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Abril 2005. El libro es rico desde la pasta misma, de color naranja, letras blancas como azúcar y un pan muy parecido a los representados en “El banquete de los peregrinos”, un fresco del año 1350. Por dentro sólo dos imágenes: la de una familia comiendo a la mesa y la fotografía del autor. Por lo demás es pura narración e imaginación; la prosa es ligera y se va leyendo como cuando se unta mantequilla en un pancito, suavemente, sin problema. Uno se deleita en el entramado que se teje (o se cocina) a lo largo de once capítulos, antes un prólogo y al final un epílogo. Azcoytia no cansa al lector con citas innecesarias, pero sí demuestra una gran erudición en el manejo de las fuentes, ¿cómo explicarlo? él no pretende crear un círculo para iniciados sino proponer un buen inicio para adentrarse en estos temas a cualquiera que nos acerquemos a leer su libro. Así, Carlos Azcoytia nos comenta en su prólogo que: En este libro he intentado mostrar la alimentación, la restauración y la gastronomía, que son cosas distintas, a modo de puzzle, encajando las piezas unas veces de forma anárquica y otras lógicas, esa composición sólo busca la de hacer un libro ameno que pueda ser leído por todos, desde los profesionales a los interesados en el tema, he buscado anécdotas representativas de distintas época y también he plasmado hechos rigurosos entrelazados dentro del contexto general para hacer más comprensible los muchos destinos gastronómicos que se vivieron en la antigüedad. En su primer capítulo narra cómo el hombre (y seguramente la mujer) se hizo cocinero. La recolección, la caza y luego la domesticación de plantas y animales les proveyeron de los recursos para alimentarse, luego, gracias al fuego, dice el autor, “se inventó el gran laboratorio de la cocina”. Y así como se inventaron nuevas formas para cocinar los alimentos, pero esto no es sólo de lo que se trata el capítulo sino de los instrumentos que se crearon para cocinar y para poder comer. Quizás tomar agua del manantial podría hacerse tomándola con las manos unidas en forma cóncava, pero, ¿y si estaba caliente? El capítulo dos está dedicado al pan, lo mismo con citas bíblicas que mesopotámicas. El pan hecho de trigo, de centeno o de salvado. El cereal que conecta con la actividad agrícola y con las creencias religiosas, como la anécdota que cuenta el autor acerca del cabello de la diosa Demeter, es decir, “una bella cabellera rubia de espigas de trigo maduro”. Azcoytia no se conforma con narrar la historia del pan, sino de las enfermedades vinculadas con el hongo del pan. El pan es motivo de muchas historias, algunas tan fascinantes como el motivo tan pueril por el que se separaron las Iglesias cristianas de Oriente y Occidente en el siglo XI, ¿pan ácimo o con levadura para confeccionar las hostias? Los cocineros y los gourmet griegos y romanos de la antigüedad se dan cita en el capítulo tres de este libro. En este apartado lo mismo se podrá leer acerca de estos personajes como de los grandes anfitriones de aquel entonces. Sin embargo, vale la pena fijarse en las recetas que incluye como la del Pastel de rosas y que entre otras cosas llevaba como parte de sus ingredientes la salsa de Garum. En su cuarto capítulo el autor nos adentra al mundo medieval, el hambre y la desolación por un lado y el Camino de Santiago por el otro. Es decir, luego de la caída del Imperio Romano de Occidente se padeció mucha hambre, sin embargo, ya durante el imperio de Carlomagno se vislumbró una notable mejoría, por lo menos en la mesa de este personaje al que le fascinaba la carne de pavo real. En cuanto al Iter Francorum que llevaba a Santiago de Compostela éste ya incluía varios hostales en donde se podía encontrar, según las fuentes empleadas por Azcoytia, buena o mala comida, pero eso más bien depende de con qué versión se quiera quedar el lector. Antes de dejar este capítulo tan sólo una mención a lo que el autor escribe acerca de la influencia árabe en España y las piedras bezoares. Esto también me conecta con América, en el caso mexicano con la caña de azúcar introducida por Hernán Cortés, pero que previamente había sido llevada a España por los árabes. En cuanto a las piedras bezoares es interesante la manera como el padre Joseph de Acosta a fines del siglo XVI se refiere a estas “piedras” en su Historia natural y moral de las Indias, eran el antídoto contra varias enfermedades y los envenenamientos. De eso también se puede leer con más detalle en la obra de Azcoytia. Leonardo da Vinci es el personaje clave en el capítulo V que es dedicado al Renacimiento. El tratamiento que hace el autor para acercarse a este gran artista descubre una faceta generalmente desconocida, no la del artista o inventor sino la de cocinero. Así y todo hay que destacar que su genio inventivo lo mismo tuvo que ver con servilletas que con el tenedor de tres púas. En otra parte de este capítulo se puede leer acerca de la cocina anglosajona renacentista y un día en la corte del Enrique VIII y los Tudor. Dice que su postre favorito era la “Tartaleta Dama de Honor”, llevaba una base de hojaldre y crema y coco. Pero lo que más puede haberme llamado la atención era la manera que se usaba para lograr el color verde en las gelatinas. A todo esto el autor se detiene para hacer una reflexión de cómo se alimentaba el pueblo llano, y realmente era muy llana la manera en que comía en comparación con los grupos poderosos económicamente hablando. Cierra este apartado con una descripción del escorbuto. Así, lo mismo se lee acerca de la comida renacentista que de la enfermedad relacionada con la falta de cierta vitamina. En el sexto capítulo el autor habla del intercambio de elementos culturales de índole gastronómica aportados a raíz del “descubrimiento” de América: