HISTORIA DE LA COCINA Y LA GASTRONOMÍA

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Historia de cuatro cocineros de Nueva York, más uno extra, en los dorados años 20 del siglo pasado, contado por el maestro Ignacio Doménech


Trabajo de Carlos Azcoytia

 Julio de 2011

Gracias a Ignacio Doménech, el gran maestro de la cocina de finales del siglo XIX y primera mitad del siglo XX, hoy podemos conocer los nombres de los míticos cocineros que trabajaron en los mejores restaurantes de la ciudad de Nueva York en la década de los felices años 20 del siglo pasado; una época entre guerras que marcó un hito en la historia de la gastronomía moderna y donde tuvieron cabida todas las tendencias, todos los gustos y todos los placeres en una sociedad decadente que se precipitaba de cabeza a una de las guerras más crueles que ha sufrido la humanidad, la llamada Segunda Guerra Mundial.

Las biografías que comento forman parte del libro de Doménech titulado 'El cocinero americano', una recopilación de las mejores recetas de cocina de toda América, tanto del norte como del sur, y que descubría a los europeos, en su magnífico libro editado en el año 1917, los sabores de un continente, desde Argentina a Estados Unidos y que por desgracia, hasta hoy, ha pasado casi desapercibido.

En dicho libro aparecen las originales formas de elaborar los sabrosos pucheros y sopas criollas o cubanas hasta las importadas por los orientales al Nuevo Continente, pasando por los tamales, la pachamanca o el seviche peruano y un sin fin de platos que hoy venden a los turistas ligeramente transformados para ser deglutidos acordes a los gustos foráneos y que en algunos casos están tan deformados que en poco o en nada se parecen a los originales.

Un viaje de trabajo muy bien aprovechado el de Doménech y que nos dejó como herencia haciéndolo inmortal, porque su libro es como un pequeño tesoro que, al menos, en la biblioteca de un gastrónomo debe de ser imprescindible.

Centrándome en el motivo del estudio que enuncio, Doménech, hace un apartado en su libro, que está dedicado sólo a recetas, a comentar lo que él titula como 'Figuras de los grandes jefes de cocina de New-York', donde hace una pequeña biografía de cuatro de ellos y, también, de una receta preferida de cada uno, todo un legado gastronómico que se habría perdido para siempre si no fuera por el interés y la curiosidad de nuestro homenajeado y maestro de cocineros españoles.

Según vayamos leyendo nos daremos cuenta de la importancia que debieron tener los cocinero neoyorquinos y que Doménech acompaña con una pequeña caricatura de cada uno de ellos.

RECETAS FAVORITAS DE CADA UNO DE ELLOS

René Anyard.- Jefe de cocina del hotel Waldorf Astoria, alumno de Mr. Tenue, muy afamado cocinero, director anterior de esas mismas cocinas.

Dirigía un equipo de entre 125 a 150 jefes de cocina ya que tenía que hacer frente simultáneamente, a diario, a tres o cuatro banquetes, más elaborar unos 6.000 servicios de comida del restaurante.

Tenía un presupuesto mensual para compras en el mercado de la muy preciada cantidad de 175.000 dólares o su equivalente, en francos franceses de 875.000.

Se cortaba a pedacitos una pechuga de pavo o de un pollo cocido. Se ponía en una cacerola con pimientos verdes cocidos con manteca, cortados a pedacitos. Se incorporaba una regular cantidad de trufas picadas y se cubría con salsa a la crema, se dejaba cocer suavemente durante 5 minutos, sazonándolo con una buena salsa bearnesa y se servía.

Eugenio Laperruque.- Jefe de cocina del gran restaurante Plaza, ocupó el mismo cargo en el hotel Restaurant Delmonico. En aquellos años era de los más antiguos de la profesión y del que Doménech dice: "Es llamado por todos los miembros del arte culinario en América 'L'Empereur des chefs', o sea el emperador de los jefes de cocina. Tiene adquirida una gran reputación mundial, y es conocido por todos por uno de los más grandes jefes del mundo. Sus discípulos forman legión en todos los temas y secciones del gran arte culinario cosmopolita.

El nombre de este célebre profesional es un honor para la clase".

El hotel desde 1999 pertenece a un holding de Arabia Saudita y su inauguración fue el 1 de octubre de 1907 con la categoría del mejor del mundo, estando ubicado en la zona más lujosa y residencial de Nueva York, entre Central Park y la Quinta Avenida y ocupando el lugar de otro hotel. Su altura es de 19 pisos y el costo de las obras alcanzaron la escandalosa cifra de 12 millones de dólares.

Desde 1969 el hotel Plaza está en el Registro de Lugares Históricos de la ciudad o lo que es su equivalente en Europa se le considera Monumento Histórico Nacional.

