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Mesa de Indianos*, o la verdadera historia de la cocina asturiana.
Tantos libros se han publicado hasta la fecha con el título de Historia de la Cocina, que ya me da apuro cumplir con el compromiso de un proyecto que inicié hace más de diez años, pero que ahora aprovecho esta auténtica cátedra digital, para contarles la curiosa génesis de lo que hoy se da en llamar Gastronomía asturiana (pueden cambiar asturiana por gallega, cántabra o incluso vasca, porque hay más parecidos que diferencias) y que no pocos pedantes pseudos eruditos, pretenden remontar a las gestas de D. Pelayo, cuando en realidad en estos valles no se comió fabada hasta después de la guerra civil española. Antes de entrar en materia conviene situarnos geográfica y orográficamente, porque nadie en sus cabales podría de otro modo concebir que Asturias tuviese más contacto comercial, y por tanto cultural y social, con Inglaterra o Francia, que con la vecina Castilla, por eso les daré una pincelada sobre la materia. Asturias, tierras de valles. No voy a remontarme a los escritos de Plinio, ni siquiera a las famosas cartas de viajes de Jovellanos, simplemente les diré que yo no conocí el pueblo que un día sería mi residencia, Castropol, hasta los años ochenta, porque ir desde mi querida Cangas de Onís, hasta el valle del Eo, suponía sus buenas siete u ocho horas de coche. En los cincuenta, eso bien podría suponer el doble, lo que significaría un día entero, y en siglo XIX, lo que históricamente es como decir ayer por la mañana, lo más rápido y seguro era hacerlo en barco, ya que no había servicio directo de diligencias que no obligase a pernoctar un par de noches. Y digo barco como quién no le da importancia, pero nadie que no haya navegado por el Cantábrico sabe lo que significa costear por estas aguas, porque con buena mar, las cien millas que separan Llanes de Figueras, se harían en un día, pero con el tiempo torpe … Eso señala que Asturias tuvo siempre una cultura muy endogámica, cada cual vivía en su valle y apenas si salía alguna vez en su vida a alguno que fuese el vecino o, como mucho, a la capital para algún asunto administrativo. Pero eso no era nada comparado con la barrera que nos separaba del resto de la península, porque los pocos pasos que la cordillera tiene para acceder a la meseta, hasta el siglo XX fueron de herradura, por lo que personas y mercancías tenían que viajar a lomos de mulos, porque no había tan siquiera carros con los que cruzar …, y eso, durante los cuatro o cinco meses de verano en que la nieve no los cerraba, porque el resto del año, Asturias era una verdadera isla. Hasta el siglo XIX en que Alfonso XIII inauguró el ferrocarril de Pajares, salvo intercambios puntuales de poblados limítrofes de la montaña, todo el comercio se realizaba por mar y claro, ya puestos, entre llevar avellanas a Cádiz para su posterior transporte a Madrid o llevarlas a Brighton, El Havre, o Lorient, pues imagínense. Solo teniendo en cuenta esta situación, podremos comprender como sucedieron los acontecimiento que a continuación les vamos a narrar. El hambre no es cultura. La mayoría de esos intelectuales de aldea a que me refería antes, se empeñan en convencernos de que nuestra cocina tiene raíces centenarias, lo cual es una solemne estupidez porque hasta casi el siglo XX, nuestros pueblos comían lo que hubiese …, y gracias. Un par de datos. En el libro A journey through Spain, el reverendo Townsend se quejaba que a su entrada en Asturias por Somiedo, en la Pola, no encontró “ni pan, ni carne, ni huevos, ni vino”. Sin embargo, a cuatro leguas, en San Andrés de Agüera, el párroco le dio refugio en la casa rectoral y allí pudo disfrutar de una merienda de chocolate con bizcochos y para la cena, “jugosas aves y buen vino”. Hasta bien entrado el siglo XX (en Asturias la Desamortización de Mendizábal apenas tuvo consecuencias), el 75% de los terrenos cultivables pertenecían a la Iglesia y el 90% de la población eran campesinos. Dice Jovellanos: “Los mayorazgos y los monasterios e iglesias son casi los únicos propietarios de Asturias”. Dice Juan Bautista Loustau (1786): “Las tierras no producen competente cantidad de granos para el preciso mantenimiento de aquel gentío. Cada uno