Gracias a Ignacio Doménech, el gran maestro de la cocina de finales
del siglo XIX y primera mitad del siglo XX, hoy podemos conocer los
nombres de los míticos cocineros que trabajaron en los mejores
restaurantes de la ciudad de Nueva York en la década de los felices
años 20 del siglo pasado; una época entre guerras que marcó un hito
en la historia de la gastronomía moderna y donde tuvieron cabida
todas las tendencias, todos los gustos y todos los placeres en una
sociedad decadente que se precipitaba de cabeza a una de las guerras
más crueles que ha sufrido la humanidad, la llamada Segunda Guerra
Mundial.
Las biografías que comento forman parte del libro de Doménech
titulado 'El cocinero americano', una recopilación de las mejores
recetas de cocina de toda América, tanto del norte como del sur, y
que descubría a los europeos, en su magnífico libro editado en el
año 1917, los sabores de un continente, desde Argentina a Estados
Unidos y que por desgracia, hasta hoy, ha pasado casi desapercibido.
En dicho libro aparecen las originales formas de elaborar los
sabrosos pucheros y sopas criollas o cubanas hasta las importadas
por los orientales al Nuevo Continente, pasando por los tamales, la
pachamanca o el seviche peruano y un sin fin de platos que hoy
venden a los turistas ligeramente transformados para ser deglutidos
acordes a los gustos foráneos y que en algunos casos están tan
deformados que en poco o en nada se parecen a los originales.
Un viaje de trabajo muy bien aprovechado el de Doménech y que nos
dejó como herencia haciéndolo inmortal, porque su libro es como un
pequeño tesoro que, al menos, en la biblioteca de un gastrónomo debe
de ser imprescindible.
Centrándome en el motivo del estudio que enuncio, Doménech, hace un
apartado en su libro, que está dedicado sólo a recetas, a comentar
lo que él titula como 'Figuras de los grandes jefes de cocina de New-York',
donde hace una pequeña biografía de cuatro de ellos y, también, de
una receta preferida de cada uno, todo un legado
gastronómico que se habría perdido para siempre si no fuera por el
interés y la curiosidad de nuestro homenajeado y maestro de
cocineros españoles.
Según vayamos leyendo nos daremos cuenta de la importancia que
debieron tener los cocinero neoyorquinos y que Doménech acompaña con
una pequeña caricatura de cada uno de ellos.
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RECETAS FAVORITAS
DE CADA UNO DE ELLOS |
René Anyard.- Jefe de cocina del
hotel Waldorf Astoria, alumno de Mr. Tenue, muy afamado
cocinero, director anterior de esas mismas cocinas.
Dirigía un equipo de entre 125 a 150 jefes
de cocina ya que tenía que hacer frente simultáneamente, a
diario, a tres o cuatro banquetes, más elaborar unos 6.000
servicios de comida del restaurante.
Tenía un presupuesto mensual para compras
en el mercado de la muy preciada cantidad de 175.000 dólares o
su equivalente, en francos franceses de 875.000. |
Se cortaba a pedacitos una pechuga de pavo
o de un pollo cocido. Se ponía en una cacerola con pimientos
verdes cocidos con manteca, cortados a pedacitos. Se
incorporaba una regular cantidad de trufas picadas y se cubría
con salsa a la crema, se dejaba cocer suavemente durante 5
minutos, sazonándolo con una buena salsa bearnesa y se servía. |
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Eugenio Laperruque.- Jefe de cocina
del gran restaurante Plaza, ocupó el mismo cargo en el hotel
Restaurant Delmonico. En aquellos años era de los más antiguos
de la profesión y del que Doménech dice: "Es llamado por
todos los miembros del arte culinario en América 'L'Empereur
des chefs', o sea el emperador de los jefes de cocina. Tiene
adquirida una gran reputación mundial, y es conocido por todos
por uno de los más grandes jefes del mundo. Sus discípulos
forman legión en todos los temas y secciones del gran arte
culinario cosmopolita.
El nombre de este célebre profesional es
un honor para la clase".
El hotel desde 1999 pertenece a un holding
de Arabia Saudita y su inauguración fue el 1 de octubre de
1907 con la categoría del mejor del mundo, estando ubicado en
la zona más lujosa y residencial de Nueva York, entre Central
Park y la Quinta Avenida y ocupando el lugar de otro hotel. Su
altura es de 19 pisos y el costo de las obras alcanzaron la
escandalosa cifra de 12 millones de dólares.
Desde 1969 el hotel Plaza está en el
Registro de Lugares Históricos de la ciudad o lo que es su
equivalente en Europa se le considera Monumento Histórico
Nacional. |
Preparar una perdiz como un plato
de entrada, cociéndola en sartén durante tres cuartos de hora,
ponerla en una terrina o cocotte, con seis pequeñas cebolletas
glaseadas y bastantes cabezas de champiñones pequeños cocidos.
