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Sonó el intercomunicador y mi
secretaria, con su inconfundible voz, dijo escuetamente: “Ingeniero,
ya llegaron... Jacinto Chupiquiondo y esa chica Sonaly, la que tiene su
programa de turismo en la televisión”.
“Gracias, ya los vi por
el monitor, hazlos pasar a la sala y en breves momentos me reúno con ellos”.
Fui directo y quizás algo
brusco al decirles a modo de saludo: “Queridos amigos, me gusta
verlos, pero les anticipo que en estos momentos no tengo tiempo para
aventuras y tampoco está en mis planes inmediatos comprar algún tesoro
único en el mundo”.
“Solo queremos que nos
escuche un instante, ya sabemos que está muy ocupado, mi dilecto amigo”,
dijo Jacinto luciendo en todo su esplendor su enigmática sonrisa. “Lo
que sucede es que hemos coincidido con Sonaly sobre la importancia de que
usted se entreviste de inmediato con su tía abuela, Eulalia Chiquián, que se
siente un poco débil y cansada a sus 96 años y ha decidido contar su
historia después de décadas de silencio... y creemos que usted es el
indicado para escucharla directamente y sin intermediarios”.
“¿De qué se trata esa
historia tan interesante y que yo tengo que escuchar?” dije en un
tono un poco escéptico.
“Sonaly, cuéntale al
Ingeniero”.
“Resulta que una parte
de mi familia es de Huancayo, exactamente de Sapallanga, un pueblito en la
campiña”.
“Sí, lo conozco”,
interrumpí a Sonaly. “Hace algunos años estuve por allí cuando fui a
visitar la piscifactoría de Ingenio. Recuerdo
todavía sus inmensas y deliciosas truchas”.
“Mi familia habita el
mismo ranchito desde hace siglos, mi abuela Eulalia es la última de una
generación. Ella vivió una experiencia mística alucinante, cuando la Mamacha
Cocinera se apareció en su casa. Después de los sucesos nunca más quiso
hablar del asunto... hasta ahora. Porque me han escrito que quiere contarlo
todo, a modo de confesión, y tiene que hacerlo pronto porque está muy malita
y en cualquier momento entrega su alma al creador y su historia se perderá
para siempre”.
“Sonaly, eres
periodista, tienes un programa de televisión y además es tu abuela, yo no
tengo vela en este entierro. Disculpa... creo que la metáfora es imprudente”.
“Creo que no me ha
comprendido, Ingeniero. No me contará la historia a mí, ni a nadie, sino a
un sacerdote en confesión... digamos en conversación”.
“Déjame que lo
entienda, ¿Quieres que me haga pasar por un sacerdote y le mienta a una
pobre viejita que se está muriendo? Ustedes dos están completamente locos,
jamás haría una cosa así”.
“No, Ingeniero, no
queremos hacer ningún fraude, solo queremos que esté presente, como una
especie de notario y listo, no estamos mintiendo. Además, tenemos que
financiar algunos pequeños gastos y usted es el único que nos puede ayudar”,
complementó Jacinto. “También le estamos dando la oportunidad de
probar en caminos de sierra ese avión que está en el estacionamiento. Nos
han dicho que es su nueva camioneta Jeep Cherokee. En solo unas horas vamos
y regresamos, en un santiamén”.
“Lo siento, han llegado
en mal momento, tengo mil cosas por hacer. Quizás en otra oportunidad,
gracias por pensar en mí, me gustó verlos, Sonaly y Jacinto. La señora
Carlota los acompañará hasta la puerta”.
Como ustedes se imaginarán,
el siguiente sábado muy temprano, desfilaban velozmente por mi ventana los
paisajes de Chosica, Matucana, San Mateo, La Oroya. Estábamos rumbo al valle
del Mantaro, a entrevistarnos con una anciana de 96 años quien nos contaría
una típica historia pueblerina.
