EL PODER DE LA PIMIENTA
Artículo de
Mª Emilia
González Sevilla
Diciembre 2009
Eva no tenía ese problema. Tenía otro más gordo: soportar que una jovencita casi novata la utilizara de plinto en el organigrama, para conseguir la jefatura de la secretaría de Dirección. Tenía dos opciones: pedir el traslado o plantar cara y entablar una lucha a muerte. Pero ninguna era alentadora. El sofrito empezaba a pasarse cuando oyó la llave en la cerradura. Sus dos hijos llegaban con prisa para comer. Uno tenía laboratorio al cabo de una hora y el otro una cita para el cine. Retiró la cazuela del fuego y la meneó con un golpe enérgico y enrabietado. Añadió el pimentón y cortó a cascajo las patatas mientras maldecía a la novata que le había quitado el soñado puesto. Había cumplido ya los cincuenta y sus piernas no estaban para lucir bonitas junto a unas de veinte años. A ella le exigieron experiencia, conocimiento del manejo de una cartera de clientes y, luego, habilidad para sortear los enfados del jefe y las prisas de sus colaboradores. Oyó el golpe de las mochilas en el suelo del comedor y el sonido del teléfono. Seguramente no era para ella. Ni se molestó. Uno de sus hijos entró en la cocina, la besó displicente y buscó un tentempié en la nevera. “Mamá, tengo laboratorio a las tres y media”. Coca-Cola y panchitos en la mano, salió sin mirarla. Repartió los filetes sobre la encimera. Los espolvoreó con diente de ajo desmenuzado y perejil. Removió de nuevo la cazuela de las patatas y se apoyó en el fregadero mirando la llama azul del fuego mientras rompían a hervir. Recordó cómo le gustaban a su hijo pequeño que siempre hacía un gesto de vómito cuando le contaba que “las había tenido que comer en el cole”. “Es que a ti te salen mejor, mamá... y yo sé por qué: porque tú las haces con amor”... Y recordó los platos originales que se inventaba para aprovechar restos de comida. Pero eran otros tiempos. Ahora no se llevaba el amor en la cocina... Las patatas rompieron a hervir y sumergió en las burbujas de la ebullición los recuerdos que se le agolpaban en la mente. Quizá para aplastar el presente, que sólo conectaba la comunicación para preguntar por la camisa limpia, para saber dónde estaba el foie-gras o para preguntar por unos calcetines. En ese momento entró Eduardo en casa pegando un portazo. Se detuvo en la puerta de la cocina, la miró, lanzó un “¿qué tal?” sin esperar respuesta y siguió hacia el salón. Dejó el portafolios sobre un aparador, siguió hacia el dormitorio y se despojó de la chaqueta y de los zapatos. Se puso el batín y las zapatillas, volvió al salón y conectó la televisión. Iba a empezar el telediario. Eva observó rabiosa las patatas. Salpimentó los filetes y advirtió que no había echado sal a la cazuela. Les desmenuzó una pastilla de caldo concentrado aplastándola con sus manos como si fuera el cuello de la novata veinteañera de su oficina. Miró hacia el pasillo. Aquel día necesitaba algo más que un simple “¿qué tal?” en la puerta de la cocina, o una exigencia por prisas. Se sintió vieja, despreciada o, lo que es peor, ignorada. Profesional y emocionalmente. Siempre había sido demasiado discreta, demasiado eficiente, para sobresalir, para exigir tácitamente un elogio como hacía su amiga Pacita. Ella arrancaba siempre un aplauso general provocado por su actitud desafiante que en la mirada llevaba un “O agradecéis el esfuerzo o no habrá más”... Eva era igual de eficiente, pero más discreta. En casa se dieron cuenta cuando le quitaron el pólipo de la matriz y le ordenaron una semana de reposo absoluto. Eduardo y los chicos tuvieron que apencar con la lavadora, la cocina, la plancha y la compra. La comida y la lavadora funcionaron bien ante el riesgo de quedarse sin ropa limpia y sin comer. A la hora de comer, lo hacían en la oficina o en la universidad. A ella le dejaban fiambre en la mesilla y un zumo de tomate. La cena, al menos, era caliente. Los fines de semana ocurría al revés. Cocinaron las comidas y las cenas las solventaron con bocadillos y pizzas de encargo. Regresó del jardín en un momento. Había estado bajo el pimentero que ella plantó y cuidó con tanto mimo. Luego, cuando cogía los granos, solía tostar ella misma la mitad de la cosecha. Cuando Eduardito entró en la cocina acababa de sazonar los filetes y salar las patatas con una sonrisa un tanto extraña. “Mamá, que tengo prisa, que no llego al cine. ¿Falta mucho?”. No contestó. Puso la sartén al fuego y vertió una pizca de aceite, esperó que se calentara y colocó los filetes. Contuvo dos lágrimas y tomó el molinillo de la pimienta. Lo apretó y lo giró sin parar rabiosamente sobre la carne. Luego siguió y siguió y siguió girándolo sobre las patatas sin parar. Eduardo entró en ese momento en la cocina. “Si comemos ya, me acerco luego a los grandes almacenes a comprar unos CD Room”. “¿Habéis puesto la mesa?”. “NO”. “Pues cuando esté puesta, comeremos”. Eduardo ordenó a gritos a sus hijos que pusieran el mantel mientras él llevaba los cubiertos que cogió del cajón. Eva colocó los filetes en la bandeja. Sirvió las patatas en platos hondos y llamó a sus hijos para que los llevaran a la mesa. Decidió no comer ese día. “Comed vosotros. Me duele la cabeza y voy a echarme un rato. Ya comeré algo cuando me levante”. Cerró la puerta del dormitorio disimulando una sonrisa maquiavélica, convencida de que el poder de la pimienta conjuraría todos los malos influjos de ese día. |