MONOGRÁFICO DEDICADO A LA ALIMENTACIÓN EN EL SIGLO DE ORO ESPAÑOL
Carmen Navas
Garatea y Elena Pulido Romero
Junio 2007
Nutrición por estamentos Pueblo llano Tres escritores hegemonizan la vida cultural del Siglo de Oro: Cervantes, Lope de Vega y Quevedo, describiéndonos en sus obras la vida cotidiana de la época, los usos y costumbres de sus contemporáneos, de una sociedad que vivía en crisis aunque en el Imperio no se ponía al sol y en el que el pueblo llano pasaba hambre. Nadie mejor que Quevedo ha descrito el hambre, en su libro “El Buscón“, en donde Pablicos pasó un hambre infernal, dejándonos pasajes como la escena de la caja con agujeros con la que el licenciado Cabra metía el tocino para colgarla de la olla con un cordel y no gastarlo así en un solo día, y aún así pareciéndole mucho, opta después por solo asomar el tocino a la olla: «Y así, tenía una caja de yerro, toda agujereada como salvadera; abríala y metía un pedazo de tocino en ella, que la llenase y tornábala a cerrar, y metíala colgando de un cordel en la olla, para que le diese algún zumo por los agujeros, y quedarse para otro día el tocino, parecióle después que, en esto, se gastaba mucho, y dio en solo asomar el tocino a la olla». Sin embargo, Lope de Vega en su obra nos habla de hidalgos paupérrimos y labradores emergentes, enfrentándose entre ellos. En su obra “Periañez y el Comendador de Ocaña”, los lucidos labriegos se enfrentan con los hidalgos: «Inés: ¿Qué es esto? Constanza: La compañía de los hidalgos cansados. Inés: Más lucidos han salido nuestros fuertes labradores». En “El villano en su rincón”, aparece el campesino pudiente de hacienda y despensa, con ochenta bueyes y cincuenta mulas y los platos que come son parecidos a los de las Bodas de Camacho del Quijote de Cervantes: de almuerzo “dos torreznillos asados”, mezclado con pichones y capones, a la comida, algún pavo, una olla de vaca y carnero y una gallina, además de verdura y chorizo, y para postre dulce, fruta, queso y olivas.
Poco tienen que ver estos labradores ricos, con el campesinado pobre que buscaba la comida día a día sin saber que iba a ser de ellos mañana, descritos por Cervantes en su obra. Esta es una de las grandes paradojas del Siglo de Oro español, que aunque fue uno de los momentos más gloriosos de España en otros momentos, también fue un tiempo de hambre. La miseria de buena parte de los españoles de aquel tiempo les hacía llevar una vida de privaciones o entrar en el mundo del hampa o de la mendicidad. En el caso de Cervantes, aparece en su obra una obsesión por este tema ya que él mismo debió de pasar necesidades. En él se daba la doble condición, la de poeta y la de soldado viejo, doble reclamo para el hambre porque como apunta Periandro en el “Persiles”: «El año que es abundante de poesía, suele serlo de hambre; porque dámele poeta, y dártele de pobre». Las duras circunstancias de la vida en este siglo, tuvieron reflejo en la literatura. En el caso de Cervantes quizás por su propia experiencia personal, vertiendo sus críticas contra los falsos hidalgos arruinados por boca de sus personajes, siendo Sancho a quien más parece afectar el hambre, ya que en el “Quijote” parece que no piensa en otra cosa que en comer. En un episodio con la sobrina del hidalgo, se nos descubre al Sancho glotón: «– Malas ínsulas te ahoguen – respondió la sobrina – Sancho maldito. Y ¿qué son ínsulas? ¿Es alguna cosa de comer, golosonazo comilón que tu eres? – No es de comer – respondió Sancho – sino de gobernar». (Parte II, Cap. II) Por eso, todo lo que pilla de comer el escudero se lo mete de inmediato entre pecho y espalda: «Que no tengo requesones, ni leche, ni otra cosa que lo valga, y que si lo tuviera antes la pusiera en mi estómago que en la celada». Cuando la ocasión es propicia, Sancho devora hasta la saciedad, ya