Cuando se tiene el fuego de juventud en la sangre es común pasar por etapas heroicas, y eso fue lo que nos sucedió a un grupo de estudiantes de ingeniería en la década de 1960. El tema que nos sedujo fue el pasado milenario y en especial los tesoros del antiguo Perú. Estábamos maravillados por la intensidad con que brillaban en la historia. Formamos en la facultad de industriales de la UNI (Universidad Nacional de Ingeniería), junto con el profesor Fernando Diez, un equipo de investigación y conservación arqueológica. La primera semana de Octubre de 1965, mi amigo Quique Battistini me dijo que había recibido una llamada telefónica de su hermano Alessandro, que era propietario de un prestigioso hotel en Chiclayo, contándole que al parecer en la zona habían encontrado una gran tumba de la Cultura Sicán, porque estaban circulando en el mercado ilícito de los “huaqueros” muchas valiosas piezas, entre las que destacaba un sensacional Tumi, cuchillo ceremonial de más de tres kilos de oro con incrustaciones de esmeraldas, amatistas y lapislázuli. Nuestro entusiasmo y adrenalina subieron hasta límites insospechados al recibir la invitación para participar, cual modernos cruzados, en una expedición para rescatar y proteger de los depredadores tan singular tesoro. Dedicaríamos las vacaciones a tan noble tarea, trabajaríamos en la exploración oficial del área como topógrafos. En menos de lo que canta un gallo, estábamos transitando (en un folclórico ómnibus) por la carretera Panamericana Norte, devorando los 770 kilómetros que nos separaban de la Capital de la Amistad y documentándonos sobre la misteriosa Cultura Sicán. Nos enfrentaríamos a un pueblo que pertenecía históricamente a la Edad de Bronce, que tuvo su esplendor en la zona conocida como Batán Grande entre los años 700 a 1375 d.C. Sus pobladores destacaron en la agricultura así como por su habilidad en el trabajo de metales. Sicán estaba considerado como uno de los centros religiosos más importantes del norte del país. El primer encuentro con la magia del lugar fue en el bosque de Pomac. La zona tenía importantes restos arqueológicos de las culturas de Lambayeque, muy antiguos, desde el periodo pre-cerámico, que debíamos identificar y colocar en un plano. De paso aprendimos rápidamente a reconocer algarrobos, acacias, sapotes, bichayos y palos verdes, cada árbol era más hermoso que el otro. El santuario ecológico también albergaba una nutrida fauna, donde llamaban la atención traviesos hurones, sigilosos pumas, dormilonas y enormes boas, iguanas fosforescentes, osos hormigueros, multicolores loros, bulliciosos huerequeques, laboriosos pájaros carpinteros así como otras exóticas variedades de aves. Pero lo que más nos impresionó del encanto del lugar fue el místico encuentro con una huaca, una increíble catedral natural, muy sagrada, que irradiaba fervor a raudales. Era un milenario y enorme algarrobo petrificado que estaba tendido en el suelo, cual gigante dormido, disfrutando el sueño de los siglos. Nadie sabía desde cuándo estaba allí, seguro desde tiempos remotos, cuando los hombres todavía no existían. No hubo necesidad de que nadie nos diga cuán venerado era ese tesoro por los lugareños, apenas lo divisamos supimos de su importancia, de su grandeza, ninguno hablaba en voz alta, solo de vez en cuando murmurábamos algo, lo estrictamente necesario. A cierta distancia se había habilitado una línea de lustrosas piedras blancas, formando un pequeño muro, en el que se colocaban las ofrendas. Luego se procedía a una silenciosa oración, la gente se retiraba sin dar la espalda a la escena, por respeto y para no perder detalle de la imagen espectacular que se tenía enfrente. Sentimos la necesidad de dejar un presente en el árbol de la vida eterna. Cada uno buscó en los bolsillos algo personal, los dioses deberían saber del respeto, de la admiración que sentíamos por lo trascendente. Con mucha fe coloqué en el muro una navaja suiza que me estaba hincando la pierna desde hacía un buen rato, estaba seguro que al poderoso Naylamp, máximo dios del lugar, no le importaría el detalle. En medio del campamento de operaciones se había construido una espaciosa ramada que servía de comedor y sala de reuniones. El servicio estaba a cargo de Raquel, una lugareña