come las hortalizas que puede cultivar con extraordinario trabajo. El aceite es casi desconocido en las aldeas o barrios de 10, 20 o 30 casas. Allí no se encuentra carne fresca, sirviéndose de cecina salada que cada uno mata al por mayor para todo el año.” Y José Antonio de Cepeda, regente de la Audiencia de Oviedo, en su informe al rey de 1711: “Los que las habitan, cultivan y en ellas crían, es gran número de familias, tan pobres que en los años más fértiles, casi no prueban el pan, carne, ni vino y se alimentan con leche, mijo, fabas, castañas y otros frutos silvestres” La pota o pote, era el eje sobre el que gravitaba la vida familiar. Un gran caldero con tres patas, que reposaba día tras día en el lar, más o menos lleno de agua y al que se añadía lo que buenamente Dios proveyese. Antes de que los romanos trajesen los castaños, serían bellotas, después de Colón, judías y maíz y a partir de Napoleón, patatas. Eso, como ingrediente de contundencia, hidratos de carbono, como proteína, algo de caza, trozos de matanza que se racionaban con mimo hasta que el enranciamiento de la grasa los hacía incomestibles y, cuando moría alguna vaca de parto o había que sacrificarla por que se hubiese despeñado, pues fiesta para toda la aldea porque comían carne hasta reventar durante dos o tres días, ya que, salvo las zonas más altas y frías, casi deshabitadas, en el resto era difícil hacer tasajos y salazones por el elevado grado de humedad. En algunas localidades como Pola de Siero, con tradición de carniceros porque tuvieron carta puebla, o sea, derecho a celebrar mercado sin necesidad de autorización eclesiástica, desde 1270 (http://www.pepeiglesias.net/op1.php?IDCAT=88&IDFICHA=1740) y tenían mataderos para abastecer a los nobles y clérigos de la capital, se comían las entrañas que no se vendían y así presumían de ser parada y fonda de tratantes y arrieros que sabían que su escudilla, además de garbanzos y nabos, rebosaría de la grasa que mollejas, pezuñas, riñones y sesos, soltaban durante la cocción. ¿Es eso gastronomía? Con perdón de mis paisanos, yo creo que no. Un pueblo hambriento, que desprecia la oferta micológica más importante de Europa, bien sea por superstición, bien por prohibiciones religiosas, es un pueblo que no valora las delicias de la buena mesa. Hace apenas veinte años, un servidor daba charlas sobre el tema y la gente me miraba con verdadero recelo: las setas seguían siendo comida de serpientes y armas del diablo, que quién juegue con ellas, tarde o temprano terminará mal. Podía recorrer bosques y praderías recolectando cantidades ingentes de boletus, cesáreas, níscalos, rebozuelos, bejines, champiñones y cien variedades más. A mediados de los noventa empezaron a llegar comerciantes catalanes que enseñaron a los paisanos a distinguir los boletos, níscalos y rebozuelos, para exportarlos a Italia, Francia y Austria. Hoy pinares y prados lucen carteles de prohibición de acceso y como te pillen con un cesto de perrechicos, te pinchan las ruedas del coche o incluso te pueden moler a palos, porque hay pueblos enteros que viven casi de las setas ¡Y hasta hace diez años ni se tocaban! ¿A cuento de qué toda esta monserga? Pues para situarnos socialmente, porque si les digo de sopetón que la cocina asturiana empezó en el siglo XX con la llegada de los indianos, mañana habrá cien ilustres apellidos asturianos clamando hoguera para este hereje que les cuenta, con todo cariño, aunque parezca lo contrario, la verdadera historia de la cocina de su tierra.
Cocina de indianos. Como he comentado, en Asturias, salvo cuatro familias nobles y cinco frailes de curia que comían carne, huevos y dulces a diario, el pueblo sobrevivía con lo que hubiese en la pota, que, dicho sea de paso, era tan ralo, que apenas si podía mantener en pie a un ser humano que tuviese que pastorear de sol a sol un ganado que era del amo y a quién poco le importaba que sus aparceros apenas tuviesen tierras que labrar, porque para su mesa, con lo que cobraban, tenían bastante. Mi abuelo Pepe, como otros tantos, salió un día de su Villalegre natal con unas botas que su madre le había comprado como única dote y que llevaba colgadas del cuello para que no se gastasen antes de llegar a Méjico, donde tenía que presentarse ante un tío lejano que