Preparar una perdiz como un plato de entrada, cociéndola en sartén durante tres cuartos de hora, ponerla en una terrina o cocotte, con seis pequeñas cebolletas glaseadas y bastantes cabezas de champiñones pequeños cocidos. Se moja con un vaso de vino tinto, hacer la reducción y añadir una cantidad discreta de salsa, media glasa de caza, pasar la salsa y desengrasarla y echarla sobre la perdiz, completando la cocción con siete minutos más al fuego y servirla en el mismo aparato.

Juan Berdon.- Nacido en Pau (Francia) comenzó su aprendizaje a la edad de trece años en la cocina del hotel  de France de dicha ciudad.

A finales de la segunda década del siglo XX era Jefe de Cocina del hotel L'Astor-Hotel de Nueva York, siendo su cocina especialmente apreciada por su especialización en carne de caza, de la cual hizo un arte.

El hotel Astor estuvo situado en el corazón de Time Square, en la Calle 42, siendo edificado en el año 1900.

Su comedor, estuvo ubicado en la en el noveno piso decorado al estilo Luis XV de color marfil y oro y dimensiones espectaculares, ver foto al pie de este trabajo, que podía albergar a 500 comensales.

El hotel fue demolido en 1967 para pasar a ser un edificio de oficinas.

Se rellena una o varias codornices con hígados de ocas o trufas (en su lugar foie-gras y trufas). Póngase en una cacerola y cúbrase con un cogollo de lechuga por cada codorniz, que esté antes medio breseada. Se cubren con una pequeña cantidad de salsa Perigeux (o salsa de trufas) y una o dos capas de champán. Tapar la cacerola, que será de barro, conocidas por cocottes, y tapar los bordes de la cacerola y tapa con pasta (para que no se evapore el guiso de la codorniz). Se cuece a horno regular durante 20 o 25 minutos.

Se sirve en la misma cocotte, puesta en fuente con servilleta.

Emilio Bailly.- Cocinero del mejor hotel de Nueva York de la época, el Saint Régis, o al menos el más elegante según Doménech.

Este 'Señor y maestro de las cacerolas', según el autor, había trabajado como Chef anteriormente en los mejores hoteles de París, como eran el Ritz y el Bristol, trasladándose a la Gran Manzana para dirigir las cocinas del Saint Régis desde su inauguración, unos seis años antes, sobre 1911.

Su vocación favorita era hacer la cocina con gran orden, cuidando siempre hasta los detalles más insignificantes del servicio.

En la actualidad en el St. Regis funciona otro restaurante y enoteca, el Adour, regentado por el célebre Alain Ducasse con tres Estrellas Michelin.

El hotel, considerado entre los mejores del mundo, aún conserva toda la grandeza, reformada y cuidada, de sus comienzos y donde sus 164 habitaciones y 65 suites están decoradas con sedas, artesonados de madera labrada, obras de arte, muebles a medida y baños de mármol, todo en pleno corazón de Manhattan. 

Levantar las supremas o filetes de una perdiz tierna y en una cacerola se brasean las patas y todo lo restante con legumbres varias picadas y déjese colorear con un poco de manteca. Mójese con una salsa a la crema espesa y déjese cocer durante 45 minutos. Se pasa la salsa por un colador fino y se deja reducir hasta que sólo quede lo necesario para salsear la suprema.

Las supremas bien preparadas con manteca, se sazonan bien de sal, zumo de limón, pimienta blanca en polvo o algo de cayena.

Momentos antes de servirse se saltean las supremas con manteca, y colóquense cada una encima de un costrón de pan frito. Se guarnecen con pequeñas tartaletas de Morillas salteadas (una especie de setas que llevan este nombre y que son exquisitas). Se rocía todo el plato con la salsa y queda terminado para servirse en el acto.

La historia de un plato mítico en la decadente Nueva York de los 20: Ensalada de doble uso dedicada al 'Club de los Trece'.

Digno es estudiar el periodo de entre guerras, la Primera y Segunda mundiales, por la euforia económica y social en las potencias occidentales y donde se puso de manifiesto, entre los vencedores, sobre todo el gran beneficiado de la Primera Guerra Mundial, Estados Unidos,  la fatuidad del ser humano, la torpeza de todos y la especulación de los grandes depredadores, los bancos, ante los créditos concedidos sin avales para reconstruir, en casi monopolio, la industrialización de una Europa destrozada y que hizo, en la Semana Negra que comenzó el 28 de octubre de 1929, tambalearse a casi todo el sistema capitalista mundial y donde nacieron, a partir de entonces, los movimientos proteccionistas que desembocaron en los partidos fascistas y consecuentemente en el germen, como única salida, de otra guerra que salvaría del naufragio a los mismos golfos de siempre y que dejaron, de nuevo, los campos y mares llenos de muertos.

