Los venenos de los Borgia y Leonardo da Vinci
Miguel
Krebs
Que los
Borgia tenían mala reputación en Italia, no es ninguna novedad, sobre todo
teniendo en cuenta la fama de envenenadores y asesinos que poseía la
familia, comenzando por Cesar Borgia, duque de Valentinois, su padre,
Rodrigo Borgia que luego sería el papa Alejandro VI y su hija ilegítima
Lucrecia que como en el caso de sus otros hijos, fue fruto de la
relación con su amante Vannozza Catanei.
En medio del
caos en que vivía Italia por aquella época, los Borgia trataron de
acrecentar su poder mediante la traición y el engaño, alguno de cuyos
detalles son mencionados por Nicolás Maquiavelo en su libro, El Príncipe.
Lucrecia Borgia |
Padre e
hijo no dudaron en utilizar a Lucrecia Borgia como señuelo sexual,
para establecer relaciones con personalidades y hasta
vínculos
matrimoniales en su propio beneficio y cuando el candidato ya no les
era útil o representaba un peligro para los intereses de la familia,
lo eliminaban sin más miramientos, matándolo con violencia o
envenenándolo, que era una manera más sutil de sacárselo de encima.
Dice el
escritor francés Guillaume Apollinaire en su novela “La Roma de los
Borgia”, refiriéndose al recurso de emplear el veneno como una
manera para eliminar enemigos que “La vida humana carece de
valor. Su supresión se considera como un medio para alcanzar tal o
cual fin y no como un crimen abominable”.
En 1502
Leonardo da Vinci, después de haber trabajado durante varios años para
Ludovico Sforza, duque de Milán, entra al servicio de Cesar Borgia
como ingeniero militar, para la construcción de las fortalezas
papales. Con Ludovico Sforza, Leonardo llevó a cabo funciones
similares como consejero de fortificaciones pero además, fue maestro
de festejos y banquetes donde pudo llevar a cabo su viejo sueño de
comandar una cocina para experimentar con nuevos ingredientes,
sabores y recetas. |
Conociendo
estos antecedentes Cesar Borgia requirió sus servicios, además para los
que fuera contratado, teniendo en cuenta el permanente afán de
investigación que siempre imperó en la vida de este genio.
La tarea
encomendada consistía en elaborar un veneno que no fuera percibido por los
probadores de comidas que estaban al servicio de la nobleza y
eclesiásticos, acosados por enemigos que pretendían usurparles cargos,
tronos o simplemente para vengarse de alguna trastada.
Los
probadores de comidas eran un símil de lo que es un catador de vino,
té o café y los mejores, tenían una sensibilidad especial para
detectar inmediatamente cualquier veneno que estuviera disimulado
dentro de una preparación o bebida y podían distinguir las cualidades
y características del mismo sin sufrir sus consecuencias ya que con el
tiempo, el estómago se había inmunizado para asimilar cualquier
ponzoña, sobre todo teniendo en cuenta que solo ingerían ínfimas
cantidades del alimento a probar.
Se podría
decir que un probador de comidas era un suicida en potencia y por esa
razón el desafío que se le presentaba a Leonardo da Vinci, era
difícil, pero no imposible.
Comenzó
estudiando el veneno predilecto de los Borgia que era la cantarella o
acqueta di perugia que según algunos autores, era producido por la
combinación de sales de cobre, arsénico y sales de fósforo, producto
de la evaporación de la orina, mientras que otros historiadores
sostienen que fue una mezcla de arsénico y vísceras de cerdo que
debían reposar durante treinta días en una vasija hasta su total
putrefacción y una vez recogido sus líquidos, había que dejar
evaporarlos para obtener una sal de color blanco, similar al azúcar y
que en pequeñas dosis, era mortal.
Los otros
venenos con los cuales Leonardo continuó experimentando fueron la
cicuta, planta con desagradable olor a orina cuyo zumo es venenoso y
la belladona otra planta que contiene tres alcaloides venenosos, uno
de los cuales es la atropina, muy utilizada por las mujeres venecianas
del renacimiento, que la empleaban como dilatador de pupilas con lo
cual, decían, sus ojos lucían con mayor brillantez.