Pensaba en la conversación
que había tenido la noche anterior con mi primo Alfredo La Torre, un ilustre
historiador y arqueólogo. “La Virgen de Cocharcas tiene una gran
variedad de apariciones y si quieres conocer algo de su historia dame un par
de días y te envío información a tu correo. Vamos a comenzar con la
Candelaria en España, continuaremos con la Virgen de Copacabana en el lago
Titicaca y luego llegaremos a la de Cocharcas en Sapallanga. Son unas doce o
quince historias diferentes. Recuerda que yo soy el agnóstico y tú eres el
creyente, mi querido maestro soñador, medio cura y amigo del Cardenal, así
que la interpretación es tu problema, es un asunto de fe”.
Llegamos a Sapallanga al
medio día luminoso. Al abrir la ventana de la camioneta ingresó como un
torbellino un exquisito aroma a eucalipto y retama. Pensé en la Lima árida y
de cielo gris panza de burro y estuve seguro del error de Pizarro al
trasladar la capital del Virreinato a la costa. “La ha debido dejar
aquí”, pensé en voz alta. “Esto es precioso”.
El rancho de los Chiquián
parecía sacado de una postal. Paredes de grueso adobe pintado de blanco,
techos a dos aguas con tejas rojas, trepaba en una esquina una gruesa
buganvilla con flores rojas, rosadas, anaranjadas y blancas.
La señora Eulalia nos estaba
esperando, muy arreglada y sentada en medio de sala. Junto a ella estaba el
párroco del lugar, un simpático gordo con pinta de buena gente. Después de
las breves presentaciones y los ofrecimientos de refresco, comenzó
rápidamente la ceremonia. En el nombre del Padre, del Hijo y el Espíritu
Santo... y la narración.
“La noche era oscura y
con fuerte lluvia, cuando tocaron a la puerta. Era una joven con su guagua
en brazos, estaban completamente empapados y pedían refugio mientras durara
el aguacero. Mi madre los invitó a pasar, les dio ropa seca, unas mantas,
les ofreció alimento y posada en un cuartito que tenemos al fondo”.
“Al día siguiente, la
mujer se levantó muy temprano, limpió y arregló la casa y se ofreció a
preparar la comida, como un gesto de recompensa por la hospitalidad. Lo hizo
con tal dulzura que fue imposible negar su solicitud. Elaboró un inolvidable
almuerzo, y entre los potajes, todos deliciosos, destacaban unas papas con
una salsa amarilla muy especial, que nadie había probado antes, con un sabor
inconfundible a nuestra tierra, era una perfecta interpretación del campo,
de la amistad, del hogar”.
“Después del almuerzo y
cuando todavía la familia comentaba las delicias de aquel banquete, la joven
mujer y su niño extrañamente desparecieron, como por encanto. Me enviaron a
buscarla junto a mi prima Eduviges, pero solo encontramos una pequeña imagen
de la Virgen con su guagua en brazos en un recodo del río, muy cerca de la
casa, como en un altar, rodeada de flores”.
“Trajimos la imagen a
la casa y de común acuerdo mis padres llegaron a la conclusión de que era
mejor no contar a nadie la historia, pues no la creerían, la
malinterpretarían o no le darían importancia y de todas maneras nos traería
una serie de problemas”.
“Mi padre guardó la
imagen en un armario del cuarto del fondo y nos pidió olvidar el incidente.
Allí estuvo por más de diez años. Antes de morir, decidió que era mejor que
entregáramos la imagen a la parroquia, sin mayores comentarios y desde ese
tiempo está en una urna en la nave principal”.
Esa tarde fuimos a la iglesia
y pude visitar a la pequeña virgen de piedra, con un niño en su brazo
izquierdo y una antorcha en la mano derecha. Lucía esplendorosa en su urna
de oro, estaba rodeada de cientos de “milagros”, unos corazones de
plata colgados en la pared, con fecha y el nombre del donante, como
testimonio del favor recibido.
Al regresar al rancho de los
Chiquián, me pude enterar que algún tiempo después, una tía de la señora
Eulalia había escrito lo que recordaba de los platos que preparó la dulce
joven ese memorable 8 de septiembre. Me interesó ver la libreta, pues en
ella podría estar el primer testimonio escrito de la famosa salsa de las
papas a la huancaína.
