Imagen del auténtico Vatel

Comenzamos esta crónica reseñando a Luis II, cuarto príncipe de Condé, que vivió entre 1621, fecha de su nacimiento en París, hasta 1686, cuando falleció en Fontainebleau. Fueron 65 años de fructífera y agitada vida, de los cuales 22 estuvo al mando de las tropas francesas. En 1643, a las órdenes del general Enrique de Turena, derrotó a los muy bravos tercios españoles en Rocroi, durante la larga guerra de los Treinta Años y podemos encontrarlo en otras brillantes victorias, como la de Friburgo (1644), Nordilingen (1645) y Lens (1648). La lista de sus méritos militares es larga y no necesita mayor explicación.

Referente a su vida política, diremos que fue también muy interesante. Basta con recordar su enfrentamiento con el regente, el muy poderoso Cardenal Mazarino, que lo encarceló durante un año, sin valer para la ocasión su parentesco cercano con el joven Luis XIV, el Rey Sol.

El noble Condé era rico, pero aparentaba más de lo que tenía, luciendo como su hogar al impresionante castillo de Chantilly en el Valle de l’Oise, cerca de París y entre otros detalles, por tener a su servicio al mejor, al más codiciado y fiel de los servidores. Administrador, anfitrión y cocinero, nos referimos a François Vatel.

Nuestro Chef era reconocido con el sobrenombre de “El Gran Vatel” y era famosa su pasión por el trabajo perfecto. Repetía que para ser un buen cocinero se requerían condiciones especiales, actitud y devoción, que exigía religiosamente a sus numerosos ayudantes.

Era el mejor cocinero de Francia y llevaba el título con una cierta altivez, luchando en su interior con una fuerte timidez de nacimiento. Le gustaba recibir la admiración del propio rey Luis XIV y de la reina María Teresa, pero la fama le ocasionaba emociones encontradas que guardaba muy en su interior.

La cumbre de su carrera profesional sería alcanzada durante la muy conocida y publicitada fiesta de los “Tres Días”, organizada en el palacio de Chantilly en 1671 en honor del Rey Sol y una selecta comitiva de dos mil invitados, es decir, toda la Corte de Versalles. Encargo más complicado y difícil... ¡Imposible!.

Y sobre todo por que su jefe, el príncipe de Condé, pensaba conseguir gran provecho de su inversión, en lo político y en lo económico, para lo cual tenía que lograr la completa satisfacción del rey. En la fiesta que el mismo monarca había sugerido, esperaba el anuncio público de un nuevo nombramiento como Comandante en Jefe del ejército francés, ante un posible conflicto con la “poderosa y molesta Holanda” y por supuesto algunas importantes prebendas de tipo económico que le permitieran salir de la bancarrota a la que había llegado. Entonces había que dejar “el resto” en la famosa fiesta y el encargo de “vida o muerte” recayó también bajo la responsabilidad de François Vatel.

Para la minuciosa organización de ese colosal y frívolo espectáculo teatral en Chantilly se empleó un ejército de profesionales, todos al mando del Gran Vatel. Programa de actividades, planos de ubicación, distribución de las habitaciones según el rango y sobre todo para la conveniencia sensual de los cientos de amantes que desearían cercanía y discreción. Un menú diferente para cada uno de los cinco servicios diarios. La adecuación de las cocinas y los almacenes, la coordinación con los proveedores, el entrenamiento a los servidores, la organización, la planificación, la administración, el control, es decir, de 18 a 20 horas diarias, día a día, semana a semana, y Vatel llegaba a la concentración absoluta para su único objetivo: el éxito perfecto.

La  obsesión inundaba los ambientes y crecía, cada día, cada hora, con la multiplicación de problemas por resolver, pequeños, medianos, imposibles y en la medida que avanzaba el calendario, Vatel iba perdiendo peso, pues literalmente no tenía tiempo ni para comer una “empanadilla” y a esta montaña de presión se sumaban los pedidos del príncipe de Condé, primero amables, casi suplicantes y que luego se fueron convirtiendo en veladas amenazas, subjetivas y luego directas y violentas.

Por otro lado llegaba un caudal inacabable de caprichos reales, misivas-órdenes de todo tipo, directamente desde Versalles, indicando “detalles extravagantes” sobre sabores, colores, flores, surtuouts (centros de mesa sugeridos por el rey), actividades, perfumes, vinos, juegos temáticos, espectáculos teatrales, y decenas de nuevos pedidos diarios: esto sí y lo otro no y lo de más allá tampoco. El Rey Sol era una máquina de pedidos diarios, contradictorios, absurdos, es decir, de todo para hacer picadillo el hígado del personaje de la más santa paciencia.