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Apuntes sobre el
aparato digestivo de Leonardo da Vinci |
A pesar de su
empeño, Leonardo no consiguió dar con la pócima anhelada pero Cesar
Borgia, un personaje violento y de pocas palabras, lo conminó a que en
menos de 5 días tuviera el veneno listo para ser empleado contra el
cardenal Minetto, un candidato a lucir la mitra papal para eliminar de
raíz la corrupción que reinaba en la iglesia.
El purpurado
conocía muy bien la vida licenciosa del papa Alejandro VI, su relaciones
incestuosas
con Lucrecia y entre otras tantas rutinas escandalosas, el “baile de
las castañas” que se celebraba en víspera del día de todos los santos
en el Vaticano, donde a la luz de los candelabros, la fiesta terminaba en
una orgía.
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De manera
que era necesario mandar a Minetto al otro mundo en cuanto se
presentase en el palacio de los Borgia, donde se lo esperaba para
compartir una cena a la que asistiría acompañado por otras
personalidades eclesiásticas.
Durante los días
siguientes, Leonardo recorrió las ferias en el centro de Roma en
busca de alguna información que le pudieran suministrar los puesteros
de hierbas y preparados medicinales, pero todos coincidían en que
cualquier veneno se haría evidente al paladar de un buen probador de
comidas.
Faltando muy poco para
la llegada del prelado y casi a punto de abandonar su cometido,
Leonardo se encontró con un viejo amigo suyo, marinero en el tercer
viaje de Cristóbal Colón a las Indias, quien después de escucharlo,
le aseguró tener la solución a su problema y le habló concretamente
de una planta que los nativos de la isla Trinidad llaman Ichigua
y cuyas hojas, luego de secadas al sol, se enrollan formando un
cilindro que se enciende con un tizón en un extremo y por el otro “chupan
o sorben, y reciben con el resuello para adentro aquel humo, con el
cual se adormecen las carnes y cuasi emborracha”. (1)
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El marinero le confesó
haber traído unas cuantas hojas para su uso personal pero le garantizó
que puestas a hervir, la infusión es insípida y mortal.
Leonardo regresó a la
cocina del palacio de los Borgia con un pequeño manojo de Ichigua
dispuesto a experimentar con esta nueva adquisición y en un pequeño
caldero puso a hervir algunas hojas picadas dejando que el agua se
evaporara lo suficiente como para conseguir un caldo concentrado.
Como el experimento no
debía salir de la cocina ni estaba dispuesto a que alguien de la
servidumbre lo probara, no tuvo otra alternativa que hacerlo consigo
mismo, así que mojó la hoja de un cuchillo en la infusión, la pasó
sobre su lengua y comprobó que efectivamente no sabía a nada.
La segunda tarea
consistía en encontrar la manera por la cual el comensal pudiera
ingerir el veneno en cantidades suficientes como para no matarlo de
inmediato, sino dentro de las próximas horas, para dar la sensación de
que la víctima había muerto de un paro cardíaco mientras dormía.
Leonardo prepara entonces unas truchas con salsa de eneldo en la que
el fumé (2) de la voluté(3)
es sustituido por la infusión concentrada de Ichigua.
Y la tercera y más
arriesgada de las tareas, era comprobar la efectividad del veneno
para lo cual debía de hacerlo con un ser vivo pero esta vez, no estaba
dispuesto a ser objeto de experimentación.
Se encontraba Leonardo
meditando una solución al problema cuando de pronto sintió que algo
suave y esponjoso acariciaba su pierna derecha y quiso la suerte, que
fuera el gatito de angora, mascota de Lucrecia Borges. El micifuz
solía escaparse de tanto en tanto para tomar un poco de leche de una
perola estacionada en un rincón de la cocina, pero esta vez se vería
gratificado con una trucha en salsa de eneldo. Nunca mejor ocasión
para comprobar la efectividad del veneno.
Al día siguiente
mientras Leonardo preparaba la mesa para tan distinguidos comensales,
Lucrecia irrumpió en el salón preguntando afligida por su gatito al
que estuvo buscando inútilmente por todos los rincones del palacio
sin ningún resultado. Leonardo que ignora el paradero del felino, ve
en esa preocupación la confirmación de que el veneno ha surtido
efecto y que los restos del animalito deben yacer debajo de algún
mueble donde solía esconderse.