En una página gruesa y
manchada se notaban con rasgos nítidos y letra grande lo siguiente:
Entrada,
Ingredientes:
Papas amarillas
6 ajíes amarillos
1 diente de ajo
Un poco de azúcar
Medio molde de queso fresco
1 taza de leche
Un poco de migas de pan
1 limón
4 huevos
Un poco de aceite
Hojas de lechuga
Perejil y huacatay
Pimienta y sal
Aceitunas |
Preparación:
Se ponen a hervir, en una olla de barro, los
ajíes amarillos sin pepas, con el azúcar. Retirar los ajíes al primer
hervor, limpiarlos y molerlos en el batán. Luego en un mortero se mezcla
el ají molido con las yemas cocidas de dos huevos, el queso fresco, la
leche, un poco de migas de pan, el limón y el aceite, luego agregar un
poco de sal y pimienta. Remover bien con cuchara de palo. Las papas,
sancochadas en agua de sal, se cortan en tajadas, se bañan con la salsa
y se adornan con las hojas de lechuga, el huacatay y el perejil picados,
la mitad de un huevo duro y las aceitunas |
Esa noche nos fuimos a dormir
muy temprano, las 5 horas de manejo trepando la cordillera y los 3259 metros
de altura de Sapallanga estaban haciendo mella en el físico y teníamos que
levantarnos con la luz del sol, para regresar a Lima.
Apenas pasada la medía noche,
me desperté y comencé a disfrutar del silencio del campo y la oscuridad
absoluta. Instintivamente me levanté, abrí sigilosamente la puerta del
dormitorio y salí al oscuro pasaje central de la casa. Solo alcancé a dar
dos o tres pasos cuando noté en la última puerta de la derecha un blanco
resplandor que salía por las rendijas. Me quedé petrificado y solo atiné a
regresar a mi habitación, la prudencia así me lo aconsejaba.
En la mañana, eché una última
y minuciosa mirada al “cuarto de la virgen” y pude comprobar que no
tenía ningún tipo de luz artificial y las ventanas estaban cerradas, tal
cual las dejé la tarde del día anterior. Abrí cada uno de los cajones vacíos
del armario y me detuve a examinarlos. Solo noté un silencio extraño, muy
profundo y un inolvidable aroma de jazmín que flotaba en le ambiente.
La siguiente semana fue muy
atareada para mí, tenía que asistir en calidad de jurado a un concurso de
comida peruana. Cuando comencé a revisar los platos en la mesa de
exposición, noté de inmediato uno que lucía especial. Eran unas sabias papas
a la huancaína, que por supuesto merecieron el primer premio del jurado
calificador.
Momentos después, en el patio
central, pude ver a la ganadora del evento. La joven alumna estaba
arreglando su mochila, guardaba sus utensilios y apuntes y cuál sería mi
sorpresa cuando noté entre sus pertenencias una pequeña imagen de la Virgen
de Cocharcas. Al ver mi sorpresa, me dijo: “Cuando quiero que algo que
cocino me salga súper especial, se lo pido a la virgencita. No falla,
Ingeniero”.
En mi oficina abrí el correo
y me estaban esperando los apuntes de Alfredo La Torre. “Desde la
víspera, el 7 de septiembre, los fieles iluminan y adornan la iglesia y las
calles adyacentes al templo, con velas y flores. Al día siguiente las
estrechas calles de Sapallanga se llenan de pandillas de danzantes y
cantantes acompañando a los devotos en procesión para rendirle homenaje a la
imagen de la Virgen de Cocharcas, que está labrada en piedra y mide 50
centímetros”.
“Sobre su origen, se
cuenta que unas niñas la descubrieron en un recodo del bosque. Los fieles,
que vienen desde muy lejos, reciben la generosidad de los priostes
responsables de la festividad y en general de todo el pueblo de Sapallanga,
que abren las puertas de sus casas para ofrecer comida y bebida a los miles
de visitantes que cada año rinden homenaje de fe a la
Mamacha Cocinera”. |