que el hartazgo no deja de ser otro de las manifestaciones sintomáticas del hambre: «Me voy con esta empanada donde pienso hartarme por tres días…». «La mejor salsa del mundo es el hambre; y como ésta no falta a los pobres siempre comen con gusto». En el “Quijote” participamos frecuentemente, dado el extremo realismo de las descripciones, de las delicias de una mesa en la que los personajes, Don Quijote y Sancho, los pastores, los huéspedes de la venta o los invitados a una boda hacen a diario, llegando hasta los más mínimos detalles a cerca de la composición de la comida, los incontables días de vigilia, ayuno obligatorio o hambre. A través de todo el “Quijote” podemos ver de que se componía su dieta, aunque Cervantes mismo nos lo va aclarando ya: frutos silvestres, cebolla, queso y mendrugos de pan, que aunque a Sancho siempre le parecieron indignas de su señor, a éste le bastaban. En la aventura del Caballero del Bosque, Sancho cuenta que lo que lleva en las alforjas es un poco de queso, frutos secos (avellanas, nueces, algarrobas y bellotas) e hierbecillas del campo, identificadas como tagarninas (espárragos trigueros), piruétanos (peras silvestres) y raíces de los montes. Aunque Don Quijote aconseja a Sancho no comer ajos ni cebollas “por que sacarán por su olor su villanía” ésta era alimento primordial en este siglo y objeto de fuertes controversias sobre las propiedades de la misma: se pensaba que era afrodisíaco o que podía significar el modelo del cielo por la colocación concéntrica de sus cascos, e incluso fue muy venerada entre los religiosos por ser provocadora de lágrimas, ya que el buen cristiano debía de llorar día y noche la muerte de Cristo. Otros la consideraban maravillosa por lo bien que se conservaba, porque ayudaba a la digestión y favorecía la vista. Por el contrario, los detractores decían que aspirar los efluvios del bulbo era pernicioso para la vista y podía llegar a nublar la capacidad de entendimiento. De todas formas es un hecho constatado que la España de principios del Siglo de Oro se consumían cantidades ingentes de cebolla, siendo las más apreciadas las bermejas andaluzas. El queso es frecuentemente citado por Cervantes, siendo uno de los más apreciados el de Tronchón, denominación de origen de la provincia de Teruel, aunque el de mejor calidad fuera el de oveja de la Mancha. Aunque algunos médicos de la época (Lobera y Sorapán de Rieros) pensaran que los quesos y derivados lácteos eran poco saludables, la verdad es que el pueblo llano se hartaba de queso de oveja y cabra, siendo los de vaca los elaborados en menos cantidad. El pan era el primero entre todos los alimentos y nada podía ser más apreciado en el Siglo de Oro español que un buen pan de trigo candeal, limpio de salvado y amasado con sal y anís (según Galeno considerado el régimen alimenticio ideal de los que querían engendrar hijos varones). Los molletes blandos, pequeños y redondos, eran estimados en tiempos de Cervantes como el mejor de los manjares, aunque el pan duro era más apto para sopas o migas. Las ollas y los potajes eran la comida más universal en este siglo, consistente en cocer en agua a fuego lento, dentro de un recipiente metálico o de barro las carnes, legumbres, verduras, disponibles en la zona, aderezando el guiso con sal, especias, ajos, cebollas o puerros y cuando pudiera ser algo de carne (carnero, vaca, pollo), cosa que los campesinos no podían tomar muy a menudo. Aunque tenemos ejemplos como la “olla podrida” que se sirve en el “Quijote” en las “Bodas de Camacho” que consistía en liebres, conejos y suculentas aves, y que: «Embebían y encerraban en sí carneros enteros, sin echarse de ver, como si fueran palominos; las liebres ya sin pellejos y las gallinas sin plumas que estaban colgadas por los árboles para sepultarlas en las ollas…».