le daría trabajo en su colmado. Lo que hizo no lo sé, ni me importa, ni menos aún viene al caso de esta historia, lo que cuenta es que amasó una colosal fortuna y así, convertido en indiano, volvió a su querida Asturias para buscar esposa. No lo hizo a su aldea avilesina porque los recuerdos de la miseria eran aún tan profundos que jamás volvió a pisar su valle. Fue a Cangas de Onís, villa distinguida que alguna vez fuera la primera capital de la España cristiana y donde se decía que residían las señoritas casaderas más finas y distinguidas del principado. Aquellas mujercitas habían sido sabiamente adiestradas para ser esposas modélicas para un rico indiano. Hablaban francés, sabían leer y escribir, tocar el piano y sobre todo cocinar. Una vez casados, antes de volver a América, hacían su luna de miel en París, donde durante tres o cuatro meses, compraban antigüedades, visitaban teatros y, sobre todo, disfrutaban de la que era, sin la menor duda, la mejor cocina del mundo. Durante aquellos tres meses de brutal despilfarro, la esposa, en este caso mi abuela Cari, aprendía a preparar soufflés, volovanes, quiches, bisques, civets, vichysoisses y todo tipo de delicatessens con las que, en el lejano nuevo continente, poder hacer feliz a un esposo nuevo rico. Al cabo de cuatro o cinco años, la joven esposa, ya madre de tres o cuatro hijos (tres en mi caso), empezaba a deprimirse por no poder compartir tanta riqueza con sus seres queridos de la infancia y así, día a día, mes a mes, iba convenciendo a su indiano para volver, aunque solo fuesen unos meses. Tengan en cuenta que no había aviones, por lo que el viajecito suponía más de un mes de traslados, lo que con niños y tres o cuatro criados fieles, era toda una expedición. Ya en el pueblín, como primera medida había que construir una mansión (merece la pena hacer una visita a las casonas asturianas porque son verdaderos palacios), con lo que el plan de mi abuela, como el de tantas otras, estaba cristalizado: “Por Dios Pepe, le diría a mi abuelo, con esta casa tan guapa, como vamos a volver a Tampico con los críos, que no tienen ni donde estudiar, ni un mal hospital donde llevarlos si cogen las paperas” y así mi abuelo, como tantos otros, volvía solo al origen de su fortuna para cerrar los negocios, dejando al frente a un administrador que poco a poco se iría apoderando de lo que quedase. Y aquí entroncamos con la cocina. Estamos a principios del siglo XX y una nueva clase social acaba de nacer, la burguesía. En Francia ya llevaba años implantada, incluso dirigiendo los rumbos del país, pero en Asturias, como en casi el resto de España, era incipiente, limitada a algunos núcleos urbanos.
Pero lo importante es que cada casa era un verdadero comedor de lujo, un tres estrellas Michelin, si por aquel entonces hubiese tal distinción y si sus puertas estuvieran abiertas al público. Tengan en cuenta que, hasta los años sesenta, en España, salvo dos o tres comedores de lujo en Madrid, Barcelona o alguna contada capital de provincia, la oferta hostelera se limitaba a simples posadas, ni por asomo había un rasgo de elegancia. Pero en las casas burguesas, sí se cocinaba de lindo, incluso varios platos en cada servicio. La cocina aprendida en su periodo de juventud, simple pero sabrosa, la parisina incorporada al recetario particular durante el viaje de novios y, esto es muy importante, la mestiza, que tuvo que realizar durante los años de emigración, configuraban un ramillete formidable que, poco a poco, se iba implantando en las costumbres locales, por lo que no es de extrañar que en aquellos manuscritos domésticos que con tanto celo buscamos los historiadores gastronómicos, aparezcan platos con aguacate, caqui, chiles o epazote, ingredientes que no se conocieron en el resto de España hasta los años ochenta, pero que eran comunes en estos valles, porque el indiano había plantado, junto a la pareja de palmeras que identificaba su casa como tal, un aguacate, un caqui y un huerto con chiles jalapeños, en recuerdo a aquellos años de hambre que pasó en su exilio antes de hacerse rico. Platos tan de moda hoy día por su rareza, como las verdinas, proceden del Puy de Dôme, quizás porque la indiana pasó su luna de miel en Clermont Ferrand. Se trata de unas judías finísimas