Se moja con un vaso de vino tinto, hacer la reducción y añadir
una cantidad discreta de salsa, media glasa de caza, pasar la
salsa y desengrasarla y echarla sobre la perdiz, completando
la cocción con siete minutos más al fuego y servirla en el
mismo aparato. |
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Juan Berdon.- Nacido en Pau
(Francia) comenzó su aprendizaje a la edad de trece años en la
cocina del hotel de France de dicha ciudad.
A finales de la segunda década del siglo XX
era Jefe de Cocina del hotel L'Astor-Hotel de Nueva York,
siendo su cocina especialmente apreciada por su
especialización en carne de caza, de la cual hizo un arte.
El hotel Astor estuvo situado en el corazón
de Time Square, en la Calle 42, siendo edificado en el año
1900.
Su comedor, estuvo ubicado en la en el
noveno piso decorado al estilo Luis XV de color marfil y oro y
dimensiones espectaculares, ver foto al pie de este trabajo,
que podía albergar a 500 comensales.
El hotel fue demolido en 1967 para pasar a
ser un edificio de oficinas. |
Se rellena una o varias codornices con
hígados de ocas o trufas (en su lugar foie-gras y trufas).
Póngase en una cacerola y cúbrase con un cogollo de lechuga
por cada codorniz, que esté antes medio breseada. Se cubren
con una pequeña cantidad de salsa Perigeux (o salsa de trufas)
y una o dos capas de champán. Tapar la cacerola, que será de
barro, conocidas por cocottes, y tapar los bordes de la
cacerola y tapa con pasta (para que no se evapore el guiso de
la codorniz). Se cuece a horno regular durante 20 o 25
minutos.
Se sirve en la misma cocotte, puesta en
fuente con servilleta. |
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Emilio Bailly.-
Cocinero del mejor hotel de Nueva York de la época, el Saint
Régis, o al menos el más elegante según Doménech.
Este 'Señor y maestro
de las cacerolas', según el autor, había trabajado como
Chef anteriormente en los
mejores
hoteles de París, como eran el Ritz y el Bristol,
trasladándose a la Gran Manzana para dirigir las cocinas del
Saint Régis desde su inauguración, unos seis años antes, sobre
1911.
Su vocación favorita era hacer la cocina
con gran orden, cuidando siempre hasta los detalles más
insignificantes del servicio.
En la actualidad en el St. Regis funciona
otro restaurante y enoteca, el Adour, regentado por el célebre
Alain Ducasse con tres Estrellas Michelin.
El hotel, considerado entre los mejores del
mundo, aún conserva toda la grandeza, reformada y cuidada, de
sus comienzos y donde sus 164 habitaciones y 65 suites están
decoradas con sedas, artesonados de madera labrada, obras de
arte, muebles a medida y baños de mármol, todo en pleno
corazón de Manhattan.
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Levantar las supremas o filetes de una
perdiz tierna y en una cacerola se brasean las patas y todo lo
restante con legumbres varias picadas y déjese colorear con un
poco de manteca. Mójese con una salsa a la crema espesa y
déjese cocer durante 45 minutos. Se pasa la salsa por un
colador fino y se deja reducir hasta que sólo quede lo
necesario para salsear la suprema.
Las supremas bien preparadas con manteca,
se sazonan bien de sal, zumo de limón, pimienta blanca en
polvo o algo de cayena.
Momentos antes de servirse se saltean las
supremas con manteca, y colóquense cada una encima de un
costrón de pan frito. Se guarnecen con pequeñas tartaletas de
Morillas salteadas (una especie de setas que llevan este
nombre y que son exquisitas). Se rocía todo el plato con la
salsa y queda terminado para servirse en el acto. |
La historia de un plato mítico en la decadente Nueva York de los
20: Ensalada de doble uso dedicada al 'Club de los Trece'.
Digno es estudiar el periodo de entre guerras, la Primera y Segunda
mundiales, por la euforia económica y social en las potencias
occidentales y donde se puso de manifiesto, entre los vencedores,
sobre todo el gran beneficiado de la Primera Guerra Mundial, Estados
Unidos, la fatuidad del ser humano, la torpeza de todos y la
especulación de los grandes depredadores, los bancos, ante los
créditos concedidos sin avales para reconstruir, en casi monopolio,
la industrialización de una Europa destrozada y que hizo, en la
Semana Negra que comenzó el 28 de octubre de 1929, tambalearse a
casi todo el sistema capitalista mundial y donde nacieron, a partir
de entonces, los movimientos proteccionistas que desembocaron en los
partidos fascistas y consecuentemente en el germen, como única
salida, de otra guerra que salvaría del naufragio a los mismos
golfos de siempre y que dejaron, de nuevo, los campos y mares llenos
de muertos.