Días antes del magno evento llegó a la efervescente Chantilly una comitiva real, formada por nobles de Versalles, para verificar y sugerir detalles de último momento, y en el centro de esa delegación brillaba como el lucero del alba una impresionante mujer, la codiciada de cientos de nobles galanes, la futura favorita del rey  y en esa fecha “pupila” de la reina y su delegada personal, Anne de Montausier.

La joven Anna, que estaba acostumbrada a captar de inmediato el cien por cien de la atención masculina, se sorprendió al notar que el interesante, profundo y extraño hombre encargado de toda la organización, apenas había reparado en ella y al parecer no le prestaba la más mínima atención. Claro, Vatel tenía mil tareas todavía por resolver.

Pero esa situación no iba quedar así, ella tenía en su archivo de seducción mil ardides diferentes. Seleccionó al comienzo los más simples: largas sonrisas con hoyuelos en las mejillas incluidas, miradas furtivas, acompasado batir de inmensas pestañas, abierto el último botón del generoso escote y un poco del sándalo más embriagador del cercano y lejano oriente. Anne no necesitó más, cogió al “pequeño” Vatel con las defensas bajas, por el cansancio y la preocupación, y en menos de lo que canta un gallo estaba rendido ante los encantos de tan singular dama.


La inmensa carga de trabajo, los problemas por resolver, las palpitantes preocupaciones, dudas, temores y angustias quedaron atrás frente a la posibilidad primero y realidad después de disfrutar de tan sensacional ejemplar, pura pasión, delicia de mango, néctar de los dioses, el sueño de una noche de verano y de invierno también. Cuando Vatel despertó de ese torbellino maravilloso estaba feliz y exhausto después de una larga cabalgata, sin bridas y sin estribos, por las praderas del edén.

Sonaron las campanillas de los mil relojes del castillo de Chantilly y lo devolvieron a la realidad, al día siguiente comenzaba la fiesta. Saltó del tibio lecho de rosas de la bella como un resorte y en el vértigo de un suspiro ya estaba dando órdenes a discreción, sin parar y a una velocidad creciente, todo debía quedar a la perfección. De vez en cuando sentía en la comisura de sus labios restos de ambrosía, que lo mareaba. Hacía una pausa, recobraba el aliento y seguía en su febril actividad.

No había tenido tiempo de evaluar sus actos, su debut en las grandes ligas como seductor. ¡Nadie lo hubiera imaginado! Por supuesto, ni siquiera se le ocurrió pensar que su atormentada y plebeya cabeza correría peligro de quedar en su sitio si alguno de los Luises de su entorno o el poderoso ministro Lauzun, amante oficial de la bella, se enteraban de aquella loca pero deliciosa aventura con la reina de las musas, Anna de Montausier.

Fanfarrias de trompetas, serpentinas, desfiles de comparsas. Nunca la alfombra roja estuvo tan transitada con la llegada de un rey y su bulliciosa corte. De esta manera se inició el largo programa de actividades, los juegos, las comidas y bebidas, los amoríos... todo discurría como un torrente, más o menos organizado, previsible, controlable. El gran Vatel, siempre ocupado, presuroso, nervioso, apenas tenía tiempo para intercambiar una mirada lejana con Anna de Montausier. El Chef añorante reclamaba con urgencia un pronto y nuevo encuentro amoroso, sentía que necesitaba ese néctar de vida para por seguir existiendo, para frenar ese corazón desbocado que amenazaba con estallar de pasión.

Pero, siempre existe uno, esta vez negro retinto, triste, como la cruda realidad de la vida de un plebeyo enamorado de una princesa. El pretexto histórico fue la demora del proveedor en la entrega del pescado, plato principal del tercer día de la fiesta inolvidable, pero este hecho que reseña el mito realmente fue solo el guijarro que se suelta de la cima de una montaña, casi por descuido, involuntario, inconsciente, y que poco a poco va tomando fuerza y velocidad en su caída cuesta abajo, llamando a gritos a otros compañeros de infortunio, de triste realidad. Ecos sordos de incomprensión de los azares del destino inundaron el ambiente,  de pronto ya nada tenía sentido y del fondo de su alma brotó una luz muy intensa. Por primera vez en su vida lo veía todo claro, transparente, nítido.

Su existencia entera había sido una comedia de falsos aplausos que a él ya no le importaban. Su futuro podía ser apostado en una partida de naipes, era solo un utensilio, además barato, si lo medimos con la moneda del afecto y la fidelidad.

Era un gran estúpido al pensar siquiera por un momento que esa estrella fugaz, ese sublime amor fuera una posibilidad para él. Era un absurdo imaginar que el gran Vatel pudiera competir en amoríos nada menos que con el Rey Sol. Se sintió decepcionado, pequeño, ridículo, corriendo de aquí para allá para satisfacer todo tipo de pedidos. Se le retorció el alma, ya nada tenía sentido y tras una voluta de desesperanza y en medio de una desolación absoluta desapareció. Era la tarde del sábado 25 de abril de 1671.

