El 16 de Marzo de 1650 y después de caminar por tres días consecutivos
Martín Tamanango, esclavo liberto de la hacienda Santa Brígida de Cañete,
apartó de su cara el velo de arena que la cubría. Tenía el propósito
de ensayar una sonrisa al divisar la capital que se delineaba en el
horizonte.
Sin lugar a dudas era una esplendorosa y florida ciudad, ya tenía
cuarenta mil habitantes y era la más cosmopolita del nuevo mundo. Martín
quería visitar a su tía Tomasa y su familia que vivían en el humilde
barrio de Pachacamilla, a las afueras de Lima.
No sabía de ellos desde hacia diez años y dudaba si lo iban a
reconocer. Durante todo el trayecto trató de recordar a sus primos que
conocía y adivinar a los otros. El encuentro fue sorpresivo y frío, la
pobreza y las penurias de los africanos no permitía que se dieran
lujos, especialmente para exteriorizar sus emociones.
Una cálida excepción fue la atención que le brindo su linda primita
Olga, alta, muy alta, espigada y con un tumbao cimbreante que hacía
volver la mirada a propios y extraños cuando caminaba con un cántaro
en la cabeza realizando su periplo diario para recoger agua en los
pilones de la Plaza Mayor.
La afinidad entre ambos jóvenes fue inmediata, se comprendieron, se
gustaron, se respetaron y pudieron establecer una fluida y cordial
comunicación. Los temas principales de sus largas conversaciones fueron
el destino, la fe y las penurias que significaba la esclavitud, la
pobreza y la ignorancia de los negros. Los aspectos que no conocían por
su poca educación lo suplían con creces con talento e intuición.
Ellos sentían que en algún sitio existía la felicidad y por supuesto
soñaban con el paraíso perdido, coincidían en que la fe era el único
camino viable para poder soportar la cadena infinita de privaciones de
los negros, en esa época del muy noble Virrey don García de Sarmiento,
Conde de Salvatierra.
Martín supo de inmediato qué hacer: la Cofradía de los Angoleños era
la única que no tenia en Lima la imagen de un patrono que presidiera
sus reuniones de oración y culto. El tenía el talento en sus manos y
la pasión en su corazón para satisfacer ese anhelo y en el término de
la distancia y el tiempo estuvo con el pincel en la mano frente a una
blanca pared en medio del pequeño y modesto barrio de Pachacamilla.
Al comienzo fueron cuatro horas, después ocho y luego desde las
primeras luces del día hasta la oscuridad de la noche. Martín estuvo
absorto durante seis meses, aferrado a los pinceles y mientras brotaba
de su imaginación la fe a borbotones, se iba plasmando una imagen
doliente del Cristo Crucificado.
Mientras trabajaba Martín, nadie hablaba a su alrededor, en un pacto
absoluto de respeto y fe. Los angoleños lo miraban a distancia y ponían
flores a los pies de la imagen, mientras una claridad permanente en el
lugar hacía que cada día los colores luzcan más brillantes y
expresivos; de vez en cuando sus vecinos congos, mozambiques, terranovos,
mandingas y carabalíes curioseaban por la obra, que en plena ejecución
ya causaba admiración.
Cuando Martín asumió que la imagen estaba terminada, la tarde del 3 de
Octubre
de 1651, llevó a Olga hacia el modesto altar que había construido a
los pies y poniéndole una guirnalda de flores en la cabeza le propuso
matrimonio.
Al fondo de la escena, un juglar amigo acompañado de una guitarra,
entonaba cadenciosamente, muy despacio la siguiente melodía... Búscame
entre la hierbabuena y
te daré mi piel morena beberás
el agua de la miel solo
si tus ojos me quieren ver piérdete
entre mis brazos y
llegarás al fondo de mi ser bajaremos
al centro de los mares donde
hay un mundo de corales y
nada que nos pueda separar...
“¡Qué romántico mamita, que bonito cantas!... y... ¿qué paso
después con Olga y Martín?”. “Deja que te siga contando esta
historia de fe y amor, mi niña, mi pequeña cucurumbé...”, y
prosigue la dulce señora con su relato mientras amasaba con un singular
compás, harina en flor, leche, manteca, azúcar y las yemas de un fino
turrón, que le había visto hacer ritualmente a su madre y ella a la
suya y así siempre desde el inicio, mientras que en un chombo cercano
hervía jugo de caña junto con canela, anís, higos y membrillos
inundando el recinto de un incomparable aroma de dulce criollismo.