Es en la década de los años 20 cuando todos, como en un buen sueño,
de forma irreflexiva se lanzan a cometer las mayores
excentricidades, sin saber, por falta de cultura y raciocinio, que
después llegaría la pesadilla, algo que se me asemeja al presente
que se está viviendo, sobre todo en España, Portugal, Irlanda o
Grecia y donde la corrupción y una lenta reacción de los políticos,
que deberían estar al servicio de las naciones y no de los capitales y
el enriquecimiento propio, no han sabido atajar en su momento,
haciendo que la historia se repita, eso es lo que tenemos para
desgracia de todos, porque los bancos han dado créditos a personas
que no tenían nada con que responder ante la pasiva mirada de los
gobiernos que no supieron o no pudieron intervenir contra los
verdaderos amos de la economía y de la política.
En aquella década se hicieron famosos socialmente el caviar, el champán y todo
tipo de comidas que iban desde las bazofias más inmundas a las más
sofisticadas y, como no, la que tratamos en estos momentos y que el
lector sabrá encasillar tras su lectura.
En primer lugar sería interesante comentar que el llamado
Club de los Trece de Nueva York era el cetro de reunión de snobs,
excéntricos y pseudo intelectuales de la ciudad, cuyo objetivo no
era otro que desafiar a todo aquello que estaba dentro de la
superstición, una nueva forma de divertirse los decadentes y
aburridos nuevos ricos americanos y que crearon dicha asociación
basada en otra londinense fundada en 1898 en el hotel Savoy.
La receta que nos ocupa fue ideada por el experto y, por entonces,
aclamado maître de hotel Roberto Mendel y la fama que tuvo
dicho alimento era consecuencia de que se podía servir,
indistintamente, acompañando al asado como una ensalada o de postre
como una macedonia, una polivalencia muy aplaudida en una cocina que
comenzaba a despegar de la tradicional o casera.
La originalidad, acorde de para quien fue dedicada, estribaba en que
su composición incluía, indefectiblemente, trece elementos y que
eran: Naranjas agrias de cáscara gruesa; manzanas; almendras saladas
o dulces; bananas; pasas de uvas; trufas negras; apio; lechuga
romana; huevos; aceite refinado; jugo de limón; sal y pimienta
paprika.
El procedimiento para su elaboración, relativamente complejo,
consistía en primer lugar, utilizando un cuchillo de punta muy
afilada, cortar transversalmente la superficie de la cáscara por
mitad de la naranja, sacando cuidadosamente las dos mitades de la
cáscara, conservando una entera y que serviría como gorro de la
calavera, ya que la presentación era tan importante como el
contenido y que por suerte he podido rescatar un dibujo de dicho
plato.
Se vaciaba el interior de la naranja, la cual se llenaba de una
ensalada que se componía y hacía de la siguiente forma: Se cortaba
en pedacitos las manzanas, las almendras, el apio, etc., y se hacía
una especie de ensaladilla rusa mezclada con una salsa que se
componía de los siguientes elementos: Se ponía en una ensaladera una
yema de huevo duro y dos huevos enteros crudos, sal al gusto y la
paprika; se mezclaba y batía agregando un poco de aceite y se
concluía con un poco de zumo de limón, resultando una especie de
mayonesa. Se incorporaba a la ensalada y se rellenaba la naranja.
Con la punta del cuchillo se imitaban los ojos, la nariz y los
dientes a una parte de la naranja; se tapaban las incisiones con
tajaditas de trufas negras; se colocaban hojas de lechugas en cada
lado, formando las orejas y se cubría con la media cáscara de la
naranja.
Se colocaba en una fuente redonda, encima del centro de cuatro hojas
de lechugas puesta en forma de cruz.
Si se deseaba confeccionarla para postre se suprimía la salsa,
reemplazándola con licores finos o Jerez y azúcar en polvo; el apio
por otras frutas de la estación del año, los huevos y las almendras
saladas por dulces y las hojas de lechuga por bizcochitos y crema
chantilly o lo que es lo mismo: nata montada.
Como anécdota, para terminar, quiero hacer referencia a su respuesta
de como se le había ocurrido dicha receta en una entrevista que le
hicieron y que razonó de la siguiente forma:
1º.- Porque son trece los ingredientes.
2º.- Es original.
3º.- Fue inventada y dedicada al Club de los Trece.
4º.- Es deliciosa.
5º.- Sus ingredientes se pueden conseguir en todas las estaciones
del año.
6º.- Puede servirse como ensalada y como postre.
7º.- La receta puede conseguirse siempre, dirigiéndose a la revista
'El Gastrónomo', que fue quien la publicó.
8º.- Demuestra coraje tener una calavera en su mesa.
9º.- Olvida las supersticiones.
10º.- Demuestra que en la mesa que la sirven están al corriente de
las novedades gastronómicas.
11º.- Buen confeccionada tiene apariencia artística.
12º.- Es muy sabrosa preparada de las dos maneras.
13º.- El que la come una vez desea que se la sirvan siempre.
Trece escuetas y poderosas razones para un preparado
de trece elementos y dedicado al, por entonces, famoso y
exclusivo 'Club de los Trece'.