de color verde (ojo, no verdes de maduración, sino de color, como las pintas son moradas o los fríjoles, negros), que se preparaban solo en la zona Llanes con ternera, pero que desde hace un lustro (no voy a contar el motivo porque me concierne demasiado), se preparan hasta en Luarca, por cierto con mucho acierto en Casa Consuelo, con matanza, langostinos, almejas, nécoras o lo que pille la inspiración del cocinero. Tengan en cuenta que por aquellos años, París era la capital del mundo y si la cultura francesa les fascinó hasta el extremo de que todas sus casas eran replicas más o menos afortunadas de la arquitectura francesa de la época, pues qué no admirarían de su cocina, cuando habían sido testigos directos del buen hacer de las grandes estrellas, nombres que aún se conservan en el firmamento de la historia de la hostelería mundial, como fue Escoffier y su entorno, Ritz, Carlton, Le Grand Véfour (este estuvo cerrado de 1905 a 1947, pero alguien lo conocería), la Tour d’Argent, Maxim’s, etc. Y este conglomerado de culturas fue el que, a principios del siglo XX y finales del XIX, entró como una locomotora por los hasta entonces tristes valles asturianos donde apenas sí se oían las campanas de llamada a rezo, las esquilas de las vacas y algún que otro juramento, que de eso nunca estuvimos faltos. Aldeas remotas como Somao, Malleza o cualquiera de los concejos de Llanes, Parres, o Cangas de Onís, de pronto se vieron invadidas de lujosos coches automóviles y mansiones que te hacían dudar entre si estabas en la Habana, el París de las Américas, o el propio Versalles. Playas desiertas como Ribadesella, se llenaron de fastuosos palacetes con exóticas palmeras y frutales a cual más sofisticado. Asturias había renacido y se había convertido en un pastel, delicioso por cierto. He aquí algunos de las más controvertidos platos de esta nueva cultura. La Fabada Antes cité de pasada el plato más asturiano, el más típico, el histórico ¿Histórico? Bueno, seamos serios. La primera referencia que hay sobre su existencia se debe a Julio Camba en su libro 'La Casa de Lúculo' donde nos comenta que, tras probarla en el chalet de D. Melquíades Álvarez en Somió, casi ingresa en el partido reformista. Hablamos de 1937. A pesar de no ser hombre comedido, el maestro Camba no se atreve a afirmar nada, pero sí hace un guiño al apuntar que la Fabada es como “el cassoulet de Toulouse, aunque le falte el pato”. Es decir, que para explicar en qué consiste el plato, tiene que hacer referencia al guiso francés. En un librito de cocina recopilado por el RIDEA, fechado a finales del XIX, no existe mención alguna a la fabada, lo que sugiere que esta no es una simple mutación del pote, como sugieren algunos estudiosos, sino casi con certeza una adaptación del cassoulet, es decir, otro plato de indianos que nuestras abuelas cogieron de su viaje de bodas y en el que cambiaron las delicias de pato, por el tradicional compango asturiano de chorizo, morcilla, tocino y lacón, lo habitual de un pote para día festivo. De hecho, tal y comenté antes, en Llanes es típica la fabada de verdinas, una verdadera delicia que hasta hace una década apenas si se podía probar por encargo en un par de chigres (en realidad eran casas particulares que daban comidas). El maíz. En el palacio de Casariego se conserva una arquita de cedro donde, según algunos (hay contratos de arriendo que confirman que ya en el siglo XVI se cultivaba en Asturias), en 1605 Gonzalo Méndez de Cancio y Donlebún, trajo el primer maíz a Europa. Desde entonces este grano fue la salvación de miles de familias que veían como por fin podían disponer de algún cereal con que hacer panes. Fue la panacea, porque con los tucos se macizaban los tabiques, con las hojas se rellenaban los colchones y con las cañas se hacía forraje. Hasta que su abuso provocó una de las mayores pandemias de nuestra historia, el Mal de la Rosa o pelagra, que en Francia se llegó a bautizar como lepra asturiensis. En muchas zonas se consideró como castigo divino, sobre todo en el occidente donde se cobró miles de víctimas. Tal fue el descalabro, que dejó de consumirse y solo se hacía borona (pan de maíz) cuando las condiciones eran extremas. Sin embargo los indianos comprobaron que debía haber algo más en aquel