Sin perder tiempo,
corre por los pasillos del palacio para informarle a Cesar sobre el
éxito del nuevo veneno, omitiendo en el informe al gato de
Lucrecia, que es reemplazado en su nueva versión por un pordiosero
que rondaba en las inmediaciones del palacio en busca de comida. |
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Por fin llega la hora de
la cena en la que el papa Alejandro VI preside la mesa acompañado de sus
hijos Cesar y Lucrecia y frente a él, con aspecto severo y mirada
inquisidora, se encuentra el cardenal Franco Minetto rodeado por el
arzobispo de Salamanca y a su derecha, por el obispo de Santiago,
monseñor Ribaldo Príades. Por detrás del cardenal Minetto y a dos pasos
de distancia, está parado el probador de comidas, atento a cualquier
indicación del prelado.
Leonardo, haciendo una
reverencia como indicaba el protocolo, pide permiso al papa para que los
sirvientes puedan servir la cena, que da comienzo con un primer plato ya
probado en lo de su antiguo señor Ludovico Sforza, cuando agasajó al
cardenal Albufiero de Ferrara y que consistía en una ensalada de lechuga,
con huevos de codorniz, huevas de esturión y cebolletas de Mantua.
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El cardenal Minetto
miró con cierta desconfianza el sofisticado plato y con un leve ademán
ordenó al probador de comida que se acercara para hacer su primera
cata, la del vino y luego, la ensalada. Como ejercicio previo de
concentración, el probador de comidas hizo una inspiración profunda y
tras contener brevemente el aire en sus pulmones, lo exhaló
lentamente. Cogió entonces la copa y sorbió una cantidad mínima, la
suficiente como para enjuagar su boca con el vino y tras algunos
segundos, dio su aprobación.
El cardenal Minetto
pidió disculpas por esta breve interrupción argumentando tener su
estómago delicado y prefería que el probador de comidas aprobara los
alimentos antes de ingerirlos, aunque todos sabían que la excusa era
solo un eufemismo.
Seguidamente el
probador de comidas sacó de su escarcela una pequeña botella con un
líquido para enjuagar su boca -que luego escupió en el suelo- y con
los dedos fue cogiendo alternativamente mínimas cantidades de
ingredientes que componían la ensalada y tras dar su aprobación, la
cena continuó.
Los tres eclesiásticos
invitados no dejaron de preguntar acerca de rumores y comentarios que
estaban en boca del pueblo y que comprometían seriamente la posición
del papa Alejandro VI pero sin embargo, tanto Cesar como su padre,
lograron sortear hábilmente la inquisitoria que fue interrumpida por
Leonardo para hacer servir el segundo plato. Aquí presentaba su obra
maestra, las truchas con salsa de eneldo acompañadas de exóticas
verduras traídas de la China. |
A una nueva señal del
cardenal Minetto, el probador de comidas deshace entre sus dedos un trozo
del tierno pescado, lo unta con la abundante salsa de eneldo y lo lleva
a la boca. Mientras cierra los ojos, trata de identificar algún sabor
extraño, pero contrariamente, su comentario es de complacencia, cosa que
anima al cardenal Minetto a continuar con el condumio en tanto que
nuevamente se producen cruces de miradas entre los victimarios donde Cesar
elogia a Leonardo por sus excelentes habilidades culinarias.
De pronto, el cardenal
Minetto hace un movimiento espasmódico y de un manotazo vuelca la copa de
vino empujando la pesada silla hacia atrás y como impulsado por un
resorte, se pone de pie llevándose las manos a la garganta de la que solo
salen extraños sonidos tratando inútilmente de decir algo. El rostro del
purpurado se torna morado por falta de oxígeno, las personas que lo rodean
acuden a su auxilio y el cardenal, cogido del mantel cae pesadamente al
piso arrastrando consigo la comida, y muere. La mirada penetrante de Cesar
a Leonardo, presagia un terrible final por contrariar sus órdenes, pero
en ese preciso instante, aparece el gatito de Lucrecia que aprovecha la
confusión para comerse el pescado y su salsa esparcida por el suelo.
Lucrecia da un grito de alegría en medio de la espantosa escena y lo alza
para acariciarlo y a la vez reprenderlo por su travesura.
Cesar totalmente
confundido no consigue entender lo que está ocurriendo y menos Leonardo da
Vinci, que ignora que la muerte del cardenal Franco Minetto fue a causa de
una espina que se le quedó atravesada en la garganta.
(1)
Descripción que hace Cristóbal Colón en su diario de viajes.
(2)
Fumé: Caldo de pescado
(3)
Voluté: Salsa a base de harina, mantequilla y caldo de pescado. |