Es en la década de los años 20 cuando todos, como en un buen sueño, de forma irreflexiva se lanzan a cometer las mayores excentricidades, sin saber, por falta de cultura y raciocinio, que después llegaría la pesadilla, algo que se me asemeja al presente que se está viviendo, sobre todo en España, Portugal, Irlanda o Grecia y donde la corrupción y una lenta reacción de los políticos, que deberían estar al servicio de las naciones y no de los capitales y el enriquecimiento propio, no han sabido atajar en su momento, haciendo que la historia se repita, eso es lo que tenemos para desgracia de todos, porque los bancos han dado créditos a personas que no tenían nada con que responder ante la pasiva mirada de los gobiernos que no supieron o no pudieron intervenir contra los verdaderos amos de la economía y de la política.

En aquella década se hicieron famosos socialmente el caviar, el champán y todo tipo de comidas que iban desde las bazofias más inmundas a las más sofisticadas y, como no, la que tratamos en estos momentos y que el lector sabrá encasillar tras su lectura.

En primer lugar sería interesante comentar que el llamado Club de los Trece de Nueva York era el cetro de reunión de snobs, excéntricos y pseudo intelectuales de la ciudad, cuyo objetivo no era otro que desafiar a todo aquello que estaba dentro de la superstición, una nueva forma de divertirse los decadentes y aburridos nuevos ricos americanos y que crearon dicha asociación basada en otra londinense fundada en 1898 en el hotel Savoy.

La receta que nos ocupa fue ideada por el experto y, por entonces, aclamado maître de hotel Roberto Mendel y la fama que tuvo dicho alimento era consecuencia de que se podía servir, indistintamente, acompañando al asado como una ensalada o de postre como una macedonia, una polivalencia muy aplaudida en una cocina que comenzaba a despegar de la tradicional o casera.

La originalidad, acorde de para quien fue dedicada, estribaba en que su composición incluía, indefectiblemente, trece elementos y que eran: Naranjas agrias de cáscara gruesa; manzanas; almendras saladas o dulces; bananas; pasas de uvas; trufas negras; apio; lechuga romana; huevos; aceite refinado; jugo de limón; sal y pimienta paprika.

El procedimiento para  su elaboración, relativamente complejo, consistía en primer lugar, utilizando un cuchillo de punta muy afilada, cortar transversalmente la superficie de la cáscara por mitad de la naranja, sacando cuidadosamente las dos mitades de la cáscara, conservando una entera y que serviría como gorro de la calavera, ya que la presentación era tan importante como el contenido y que por suerte he podido rescatar un dibujo de dicho plato.

Se vaciaba el interior de la naranja, la cual se llenaba de una ensalada que se componía y hacía de la siguiente forma: Se cortaba en pedacitos las manzanas, las almendras, el apio, etc., y se hacía una especie de ensaladilla rusa mezclada con una salsa que se componía de los siguientes elementos: Se ponía en una ensaladera una yema de huevo duro y dos huevos enteros crudos, sal al gusto y la paprika; se mezclaba y batía  agregando un poco de aceite y se concluía con un poco de zumo de limón, resultando una especie de mayonesa. Se incorporaba a la ensalada y se rellenaba la naranja.

Con la punta del cuchillo se imitaban los ojos, la nariz y los dientes a una parte de la naranja; se tapaban las incisiones con tajaditas de trufas negras; se colocaban hojas de lechugas en cada lado, formando las orejas y se cubría con la media cáscara de la naranja.

Se colocaba en una fuente redonda, encima del centro de cuatro hojas de lechugas puesta en forma de cruz.

Si se deseaba confeccionarla para postre se suprimía la salsa, reemplazándola con licores finos o Jerez y azúcar en polvo; el apio por otras frutas de la estación del año, los huevos y las almendras saladas por dulces y las hojas de lechuga por bizcochitos y crema chantilly o lo que es lo mismo: nata montada.

Como anécdota, para terminar, quiero hacer referencia a su respuesta de como se le había ocurrido dicha receta en una entrevista que le hicieron y que razonó de la siguiente forma:

1º.- Porque son trece los ingredientes.

2º.- Es original.

3º.- Fue inventada y dedicada al Club de los Trece.

4º.- Es deliciosa.

5º.- Sus ingredientes se pueden conseguir en todas las estaciones del año.

6º.- Puede servirse como ensalada y como postre.

7º.- La receta puede conseguirse siempre, dirigiéndose a la revista 'El Gastrónomo', que fue quien la publicó.

8º.- Demuestra coraje tener una calavera en su mesa.

9º.- Olvida las supersticiones.

10º.- Demuestra que en la mesa que la sirven están al corriente de las novedades gastronómicas.

11º.- Buen confeccionada tiene apariencia artística.

12º.- Es muy sabrosa preparada de las dos maneras.

13º.- El que la come una vez desea que se la sirvan siempre.

Trece escuetas y poderosas razones para un preparado de trece elementos y dedicado al, por entonces, famoso y exclusivo 'Club de los Trece'.   

 

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