asunto, porque en sus respectivos países de emigración, los nativos comían tortillas, totopos y tamales, a todas horas y estaban sanos como robles, de modo que se aficionaron a su consumo y, de vuelta a su tierra, rara era la noche que no cenaban unos tortos con leche. Un plato glorioso de nuestra cocina es el boronchu preñao, una especie de bomba desde el punto de vista nutricional, pero una tentación a la que no puedo resistirme aún a sabiendas de sus consecuencias. Consiste en un bloque de borona relleno de chorizos, costilla, panceta, lacón, etc., que, previamente envuelto en hojas de castaño y prensado en una lata de membrillo (de las antiguas, ya saben, de 40cm de largo, por 25 de ancho y 20 de profundidad), se deja cocer muy lentamente al amor del hogar durante toda la noche. Es difícil describirlo, porque los aromas a pastelería que desprende la masa tostada, contrastan con la brutalidad de los aromas del compango y, una vez en boca, son tantos los matices y texturas que se pueden percibir, que yo creo que solo un poeta sería capaz de transmitirlo con toda su voluptuosidad. Era comida de campo, de romería, de espicha, nada fino, pero golosina que nadie perdonaba por muy elegante que fuese su condición. Hoy es muy difícil encontrar cocineras que lo hagan porque es laborioso y no es fácil encontrar harina de calidad. De hecho yo solo sé de un par de sitios donde la preparan, ambos en Cangas de Onís. Los hojaldres. Asturias cocinó siempre con mantequilla, manteca de vacas que se decía, ya que, al no haber olivares ni almazaras, el aceite era tan caro y escaso, que se reservaba exclusivamente para el aliño de ensaladas y escabeches. Una de las aplicaciones más gloriosas de esta grasa es el hojaldre. Yo no recuerdo otro como el que preparaba mi abuela los domingos para hacer unos volovanes de marisco que aún se hace la boca agua, cuarenta años después. La tradición hojaldrera se ha perdido. Los prefabricados han ganado la partida. Las margarinas se han llevado el gato al agua y ya no hay restaurantes ni pastelerías que pierdan su tiempo amasando esta gloria de la Humanidad (en Cangas de Onís hay una pastelería, Peñasanta, que aún prepara una empanada y un milhojas de morirse, pero cuando quiere), pero el hojaldre fue uno de los pilares de la cocina burguesa asturiana. Hasta hace tan solo tres décadas, esta preparación era como esa asignatura llave que, como la suspendas, te cierra el paso para terminar la carrera. Los escasos comedores de nivel que había en el principado, pero sobre todo las confiterías y las cocinas domésticas de las casas de bien, tenían toda una parafernalia para que sus hojaldre estuviesen a la altura que requerían sus anfitriones. Mármoles, rodillos, cedazos y sobre todo el savoir faire, eran mantenidos en el mayor secreto y hasta se hacían trampas entre las señoras, pasándose recetas falseadas para que Ramona no pudiese nunca lograr que sus volovanes fuesen tan etéreos como los de mi abuela, o para que los bocaditos de salmón que hacían en la confitería Merino (hoy cerrada), fuesen tan codiciados, que solo se vendían de uno en uno para que los clientes tuviesen que tomarse allí el vino. Mi padre, q.e.p.d., cuando llegábamos a Cangas, antes de visitar a su hermana Marina, ni tan siquiera subir el equipaje, lo primero que hacía era tomarse un par de hojaldritos de salmón en el Merino. Y hablo de Cangas porque es lo que yo conocía, pero otro tanto se podría decir de Llanes, Luarca y por supuesto las grandes ciudades como Oviedo, Gijón o Avilés, porque esa cultura gastronómica, sobre todo la dulcera, no se quedaba en las casas de los indianos, sino que salía a la calle, a las pastelerías ya que, si bien apenas había restaurantes elegantes, los cafés y confiterías sí eran notables en cada villa, y era comentario habitual decir que en los milhojas de la Covadonga eran exquisitos porque en su obrador trabajaba Etelvina, que antaño sirviera en casa de los de Solís y allí aprendió las recetas del hojaldre de Dª Caridad y la del tocinillo de cielo de Balbina Gala, que tenían fama de ser los mejores desde Ribadesella hasta Cabrales y de Oviedo a Unquera. Sidra, vino y otras bebidas. Todos los documentos antiguos indican que en Asturias se comía con agua, leche o suero, porque el vino era