Recién ahora, a las luces de la ciencia y con amplio conocimiento sobre los extraños comportamientos causados por el estrés y la depresión, comprendemos qué llevó al gran Vatel a ir pausadamente a sus aposentos, coger su afilada espada y partirse el corazón. Podría haber escogido un buen veneno o clavar la resplandeciente hoja en su estómago, pero como respetuoso amante de los placeres gastronómicos, jamás consideró estas opciones.

El príncipe de Condé lo maldijo diciendo que lo “mataría” por esa insensatez de abandonarlo en el último día de la fiesta. Para el rey y sus cortesanos, el suicidio de Vatel fue una anécdota más en la larga lista de temas de sobremesa.

Un fino perfil permanecía en las sombras inmóvil, el vaivén de un candelabro iluminó el silencio y reflejó el destello de una lágrima rodando sobre la mejilla de Anna de Montausier.

El legado gastronómico de la época de Vatel ha quedado escrito en las páginas de la historia. Como ejemplo podemos mencionar la creatividad estética, mediante asombrosas presentaciones con fuego, agua y hielo compitiendo con refinados sabores, aromas y colores. El extraordinario y suave volumen de la famosa Crema Chantilly. La Mantequilla Colbert (mantequilla maître d'hotel con glace de carne). El Lenguado Colbert (Juan Bautista Colbert fue consejero y ministro de finanzas). El Arroz Condé (pastel de arroz moldeado) y el Puré Condé (Puré de fréjoles rojos).

 

Lenguado Colbert

Ingredientes  

6 lenguados de 200 gramos

¼ de litro Leche 

Para empanar 

Harina

Huevo batido

Miga de pan fresco 

Para la mantequilla Maître d’Hótel 

150 gramos de mantequilla

½  limón

1 cucharada de perejil picado

Sal 

Preparación 

Para la mantequilla Maître d’Hótel: 

1. Poner la mantequilla en pomada, agregarla al resto de los ingredientes, trabajarla y formar unos cilindros de unos 2,5 cm. con papel antigrasa. Enfriarla en la refrigeradora. 

Elaboración del plato: 

1. Quitar las pieles a los pequeños lenguados, limpiarlos y lavarlos. 

2. Por la parte de la piel oscura separar los dos filetes del centro hacia los lados, pero sin retirarlos totalmente; doblarlos sobre si mismos y dar dos cortes a la espina, uno en la parte alta y otro en la parte baja. 

3. Dejarlos en leche una media hora. Escurrirlos, sazonarlos y pasarlos por harina, huevo y la miga de pan rallado, procurando rellenar el hueco entre los dos filetes con miga de pan. 

4. Freírlos en aceite echando primero la parte de los filetes levantados. Colocarlos en una fuente y tirar la espina desde el corte. Debe salir de una pieza, despegarla de la costra de miga de pan. 

5. Rellenar el hueco con rodajas de mantequilla Maître d’Hótel, cubrir con la costra de pan y servir. 

 

Chuletas de Cerdo Colbert 

Ingredientes

4 chuletas de cerdo, 1 cucharada de vinagre, 1 cucharada de mantequilla, pimienta molida al gusto, 1 taza de tomate frito, 50 gramos de pepinillo en vinagre, sal al gusto.

Preparación

Calentar el horno. Salpimentar las chuletas, untarlas con la mantequilla y dorarlas en la bandeja vuelta y vuelta. Al gusto rociar con el vinagre. Incorporar el tomate y los pepinillos cortados en rodajitas. Cocinar en el horno tapadas por breves minutos. Servir acompañadas con puré de patatas o al gusto.

 

Arroz Condé 

Ingredientes 

200 gramos de arroz, 8 cucharadas de azúcar, 1 cáscara de naranja, ½  rama de canela, frutas confitadas, litro y medio de leche, 3 yemas de huevo, 1 cáscara de limón, melocotones.   

Preparación 

Hervir abundante agua con un poco de sal. En cuanto llegue a ebullición echar el arroz y cocinar durante 10 minutos. En otra olla hervir la leche con azúcar, las cáscaras de naranja y limón y la canela. Pasados los 10 minutos, escurrir el arroz del agua y echarlo en la leche hirviendo. Se reduce la temperatura y dejar al fuego, removiendo de vez en cuando, durante una hora, hasta que el arroz esté muy blando. Retirar la olla del fuego, sacar las cáscaras y la canela y añadir las yemas de huevo. Poner el arroz en una fuente y adornarlo con los melocotones y las frutas confitadas.

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