El verdadero descubrimiento para los europeos que llegaron a América no fue el continente, porque ya lo habían descubierto los indígenas que habían llegado miles de años antes atravesando el estrecho de Bering. El verdadero hallazgo fueron los nuevos sabores que nos brindaba el Nuevo Mundo y que desde 1492 revolucionó para siempre todas las cocinas del planeta. La lista de aportaciones es larga, pero aquí vale la pena reflexionar acerca de la papa y el tomate que lleva el musaká, o de una rica bebida de cacao caliente, llamada comúnmente chocolate, o de las rosetas de maíz, a las que en México se les llama palomitas y que lo mismo sirven para hacer adornos navideños en los Estados Unidos de Norteamérica en la época de Navidad que para comerlas en la sala de cine. Este capítulo contiene también datos acerca de los habitantes originarios del continente americano y sus hábitos alimenticios. En cuanto a los alimentos aportados por los europeos a la dieta americana destacan el azúcar y el café. Se toma el tiempo para narrar cómo los trajeron, su aclimatación y las formas de trabajo: “De esta forma el azúcar que endulzaba a Europa fue elaborado de la forma más amarga que se pueda imaginar, con el sudor y la falta de libertad de miles de hombres.” Carlos V llevó la cocina de Borgoña a España, ésta se caracterizaba – según nos cuenta Carlos Azcoytia en su séptimo capítulo- por su opulencia y complicación. Este apartado es dedicado a la cocina del Imperio y el Siglo de Oro, vale la pena pensar en la opulencia de las comidas de los reyes y nobles y el contraste en las mesas de los pobres, estas diferencias serían narradas de forma magistral por autores como Cervantes. El hambre provocó motines como el narrado por el autor y que sitúa en mayo de 1652 en Córdoba. Parece ser que a Carlos V le gustaba mucho comer melones, de esta forma, Azcoytia describe este fruto y la manera de consumirlo. Añade refranes muy graciosos y nos recuerda que lo mismo sirve de entrada que de postre a la hora de comer. Concluye con rebeliones de cocineros en la Casa Real española y una mención al “gran maridaje” entre los continentes americano y europeo: el gazpacho, una sopa fría que se inventó, según Azcoytia, en Andalucía, “compuesta por tomate, pepino, pimiento, ajo, aceite de oliva, vinagre, sal, pan y agua fría.” En su octavo capítulo el autor reflexiona sobre la importancia de la cocina cortesana francesa y de cómo las demás casas reales trataban de imitarla. Lo mismo menciona la fastuosidad de la cocina versallesca que el protocolo a la hora de ingerir los alimentos, así como las vajillas y cubertería. Incluye una curiosa anécdota acerca del suicidio de Vatel, un famoso cocinero que trabajaba para un noble en Chantilly. Azcoytia también analiza la muerte de Mozart y lo hace de una manera singular hasta ahora poco conocida, tiene que ver con el consumo de carne de cerdo. Nos habla de Grimod de la Reynière (1758- 1838) quien fuera el primer periodista gastronómico. A él se deben frases como ésta: “Un anfitrión que no sepa trinchar y servir es como el poseedor de una magnífica biblioteca que no supiera leer”. El capítulo IX trata acerca de personajes famosos vinculados con el mundo de la comida como Antonin Carême, un célebre cocinero francés, o un músico “macarrónico”, Gioacchino Rossini. También le dedica un espacio a la conservación de los alimentos y la importante relación que Napoleón Bonaparte tuvo con las conservas. Además de la invención del helado y los distintos métodos de conservación, al final de este apartado, Azcoytia menciona cómo se crearon otros utensilios y aparatos para la cocina como sería la propia cocina eléctrica, el microondas o la olla de presión. Carlos Azcoytia, en le décimo capítulo de su obra, relata el surgimiento de los restaurantes durante el siglo XIX en el contexto de la era industrial. Asimismo, cómo la nueva clase social en el poder, la burguesía, hace “que la cocina se socialice”. París se convirtió en el templo de la gastronomía y fue testigo de banquetes que hicieron historia como el del año de 1867 que fue llamado “de los tres emperadores”. Resulta muy interesante la forma como narra la historia del caviar y su introducción en las fiestas de la alta sociedad europea luego de la Revolución Rusa de 1917. Para concluir, el capítulo XI contiene valiosa información acerca de los restaurantes de Madrid y Barcelona de fines del siglo XIX. Incluye anécdotas muy ilustrativas acerca de los artistas e intelectuales del Madrid de 1859, como el encuentro de varios de estos personajes ilustres con el famoso banquero Salamanca en la Fonda de París, en Madrid. De cualquier manera, advierte Azcoytia, junto con los cafés y restaurantes se mantenían las antiguas costumbres, es decir, en Madrid se conservaban las formas castizas con las “fondas, tascas y figones donde /se podían/ comer tradicionalmente el cocido madrileño, las judías o los callos, que eran todo un lujo.” En este mismo apartado comenta acerca de la cocina estadounidense y la sudamericana, de esta última destaca el ceviche en el Perú y cuyo origen se remonta a las culturas costeras preincas. Acaba con la historia de “un gastrónomo de peso”, Manuel María Puga y Parga, quien no solamente fue famoso por haber sido un hombre muy obeso sino por el hecho de haber escrito varios libros de cocina en los primeros años del siglo XX en España como el de “La cocina práctica”, del cual, por cierto, incluye una receta con la que termina el capítulo. El epílogo es una provocación, una reflexión aguda acerca del tiempo que vivimos y de cómo han cambiado nuestras costumbres en la mesa y en los restaurantes, la prisa es aquello que marca nuestra existencia y si no es rápido entonces no sirve, ojalá que este libro lo degusten despacio, es un manjar que vale la pena. |