En el libro XIII de sus epigramas ―intitulado
Xenia, publicado entre diciembre del 83 y el mismo mes del año
86 de nuestra era, e integrado por 127 poemas alusivos a los regalos
intercambiados en los banquetes dados en las fiestas Saturnales―,
Marcial nos ofrece un conjunto de veinte poesías sobre un único
tema: el vino. Cada uno de estos epigramas se refiere a un tipo
distinto de vino: de mesa, de cocina, de guarda, puro, endulzado,
medicinal, italiano o extranjero. Todos ellos, vinos que se podían
degustar en Roma en el siglo primero de nuestra era.
Este conjunto de epigramas (del 106 al 125) comprende
prácticamente todas las variedades existentes de vinos antiguos. Por
orden de aparición, Marcial presenta los siguientes vinos: el vino
de pasas, el píceo, el mulso, el albano, el sorrentino, el falerno,
el setino, el fundano, el trifolino, el cécubo, el signino, el
mamertino, el tarraconense, el nomentano, el espoletino, el peligno
(casi tan malo, como un vinagre), el vinagre egipcio, el vino
masilitano, el ceretano y el tarentino.
El catálogo empieza con el vino paso (passum),
elaborado de uvas pasas secadas al sol; este vino ―muy dulce y
perteneciente a la clase de los vinos cocidos― fue empleado en la
cocina como sustituto de la miel. Marcial menciona el proveniente de
Cnosos, en Creta, el cual, junto con el de Egipto, fue uno de los
más apreciados por los romanos.
En seguida, aparece el vino píceo (picatum),
llamado así por su singular sabor a pez o brea, originario de la
antigua ciudad de Viena, que
fue una
importante población en la Galia Narbonense, a
orillas del Ródano, habitada por los alóbroges. De hecho, ese
territorio ha sido famoso, ayer y hoy, por la calidad de sus vinos,
que actualmente ostentan la denominación de origen Côtes du Rhône.
Este vino, de gusto dulce y resinoso, pertenece a la clase de
los
vinos especiados (vina condita), los
cuales, además de resinas, incluían pimienta, azafrán, mirto y otras
especias en su composición.
Luego, Marcial menciona el vino endulzado con miel
(el mulsum), éste fue apreciadísimo por los romanos de aquel
entonces, sobre todo cuando se elaboraba mezclando un vino de óptima
calidad, como el falerno o el másico, con miel igualmente excelente,
como la proveniente del monte Himeto en el Ática.
A continuación, vienen varios epigramas dedicados al
vino en estado puro, el vino mero (merum) que no está
mezclado con agua ni endulzado con miel o, dicho de otro modo, no
adulterado por ningún tipo de ingrediente ni conservador. La
costumbre de diluir los vinos con agua fría o caliente fue una
verdadera necesidad, porque muchos caldos, al envejecer, se
espesaban tanto que su consistencia se parecía más a la de una jalea
o a la de un jarabe que a la de un licor. Plinio (14, 55) decía que
los vinos antiguos “aparecen reducidos a una especie de miel”, y que
“éste es el estado propio de los vinos en su vejez”.
Los vinos puros mencionados son, en su mayoría,
italianos. De la región de Campania provienen el sorrentino, el
falerno (en ocasiones también llamado másico, y representante por
antonomasia del vino de óptima calidad), y el trifolino. Los tres
primeros nombres aluden al lugar de procedencia del vino: Sorrento,
pueblo marítimo que producía un vino ligero; los montes vecinos
Falerno y Másico, por ello el vino másico a veces era considerado
una variedad del falerno. Así lo confirma Marcial en su epigrama
titulado Vino falerno, en donde al referirse a la excelencia
de este vino de larga guarda dice: “desde los lagares de Sinuesa,
llegaron los másicos. ¿Preguntas bajo qué cónsul fueron guardados?
Ninguno había entonces”. Mientras que el término trifolino
―igualmente un adjetivo toponímico, referido al monte Trifolio,
ubicado cerca de Nápoles― también podría derivar del sustantivo
trifolium, y, entonces, haría alusión al vino de tres hojas, es
decir, al que tiene tres años de edad, y, por ello, un vino joven y
ligero.
De la región del Lacio, están el albano, un vino de
excelente calidad, proveniente del pueblo de Alba; el setino,
originario del pequeño poblado de Setia, asentado en las laderas
rocosas de la región montañosa del mismo nombre, al sur de Roma, y
vino favorito del emperador Augusto; el fundano, vino de gran
calidad, estimulante y vigoroso, también llamado cécubo, por la
cercanía de Fundi, pueblo sobre la vía Apia, con el pantano de
nombre Caecubum. Al hablar del vino de Fundi, Marcial dice
que los “produjo el fértil otoño de Opimio”, porque era proverbial
en la Antigüedad la calidad de los vinos producidos en el año de 151
a. C., cuando fue cónsul precisamente ese personaje; de hecho, en
tiempos de Plinio, aún se conservaban, como invaluable tesoro,
botellas de aquella cosecha (Historia Natural, 14, 55).