muy especial, que estaría más cerca de los cuarenta que de los treinta. Tenía un hermoso y expresivo rostro, su torneado cuerpo cobrizo había sido perfectamente esculpido por la dura faena diaria. Nos tenía completamente subyugados, nos impresionaba el verla transportarse descalza de un lugar a otro, deslizándose por la arena, sin caminar, como flotando en el aire. Siempre recién peinada, con su retinto cabello húmedo y luciendo flores en su gruesa trenza. Sus vestidos eran blancos, bordados a mano, semitransparentes, insinuando sensualmente su desnudez. Cada día nos presentaba un nuevo banquete, explicando minuciosamente los nombres y contenidos de las delicias que nos preparaba. La cocina de la costa norte del Perú es muy especial, sorprendente, sabrosa, colorida, aromática, nos dejó una huella imposible de borrar. El Arroz con Pato es el plato de bandera, los Cabritos insuperables y luego siguen Humitas, Cebiches, especialmente el de guitarra seca, la Tortilla de Raya, la Causa en Lapa y muchos otros platos. Por supuesto todos estos manjares eran acompañados por la más espectacular Chicha de Jora que se puedan imaginar. Pronto noté, lleno de satisfacción, que era el preferido de Raquel. Siempre mi ración era más suculenta que la de los demás y en cuanta oportunidad tenía de encontrarnos a solas, me acariciaba tiernamente el cabello, entonces sentía como un torrente, una descarga eléctrica. El afecto maternal de aquella mujer despertaba al Edipo más afiebrado de la historia. Las siguientes semanas fueron de trabajo intenso, teníamos que cubrir un terreno lleno de enormes promontorios. Tan solo en las 200 hectáreas de la zona Túcume se levantan 26 pirámides de adobe, entre las que se encuentran algunas de las más importantes del país, incluyendo una de 400 metros de largo, 100 de ancho y 36 de altura. En una primera tumba intacta se hallaron los restos de un noble varón de 24 años de edad, junto a un tesoro impresionante, que maravillaron al mundo entero. Muy cerca en otra gran recámara se encontró la momia de un guerrero de 35 años aproximadamente, junto a restos óseos de 24 personas, entre ellas 9 mujeres y un niño de 12 años, al parecer familiares cercanos al Señor de Sicán. En ambos casos, los curacas fueron enterrados con sus objetos personales más valiosos y abundante comida para la vida en el mas allá. En uno de los inolvidables fines de semana visitamos el cercano pueblo de Salas, el centro más importante de la medicina tradicional del Perú. Los cientos de brujos, chamanes y hechiceros del lugar habían acumulado conocimientos mágicos durante miles de años y ahora también utilizaban el curanderismo como una lucrativa actividad turística. El “maestro” que nos atendió celebraría el Ritual del Florecimiento, que nos traería suerte y permitiría entender los mecanismos del poder absoluto. Organizó su “mesa” con muchos amuletos y calaveras, abundantes piedras, hierbas y flores, pero creo que el principal elemento de esa mágica ceremonia fue la poción preparada con el cactus San Pedro, que nos dio de beber y que en solo instantes tuvo el efecto de convertir el recinto en un escenario multicolor lleno de fuegos artificiales. La gente del norte peruano es muy amigable y pronto desarrollamos una sólida hermandad con los entrañables compañeros de la excavación. Los ingenieros Víctor Briceño y Germán Becerra eran los guitarristas y compositores, todavía recuerdo las alegres melodías de su mejor tondero, “Juanita la Tomatera”. También nos enseñaron a vestir correctamente, como criollos de pura cepa: la camisa blanca debía estar abierta, solo amarrada a la cintura con un nudo simple. Nos explicaban que este era el detalle de distinción de la peruanidad norteña y por supuesto ninguno de nosotros abotonaba jamás su camisa. Cuando terminó el contrato de trabajo nos organizaron un almuerzo de despedida en la Hacienda Batán Grande, donde se encuentra el Mango Padre del Perú, un histórico árbol, muy frondoso, que lucía elegante, fresco y perfumado, con sus venerables doscientos años de vida. Imponente en medio del patio, sabía que era el centro del sabor, color y perfume del mundo entero. Una pareja de gitanos que se había instalado en los alrededores narraba la romántica historia del “Primer Mango del