Y prosigue contando... El 13 de Noviembre de 1655, justo en tiempo de la
siesta, se produjo el más espantoso terremoto que te puedas imaginar,
no quedó entero nada, se derrumbaron y dañaron casi todas las
construcciones de Lima, dejando miles de muertos. Todas las casas de la
cofradía de Pachacamilla se vinieron abajo, y milagrosamente el muro de
adobe en el cual se encontraba pintada la imagen de Jesús quedó
intacto, brillante sin ningún resquebrajamiento.
Un piadoso personaje llamado Antonio León quedó conmovido ante los
esfuerzos de Martín y Olga, que con sus propias manos trataban de
limpiar los escombros del lugar y los ayudó con recursos, mandando
construir un cobertizo para proteger la pintura y una especie de altar
donde las personas caritativas pudieran depositar ofrendas y velas.
Poco a poco muchos pobres de Lima expresaron su fervor ante la
maravillosa imagen del Cristo Moreno... “la fe mi querida niña, hace
realmente milagros...”, y estos se fueron multiplicando junto con la
devoción al culto de Pachacamilla. Pronto, los viernes en la noche,
además de rezos y cánticos, se entonaba ante la imagen el salmo
Miserere, varios músicos acompañaban la interpretación con guitarras
y cajones, después sazonaban la reunión con bailes de origen negro
festejando al Nazareno.
Pronto llegó a ser una verdadera verbena la que se organizaba todos los
fines de semana para homenajear al Cristo Crucificado. Pero este
“despropósito” no podía seguir así, según palabras del párroco
de la cercana Iglesia de San Marcelo, José Laureano de Mena, quien
solicitó a las autoridades civiles y religiosas que le ayuden a parar
esa idolatría y la única manera de hacerlo era borrando la imagen de
la pared, de la mente y de los corazones de esos “negros
adefesieros”.
El pedido fue atendido por el nuevo virrey Conde de Lemos y por el
Provisor y Vicario General, Esteban de Ibarra. El 3 de septiembre de
1671 ordenaron un auto para que el cura Mena, el fiscal José de Lara y
Galán y el notario Juan de Uria fueran al lugar y con ayuda de albañiles
y protegidos por soldados, con combo y pintura, terminaran con esa
idolatría.
La comitiva se hizo presente en medio de los cientos de fieles, que como
de costumbre rendían su alegre homenaje semanal al cristo moreno.
Primero habló el sacristán mayor José de Robledillo quien increpa a
los asistentes por la “indecencia” con que se procede en este lugar.
Luego el capitán encargado de cumplir con lo dispuesto ordenó destruir
la imagen... pero el primer operario, al estar frente a la imagen quedó
subyugado por la fuerza de la fe y la emoción de estar tan cerca de la
singular figura del Santo Señor y paralizado no pudo cumplir con su
tarea, lo mismo sucedió con el segundo y el tercero que subieron a la
pequeña escalera con la consigna de dañar la sagrada imagen. Justo en
ese momento de estupor y confusión general... comenzaron a sonar
truenos como trompetas celestiales, mientras que una tupida lluvia cubría
todo con un fino y frío manto gris de reproche, una tormenta es
realmente algo inusual en Lima.
La interpretación inmediata y general fue que el cielo estaba llorando
de pena por la ofensa hacia el Cristo Moreno. Todos los que se
encontraban en el lugar lo comprendieron así y sin ninguna consigna ni
mediar palabra alguna, uno a uno se fueron arrodillando y comenzaron a
rezar, primero como un murmullo, luego como un sublime grito de fe, de
amor hacia el Cristo de Pachacamilla...
Padre nuestro que estás en los cielos... Santificado sea tu nombre...
Años después, el muy especial 1687 fue realmente telúrico. Lima fue
sacudida por fuertes sismos, el primero el 13 de Enero, luego otro el 9
de Abril y el más violento fue el ocurrido el 20 de Octubre. La
magnitud de la destrucción fue enorme, incluyendo los portales de la
Plaza Mayor, las Iglesias de Santo Domingo y San Agustín, y por
supuesto miles de casas. Los angustiados limeños volvieron su fe hacia
la milagrosa imagen del Señor de los Temblores y por iniciativa del
piadoso Sebastián de Antuñano se organizó una procesión del lienzo
que había pintado Martín como una replica del mural de Pachacamilla.
Ya era hora que se pusieran las cosas en su sitio, la ciudad entera
debería estar bajo su protección y nada malo le volvería a pasar, había
que pasear al buen señor por calles y plazas, señalando claramente su
presencia y listo, ¡Pobres las fuerzas del mal que se atrevieran a
enfrentarse al más poderoso y bueno de todos los Cristos, el de los
negros!
El mismo 20 de Octubre, la sagrada imagen, sobre unas improvisadas y rústicas
andas de madera de naranjo, recorrió las maltrechas calles de Lima
seguida por cientos de fieles, un poco de incienso y mucha fe. A partir
de esa fecha y hasta nuestros días, todos los 20 de Octubre de cada año
se realiza la más grande y piadosa procesión de esta parte del mundo.
