y mucho menos las manos, a la comida, y con ambos carrillos hinchados, como si tocasen la trompa o soplasen el fuego, no comer, sino engullir, los cuales, ensuciándose las manos casi hasta el codo, dejan perdidas las servilletas de forma tal que los trapos de las letrinas parecen más limpios?. Y muy a menudo con tales servilletas no se avergüenzan de secarse el sudor que, por apresuramiento y el exceso de comida, gotea y les cae por la frente, por la cara y por todo el cuello, e incluso limpiarse con ellas las narices cuando les viene en gana”.  Continuando diciendo que personas así no deben ser admitidas en la mesa del prelado, ni en ningún otro lugar.

Pasa  a continuación a hablar sobre los sirvientes y su compostura y aconseja que no deben rascarse la cabeza, ni ninguna otra parte de su cuerpo, así como poner las manos en parte de su cuerpo que esté oculta, y lo que es peor no ponerlas en el pecho o detrás, escondidas bajo la ropa como si se estuvieran tocando el culo. También aconseja que la servidumbre tenga las manos limpias y que los que sirvan los platos o escancien el vino que se abstengan de escupir, toser o estornudar.

En el supuesto que se tueste pan sobre las brasas o se hubiera puesto a asar algún alimento deben de abstenerse de soplar porque haya algo de ceniza, ya que según dice ‘no hay viento sin agua’ y que es mejor sacudir o quitar la ceniza de otra forma.

Para el anfitrión aconseja que nunca se enoje en la mesa, ni incluso de señal de enfado, ya que los invitados han sido llamados para estar contentos ya que “de la misma manera que ver a alguien comiendo agrios te da dentera, ver a alguien enojado nos turba”. Así mismo dice que no debe de contarse en la mesa, ni en las fiestas, historias tristes, ni se mencionen o recuerden plagas, enfermedades, muertos o pestilencias, ni ningún otro tema doloroso; antes bien, si alguien hubiese incurrido en semejante rememoraciones hay que hacerle cambiar de tema de forma suave y elegante.

Al final del libro es cuando se dedica verdaderamente a los modales en la mesa, en concreto en el capítulo XXIX y parte del XXX y donde vuelve a repetir que no debemos de rascarnos ni escupir y si no se puede remediar que se haga de forma decorosa. Aconseja no tomar los alimentos vorazmente y que por ellos produzca hipo o algún otro acto desagradable, igual que hace quien se apresura tanto que se ve obligado a jadear y resoplar.

Ahora transcribo algo verdaderamente curioso: “Igualmente no está bien frotarse los dientes con la servilleta y menos aún con el dedo, pues son actos repulsivos; y tampoco está bien enjuagarse la boca con vino y escupirlo a la vista de todos; ni es buena costumbre, al levantarse de la mesa, llevar el palillo en la boca a modo de pájaro que está haciendo su nido, o sobre la oreja, como los barberos”. Y ya para colmo de hilaridad recuerda que no debe llevarse el mondadientes atado el cuello, pues resulta extraño ver sacar semejante artefacto del pecho de un gentilhombre.

Dice que no está bien dejarse caer sobre la mesa, por lo visto en esa época era costumbre semejante desafuero, ni tampoco comer a dos carrillos. Ahora algo incomprensible para nosotros: “No hay que hacer demostración alguna por la que alguien dé a entender que le ha gustado sobremanera la comida o el vino, pues son costumbres de taberneros y borrachines”.

No es aconsejable dar consejos a los comensales sobre que deben de probar o comer porque nos parezca mejor ya que le quitamos libertad de elección y ofrecer algo de lo que tenemos en nuestro plato tampoco le parece bien, a no ser que el que ofrece sea de muy superior rango, ya que se puede dar a entender que el convite no es muy abundante en platos y no está bien repartido, puesto que a uno le sobra y a otro le falta y el señor de la casa se lo podría tomar como una ofensa, pero entra en contradicción cuando dice que no se debe de despreciar todo lo que le nos ofrezca, pues parece que se desprecia al que lo hace.

Atentos porque aquí hace una referencia a los españoles, a los que tanto odiaba, cuando comenta que no se debe invitar a beber o como se llama en vocablo extranjero ‘brindar’ porque si todos nos ponemos a brindar es ‘una dura prueba para las fuerzas del bebedor’.

Termina con la advertencia de que no debemos desvestirnos o lavarnos en público, menos mal, salvo cuando vayamos a sentarnos a la mesa, porque entonces es conveniente lavárselas a la vista de todos, aunque no tuvieses ninguna necesidad, para que quien come contigo en tu mismo plato esté bien seguro de ello, lo que me recuerda a un humorista que decía que el se lavaba una vez al mes la hiciera o no le hiciera falta.

Y ya para terminar decirle que este estudio forma parte de la serie que poco a poco estamos completando sobre la cocina en la Edad Media y el Renacimiento en Italia y en consecuencia en toda Europa.

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