privilegio de nobles y clérigos, e incluso la sidra solo se consumía en fiestas populares o celebraciones ya que el campesino la elaboraba para comerciar con ella. Permítanme que deje un poco de lado el asunto del actual vino asturiano, llamado de Cangas, porque es un tema bastante escabroso y no quisiera cargar con ninguna responsabilidad cuando esto salte, porque muchas familias tengan que pagar, quién sabe si alguno con su vida, la irresponsabilidad de una administración que les animó a meterse en la boca del lobo. La producción de vino en Asturias, se hacía precisamente por esas peculiaridades orográficas que describimos al principio. Traer vino de la meseta era tan ardua tarea, que el poco que llegaba debía hacerlo por mar y en muchos casos desde Francia, lo que hacía que fuese privilegio exclusivo de nobles y clérigos. En la zona de Villaviciosa había notables plantaciones, pero a finales del XVIII, tanto las viñas como los cítricos (Asturias era la principal exportadora de naranjas y limones a Inglaterra ya que el flete suponía una cuarta parte que desde levante), fueron cambiadas por manzanos para la elaboración de sidra que Francia e Inglaterra demandaban, hasta el extremo de que el propio Jovellanos, denunciase semejante irresponsabilidad en su Informe sobre el expediente de la ley agraria (1794). Por ello tan solo quedaron viñedos en las zonas más alejadas del mar, donde era necesario vinificar para el autoconsumo, y así se conservan aún viñedos prefiloxéricos en los concejos de Allande, Cangas de Nancea, Ibias y Tineo, con variedades autóctonas como la Albarín, Carrasquín y Verdejo Negra, aunque desde que se abrieron carreteras hacia León, prácticamente todo el vino se empezó a elaborar con uvas traídas de El Bierzo, algo absurdo porque sería más cómodo importar el vino en garrafas, pero por aquello de mantener la tradición, pues algunas casas mantenían sus lagos y prensas. Por el contrario la sidra hizo furor en toda la región, principalmente en la zona central costera, Gijón y Villaviciosa, estableciendo una floreciente industria y un rentable comercio con la Bretaña francesa y el Reino Unido. Sin embargo y a pesar de la incorporación de la botella, hasta hace apenas un par de décadas (incluso hoy), la sidra se considera bebida menor, casi como un refresco para el aperitivo o media tarde y, salvo pueblos sidreros como Gijón, Nava, o Villaviciosa, los bebedores de sidra eran mal considerados por la alta sociedad, gente de chigre (el chigre es el aparato sacacorchos típico de Asturias y por extensión así se llama también a los bares que venden sidra (http://www.pepeiglesias.net/op1.php?IDCAT=116&IDFICHA=931), por lo que no estaba presente en la mesa de los indianos, de hecho casi la bebían a escondidas, ese día que iban de paseo hasta alguna aldea, donde un familiar lejano invitaba al nuevo rico a sentarse a la sombra de un castaño para oírle aquellas anécdotas de su gesta que no se podían narrar en público y menos delante de la esposa y los hijos. Como en las Americas tampoco era habitual el consumo de sidra y vino, Asturias no gozó de grandes bodegas sino más bien de estanterías donde se lucían vinos famosos, Vega Sicilia, Chateau Mouton y cosas por el estilo, en recuerdo de lo que se vio en Paris, pero apenas para su consumo. Sí había por el contrario destilados inusuales en España, como el whisky, el tequila, el pisco y otras frecuentes en los respectivos países de acogida, sobre todo el ron, pero como generalmente el indiano rico había llegado a tal precisamente por su afición a la bebida sino más bien por todo lo contrario, pues en estas casas no estaba muy bien visto darle al frasco. Gracias a Dios, esta lamentable deficiencia fue subsanada por las generaciones descendientes y por hoy Asturias es la región que cuenta con las mejores cartas de vinos de España y los asturianos gozamos de una más que merecida fama de ser el pueblo que más y mejor bebe, quizás del mundo. ¡hips! Terminamos. Comprenderán ustedes que el tema exige un libro entero, pero al menos estas cuatro pinceladas yo creo que esbozan el perfil de una cultura simpática, casi desconocida, con personajes aún vivos, aunque algunos confunden con raíces visigóticas. |
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