“Y como es costumbre, cuando regresemos de la procesión, mi querida
niña, estará esperándonos el delicioso turrón de Doña Pepa, que
disfrutaremos en familia”.
La tradición de este dulce limeño comienza con la llegada a Lima, para
asistir a la procesión, de una fina dama morena, una verdadera flor de
la canela, llamada Josefa Marmanillo, esclava en el valle de Cañete. Doña
"Pepa" venía a visitar al Señor de los Milagros, tenía que
agradecerle, porque le había curado su cuerpo y su alma, por lo tanto
era una cuestión de honor y eso sí es sagrado entre los negros.
Durante el viaje estuvo ensayando su discurso, pero todo intento de
hilvanar ideas fracasaba, el mensaje le parecía pobre, insulso, ella
realmente nunca había podido expresar bien sus sentimientos, ¡Qué diría
el señor de esa negra malagradecida!
Cuando llegó a las cercanías del barrio de Pachacamilla, de donde
saldría la imagen, se encontró con un multicolor barullo y un enjambre
de personajes que la dejaron estupefacta. La recibió el distraído
murmullo de las cuadrillas de cargadores con sus hábitos morados. Luego
llamó su atención unas coloridas mixtureras llevando sobre sus cabezas
grandes azafates de flores y primorosas frutas de mazapán, membrillos
acaramelados y pastillas de canela y azúcar, más allá estaban las
sahumadoras, con sus ostentosos pebeteros de plata labrada, eran lindas
negritas, muy jóvenes, peinadas con diminutas trenzas, representando a
sus “amitas”, que competían al presentar los exóticos inciensos
que inundaban el lugar de un misterioso aroma de plegaria.
Muy cerca de las andas del Cristo Moreno un grupo de señoras que
formaban el coro, cantaban un sentido himno... Señor de los Milagros...
a ti venimos a honrarte, tus fieles que te amamos, venimos a implorar tu
bendición... mientras que una gran banda de músicos uniformados las
acompañaba.
También eran protagonistas de esta fiesta los veleros, que ofrecían a
viva voz unos pequeños candiles, primorosamente adornados, ¡Claro, el
Señor tenía que estar bien iluminado!
A su costado, los faroleros portaban grandes luminarias para
asegurase que en las cercanías del anda brillara siempre la luz de la
fe. Ocupaban un sitio especial los penitentes, que se imponían
discretamente la tares de pedir limosna en plena procesión para
mantener el culto, pero lo que más llamó la atención de la atónita
Josefa fueron las vivanderas, que durante todo el recorrido de la
procesión y en las calles aledañas ofrecían con alegres gritos,
olluquito, cau cau, causa, escabeche, cebiche, choclos, butifarras,
anticuchos, choncholíes, picarones con miel, mazamorra morada,
emoliente...
Josefa, absorta, deslumbrada, se vio envuelta en ese torbellino de
sensaciones, aromas y sabores y una explosión de fe en su interior le
indicó claramente como tenía que agradecer al Señor. Quién, sino
ella, sabía hacer el más delicioso de todos los turrones, el más
criollo de todos los dulces, sin lugar a dudas era el suyo, era su turrón.
En la próxima salida del Señor, Josefa ya estaba apostada en una
esquina con una tabla especialmente acondicionada y a su paso alzó el
turrón con sus dos manos y se lo ofreció al Señor, con fe, con amor,
con agradecimiento, multicolor, suave, criollo. Cuando regresó a Cañete,
Josefa contaba que el Cristo había vuelto la cabeza y con una gran
sonrisa le había agradecido y bendecido el presente. Josefa se propuso venir todos los años a ofrecer su dulce en la Fiesta del Señor de los Milagros, luego fue su hija y la hija de ésta y así sucesivamente, hasta nuestros días, en que el Turrón de Doña Pepa, preside, desde hace trescientos años, las expresiones gastronómicas de la muy devota Procesión del Señor de Los Milagros. |
RECETA: TURRÓN DE DOÑA PEPA RENDIMIENTO: 1 Kilo INGREDIENTES: PESOS MEDIDAS MASA: MIEL: PREPARACIÓN: MASA: 3.- Derretir manteca con el achiote, colar cuando este tibio y agregar al granulado anterior mezclar. 4.- Agregar yemas y la infusión del anís y el anís restante, amasar pero no mucho. 5.- Formar los palos del turrón y hornear en latas limpias de 20 a 25 minutos en horno de 350 F. MIEL: 2.- Agregar el azúcar rubia, jugo del limón no mover y cocinar por 20 a 25 minutos a fuego moderado debe de llegar a temperatura de 245 a 250 F. ARMADO: |