Perú”. Vestidos con trajes de la época, por unas monedas me permitieron retratarme con ellos, sentados en una banca colonial y teniendo como fondo al enorme y famoso árbol. A principios del siglo XIX, Don Andrés Delgado debería celebrar por todo lo alto la boda de su hija Mariana con Juan del Carmen, otro joven hacendado del lugar. El enlace más importante del año necesitaba como presente algo especial, único, nunca visto. El espléndido Don Andrés encontró la respuesta cuando su amigo el capitán Arturo Santiestevan le comunicó que pronto partiría hacia la India y que podría traerle algo muy especial. A los pocos meses llegaron dos macetas conteniendo plantas jóvenes nunca antes vistas en ese lugar. Una no sobrevivió al largo viaje y se marchitó, pero de la otra surgió un sano y hermoso mango que fue plantado el día de la boda en ceremonia significativa, señalando el inicio de las raíces y la frondosidad de la nueva familia que iniciaban Mariana y Juan del Carmen Delgado. En las próximas vacaciones, contratados por el Instituto de Cultura, levantaríamos el plano de Zaña, una enigmática y gran ciudad fundada en 1563 por los conquistadores españoles y que se ubica a 51 kilómetros de Chiclayo. En el año 1720 ocurrió una gran catástrofe al desbordarse el río y arrasar completamente la opulenta ciudad. Los gitanos aseguraban que fue un castigo de Dios porque la lujuria y el pecado se multiplicaban sin freno alguno y que todavía han quedado impregnando el ambiente. Es por eso que hasta hoy nadie intenta acercarse a las ruinas, por el temor a los duendes que habitan libremente en las iglesias, conventos y casonas de la época. En el ómnibus de regreso a Lima guardé en mi mochila, como el más preciado recuerdo de esa aventura, el pañuelo que lucía Raquel el día de la inolvidable despedida. Olía a jazmín, clavo y canela y ese aroma debería durar hasta mi regreso, el próximo año, a la magia de Sicán.
Recetas de Raquel Olavegoya,(exquisita cocinera, natural de Monsefú, Chiclayo)
Arroz con Pato Ingredientes: Un pato tierno, arroz, manteca, cebolla roja picada, tomate fresco pelado y picado, abundante ají mirasol molido en batán, sal, ajos, comino, hierbabuena y culantro picados, arvejas, chicha y pisco. Preparación: Cortar el pato en presas. En una olla de barro calentar la manteca y freír la cebolla, el tomate, ají al gusto, los ajos, comino y la hierbabuena. Cuando el aderezo esté cocido agregar el pato y sellarlo bien. Sazonar y añadir la chicha, el pisco y un poco de agua caliente, tapar la olla y dejar cocer el pato hasta que esté tierno. Agregar las arvejas y el culantro y cuando rompa el hervor, añadir el arroz. Cocinar cubierto a fuego lento hasta que el arroz esté a punto.
Cabrito a la Chiclayana Ingredientes: Cabrito de leche que aún no ha sido destetado, limón, vinagre, ajo, sal, pimentón, comino, ají mirasol molido, chicha de jora, aceite, sal y pimienta. Preparación: Condimentar el cabrito trozado con sal, pimienta, pimentón, cominos y ajos. Revolver y rociar con el vinagre y la chicha de jora y macerar por cuatro horas. Freír la cebolla en cubitos con ajos, incorporar los trozos del cabrito escurridos, salpimentar, freír y añadir ají y culantro a discreción, mezclar bien, rehogar a fuego lento unos minutos incorporando el líquido de la maceración. Rectificar la sazón y terminar de cocer a fuego lento, antes de retirar agregar un poco de jugo de limón. Se sirve con papas doradas y ensalada.
La Causa en Lapa Ingredientes: Peje (pescado salado de peña), papas amarillas, lechugas, yucas, camotes, choclos cortados en rajas, aceite, ají molido, plátanos para freír, queso fresco, aceitunas, paltas. Preparación: Se sancochan las papas en agua con sal, luego se prensan. Se añade el jugo de limón, aceite, sal, pimienta, ají molido. Cuando la masa esté a punto se coloca en fuente individual. Se adorna con lechuga, yucas, camote, choclos, plátanos fritos, aceitunas y paltas. El pescado seco se remoja el día anterior para que suelte la sal, se pasa en agua hirviendo para suavizarlo, sin deshacerlo, se cubren los trozos de pescado con salsa de cebolla y ají. Este es un plato que se sirve los días lunes, en las hermosas y enormes conchas de Pala (Lapa). |
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