Los potajes era algo más similar a nuestras actuales menestras y sopas, ya que mayormente consistían en verduras y ensaladas, aunque en su sentido más estricto, se llamaba potaje a las legumbres guisadas los días de abstinencia, exentas de carne y generalmente con bacalao como ingrediente principal. También las empanadas era comida normal y diaria de medio día y no diferían hace cuatro siglos de cómo la conocemos hoy: « Vianda cubierta con masa de pan en la que se encierra y pone el ave, carne o pescado que se quiere». Las empanadillas o artaletes del francés tartallete eran un plato predilecto de Martínez Montiño equivaldrían a las empanadillas de hoy, con la masa más fina que la empanada, más pequeña y generalmente elaborada con masa dulce. Los más apreciados eran los rellenos de mazapán, yemas azucaradas, leche cuajada, aunque también había de aves, de puerco, incluso de criadillas. El salpicón era un manjar consistente en fiambre de carne picada (comúnmente vaca) aderezado con pimienta, sal y cebolla. Los escabeches eran en este tiempo, preparados muy usuales y apreciados, ya que conservaban muchos días la carne y el hecho de poderse comer fríos, les hacía muy apropiados como platos de verano. En el recetario de Martínez Montiño encontramos escabeches de perdiz, de bonito o trucha y el de conejo. Los “duelos y quebrantos” que tomaba el famoso hidalgo los sábados era una humilde fritada de huevos y torreznos a veces revueltos con sesos. Muchos platos provenían de la cultura árabe utilizándose por eso productos como la leche, la almendra y la miel, los aliños con cilantro, azafrán, agua de rosas y de azahar y la invención de frutas de salten como buñuelos, cañas o almojábanas. También de origen morisco eran las albóndigas (plato favorito de Sancho) y las alboronías de berenjena que derivaría más adelante en el pisto actual, que al no llevar carne se comía regularmente los días de vigilia y en los meses de verano. Las ensaladas abundaban en todas las mesas (al menos en Castilla y Andalucía) a la hora de la cena, compuestas a base de perejil, berros, lechuga, cebolla, vinagre, orégano, tomillo, aceite y sal, añadiéndole a veces trozos de zanahorias. Las berzas, habas, espinacas, alcachofas, guisantes y repollo, son verduras que de vez en cuando aparecen en las páginas de nuestros clásicos, destacando sobre todo la calabaza, que se preparaba en potajes, rellena, en sopa y de mil maneras. Las sopas y las migas podían ser de pescado o de pan aunque también podría ser de calabaza tenida por comida saludable, siendo muy apreciada. La legumbre más apreciada eran los garbanzos aunque también se comían las habas y las lentejas, éstas más los días de vigilia con verduras (razón por la cual Don Quijote la tomaba todos los días del año). Las habas en días de pescado se ponían hervidas con lechuga, vinagre y huevos escalfados o bien rehogados en aceite o manteca con cebolla y otras verduras. En días de carne se salteaban con tocino frito o con jamón y huevo. Cervantes conoció la pasta en Italia, añorando los ricos macarrones de las hosterías italianas ensalzados en “El Licenciado Vidriera” y el cuscús en Argel. Del arroz nada se encuentra en la obra de Cervantes, aunque sabemos que se comía arroz con leche y para la invención de la paella todavía faltaban siglos. En el Siglo de Oro, después de la de ave, la carne más apreciada era la de cabrito, a ésta la seguían la de cerdo, ternera y cordero, siendo el carnero preferido a la vaca según deducimos por el “Quijote”, ya que el hidalgo indicaba que la composición de su olla, entraba “algo más de vaca que de carnero”, aunque esta preferencia no afectaba a la carne de ternera. Cervantes hace de ella hasta siete referencias en su libro, siendo para él la mejor forma de prepararla asada y en adobo. La carne era la principal fuente de proteínas, y en aquellos tiempos difíciles el problema consistía en la ración diaria de carne, aunque era un poco más barata la carne acecinada que la fresca. La de cerdo era tenida por la mejor de todas a pesar de las enfermedades que contagiaba, pero el cerdo era símbolo de cristiandad y de pureza de sangre, así como de conversión auténtica y abstenerse de comerla era considerado prueba de judaísmo o mahometanismo. El jamón ya era un alimento muy apreciado, también llamándose en el Siglo de Oro “pernil de tocino”. Los chorizos y longanizas se hacían de forma algo diferente a como hoy en día, ya que no se usaba pimentón y llevaban poco ajo, pero en el adobo si llevaba agua y vinagre y pimienta. El pescado más consumido era el bacalao, conocido en Castilla como abadejo, prácticamente el único pescado de mar junto con las sardinas en arenque y el besugo navideño que se comía en la España del interior, al conservarse curado y en salazón, siendo alimento sustituible en tiempo de ayuno y abstinencia. En Andalucía, donde Cervantes pasó gran parte de los primeros años de su vida, ya tomaban “pescaito frito” como vemos en “Rinconete y Cortadillo”: «…conviene a saber, albures o sardinas o acedías, o bien podía tomar algunas y hacerles la salva…». «… La Gananciosa tendió la sábana por manteles y lo primero que sacó de la cesta fue una grande haz de rábanos y hasta dos docenas de naranjas y limones, y luego una cazuela grande llenas de tajadas de bacalao frito, medio queso de Flandes, y una olla de famosas aceitunas, y un plato de camarones y gran cantidad de cangrejos, y tres hogazas blanquísimas de gandul…». Ya en aquel tiempo era costumbre enharinar los pescados antes de freírlos en aceite, encontrado esto en “El Guzmán de Alfarache”, “La vida y hechos de Estebanillo González” y en el “Arte de Cocina” de Martínez Montiño.