También de la región del Lacio, Marcial cita el vino
nomentano, probablemente por motivos sentimentales –“la vendimia
nomentana te da mi Baco”, expresa–, porque él tuvo una finca en
Nomento, pueblo a escasa distancia de Roma; el peligno, de pésima
calidad, producido por el pueblo del mismo nombre, descendientes de
los antiguos sabinos radicados en el centro de Italia; por ello,
este vino también fue llamado sabino, pero lo cierto es que, más
allá de su denominación, tuvo la triste fama de ser sinónimo de mal
vino (Marcial, 10, 49, 3). Por el contrario, el vino ceretano,
proveniente de la célebre ciudad de Cerveteri (la antigua Caere),
limítrofe con el territorio de Etruria (hoy, la reconocida zona
vitivinícola de la Toscana) fue un vino de extraordinaria calidad,
lo cual hacía que Nepote, amigo y vecino de Marcial, sólo
compartiera estos vinos con sus más allegados: “no los sirve a la
turba, sólo con tres los bebe”, confiesa el poeta.
Por último, asimismo de la región del Lacio, el poeta
menciona el vino procedente de Signia, una antigua población junto a
la Vía Latina, que producía un vino medicinal de propiedades
astringentes: “¿Beberás vinos signinos que detienen el vientre
suelto? Para que no lo detengan demasiado, que sea parca tu sed”,
recomienda Marcial.
Otras regiones de la península itálica también están
representadas en este pequeño catálogo de vinos: Umbría, con el
espoletino, originario de Espoleto, poblado próximo al actual Asís;
Sicilia, con el mamertino, vino dulce y ligero de la ciudad de
Mesina, y Apulia, con el de Tarento, que, según Ateneo (1, 27c), era
un vino dulce, de poco cuerpo y fácil de digerir.
Entre los vinos puros también aparecen incluidos dos
de procedencia extranjera: el masilitano, proveniente de la actual
Marsella, y el tarraconense, originario de la Hispania Tarraconense,
donde se situó Bílbilis, pueblo natal del epigramatista. Los
primeros, los vinos ahumados de Masilia, no tenían fama de ser
buenos (Marcial, III, 82; X, 36), aunque Ateneo (I, 48) los
recomienda; la expresión fumea vina remite a la costumbre de
mantener constante la temperatura en la bodega gracias a un hogar
central, el cual sin duda impregnaba de humo las vasijas vinarias a
su alrededor, dándole así a los vinos de Marsella la característica
peculiar de tener un sabor ligeramente ahumado. Mientras que los
vinos tarraconenses, a juicio del poeta, eran “émulos de los
cántaros etruscos”; más aún Plinio afirmaba que éstos vinos,
reconocidos por su calidad, se podían equiparar a los mejores caldos
italianos (Historia Natural, 14, 8, 71).
A esta lista, hace falta añadir el vinagre de
Alejandría, también incluido entre los vinos citados por Marcial,
cabe recordar que el vinagre se obtiene de una doble fermentación,
en este caso, de un vino de dudosa calidad; sin embargo, el
resultado fue un producto muy apreciado por los romanos y, por eso,
el epigramatista sentencia: “no desprecies el ánfora de vinagre del
Nilo: cuando era vino, ella fue más despreciable”.
Hasta aquí este breve catálogo de vinos romanos
antiguos, según lo que nos dicen los epigramas de Marcial, pero el
papel del vino en su poética resulta fundamental: por la inmensa
riqueza simbólica que adquiere, como emblema de latinidad y metáfora
de la civilización mediterránea, y por su vínculo indisoluble con el
tan conocido tópico del carpe diem, cuyos ecos siempre se
encuentran en el banquete y en la literatura del simposio. El vino
nunca dejará de estar presente en ese canto al goce y al disfrute de
la vida, en ese “apresurarse a vivir”, a que exhorta con vehemencia
el poeta:
Sirve, Calixto, un
cántaro de falerno, y tú, Álcimo, disuélvele nieves veraniegas; que
mi cabellera empapada con excesivo amomo se sature y que mis sienes
se agobien con rosas entrelazadas. El Mausoleo, tan cercano, nos
ordena vivir, al enseñarnos que los mismos dioses pueden perecer.
Detalle de sepulcro, Museo arqueológico de Lisboa.
Siglo III d. C.
Bibliografía:
André,
Jacques, L'Alimentation et
la cuisine à Rome,
Paris, Les
Belles Lettres, 1981.
Blanc,
Nicole et Anne Nercessian,
La cuisine romaine antique, Grenoble, Glénat, 1992.
Bouvier,
Michel, Les saveurs du vin antique.
Vins d’hier, vignerons d’aujourd’hui,
Paris, Errance (Collection des Hesperides), 2001.
Lejavitzer,
Amalia,
Hacia una génesis del epigrama en Marcial: Xenia y
Apophoreta, México, Universidad Nacional Autónoma de México,
Facultad de Filosofía y Letras, 2000.