Muy apreciadas eran las truchas, así como el salmón y el besugo por Navidad, aunque entonces no se tomaba asado como hoy, sino cocido con pimienta y naranja. El bocado para muchos sublime eran las ostras, que fueron puestas de moda definitivamente por Carlos V, que se les hacía llevar desde Lisboa a su retiro de Yuste. No se comían mariscos en la cantidad que se consumen hoy, ya que no existían viveros, pero la Andalucía marítima y sudoccidental, las gambas, los camarones y los cangrejos eran alimento habitual de las gentes más humildes. La forma más común de preparar los huevos tanto en la España del Siglo de Oro, como hoy en día, era freírlos en aceite de oliva, aunque en aquellos tiempos también era costumbre sorber los huevos crudos. Menos corriente que los huevos fritos pero más que los escalfados, cocidos o crudos eran los preparados en tortilla. En el siglo XVI y principios del XVII el consumo de huevos era muy elevado, más de seiscientos huevos gastó el ama en volver en sí a don Quijote tras la molienda de palos con la que termina la primera parte del libro, ya que se consideraba dieta idónea para los enfermos convalecientes que necesitaban recuperar fuerzas. Los postres de este siglo solían consistir en un plato de uvas pasas, unos requesones, tajaditas de queso, siendo también en Cuaresma un postre habitual las castañas dulces asadas con un poco de miel y durante todo el año las natas, el membrillo, las almendras, los confites, las aceitunas, los pestiños, las quesadillas, las jaleas o el pastel de cidra. Los hojaldres fueron una de las mayores aportaciones de la cocina española a la europea. También muy del gusto los barquillos, los buchuelos, el turrón y el mazapán, pero ninguna de estas golosinas igualaba a las conservas azucaradas de frutas: pera de Aranjuez, melón de Granada, cidra sevillana, naranja y toronja de Plasencia, limón de Murcia, pepino de Valencia, ciruela Genovesa, y siendo la más popular y barata la carne de membrillo de Puente Genil Córdoba. Las mermeladas de fruta se tenían por golosinas de gusto delicado, ideales para ofrecerlas como regalo. Con todo esto, si hiciéramos una tabla de frecuencia de consumo de alimentos nos quedaría de la siguiente manera: CUESTIONARIO DE FRECUENCIA DE CONSUMO DEL PUEBLO LLANO
*Navidad, Cuaresma, Carnaval, Adviento.
Esta tabla comparativa de las dos pirámides de alimentación, es solo a título general, ya que no todo el pueblo llano comía igual: no tenía nada que ver, la alimentación de un campesino de Castilla, con la de un habitante de la costa de Huelva por ejemplo, ni la de un labriego acomodado, con la de un pícaro de una ciudad como Sevilla. La información anterior la hemos encontrado en la literatura del Siglo de Oro español, en obras que van desde “El Buscón” al “Quijote”, por eso la pirámide del pueblo llano tiene un abanico tan amplio de consumo de alimentos aunque realmente sabemos que mucha gente se moría literalmente de hambre. Podemos señalar que el consumo de grasas saturadas (tocino, carnes grasas) era más alto de lo deseable y más bajo el de las insaturadas, presentes en el aceite de oliva o en pescados. El aporte proteico total era más bajo del que debiera. Tomaban pocas carnes magras debido a su elevado coste, siendo el pescado el más consumido en la costa y en días de vigilia en el interior, siendo estas raciones demasiados escasas para una alimentación equilibrada. El consumo de huevos también era bajo, y los lácteos están representados por el queso, ya que se reservaba la leche únicamente para los lactantes. Los hidratos de carbono, estaban representados mayoritariamente por el consumo de pan, base de la alimentación de este estamento, al que su ración se iguala a la deseada. En cuanto a las legumbres, al ser baratas y conservarse secas bastante tiempo, eran de uso común, siendo muy apreciados los garbanzos, y las raciones consumidas eran las adecuadas. La ingesta de verduras y hortalizas, también coincidían con nuestra ingesta actual, pero la de fruta era más bien estacional y escasa. Como hemos comentado en otros estamentos, se consumía poco agua debido a la insalubridad de ésta, siendo demasiado elevado el consumo de vino, que era uno de los principales aportes calóricos de la dieta a falta de otros alimentos. El ejercicio físico era intenso, debido al trabajo agrícola o de los artesanos (herreros, carpinteros, labores domésticas, constructores…) sobrepasando con creces los treinta minutos recomendados por el SENC 2004. |