La llegada y difusión por el gusto a tomar café en Austria, es desde mi punto de vista, la más apasionante de todas las de Europa, tanto por formar parte de la historia de dicho país como por la codicia y la visión comercial de la persona que lo puso de moda, algo que alabo porque a los héroes normalmente se les paga con aplausos, eso con suerte, mientras que aquellos que están en la retaguardia se reparten el botín siempre.
La historia, y parte de la leyenda, comenzó en el año 1683 cuando la cuidad de Viena fue asediada por los turcos en un movimiento envolvente de las tropas que dejó aislado a parte del ejército austriaco que estaba al mando del príncipe de Lorena, el emperador Leopoldo escapó por los pelos de la carnicería y apostó sus tropas a varias millas de distancia a la espera de los refuerzos prometidos por el rey de Polonia, Juan III Sobieski. La cosa pintaba mal para los austriacos ya que los sitiadores, en número de 300.000, atenazaban la ciudad que sólo contaba con 33.000 defensores.
Debería ser grande la angustia de los sitiados, sobre todo sabiendo cómo se las gastaba el enemigo, sólo hay que repasar la historia para conocer lo sanguinarias que siempre fueron las tropas turcas (sus últimas tropelías contra el pueblo kurdo están muy recientes), así que enviaron un emisario que debía pasar las líneas otomanas para pedir ayuda, misión que recayó en un hombre llamado Franz George Kolschitzky, conocedor del idioma del enemigo por haber vivido algunos años entre ellos antes de aquella guerra.
El 13 de agosto de 1683 nuestro hombre disfrazado con el uniforme turco pudo pasar las líneas del frente y emprendió el largo camino, nadando incluso por el río Danubio, hasta llegar al campamento del emperador; este acto heroico lo realizó cuatro veces, consiguiendo, al menos, levantar la moral de los sitiados al servir de enlace entre los puestos de mando.
Una vez que llegaron los refuerzos del rey de Polonia realizó su última y arriesgada misión, informar que las tropas aliadas atacarían desde el monte Kahlenberg y que los sitiados deberían salir al mismo tiempo contraatacando a los turcos, estrategia que se consumó con éxito para los cristianos por suerte para todo occidente, ya que de haberse perdió Viena es muy posible que hoy habláramos turco todos nosotros, en el caso que no hubieran masacrado, casi con plena seguridad, a nuestros ancestros.
La batalla tuvo lugar el 12 de septiembre y el rey Polaco envió un mensaje a su país, tras la derrota de los turcos, que, como mínimo, se me antoja petulante al emular a Julio César en su famosa frase de ‘Vini, vidi, vinci’ (llegué, vi y vencí), sólo con un pequeño cambio, ‘Llegué, vi y Dios venció’, sin hacer mención a aquellos soldados que se habían jugado la vida y que pusieron todo su empeño en derrotar al enemigo, así se escribe la historia.
Ni que decir tiene que el sitiador, Kara Mustafa, fue ejecutado sin contemplaciones por perder la batalla y el rey Mahommed IV depuesto, que se lo tomaron en serio los turcos.
En la desbandada que se produjo, los turcos dejaron en su campamento, abandonadas, 25.000 tiendas de campaña, 10.000 bueyes, 5.000 camellos, 100.000 toneladas de grano, una importante cantidad de oro y muchos sacos de café, que era totalmente desconocido para los austriacos y no sabían para que servían.
En plena orgía del saqueo, nadie sabía qué hacer con aquellos sacos, así que nuestro héroe, Franz George Kolschitzky, los reclamó y aquí comenzó la historia del café en dicho país porque Franz al poco tiempo enseñó a los vieneses a tomar el café turco, suerte tuvo de que los austriacos fueran más permisivos y civilizados que los franceses, que si lee mi trabajo sobre la historia y los orígenes del restaurante ‘Chez Maxim’, lo llegará a comprender al saber lo que ocurrió allí el 14 de julio de 1890 cuando era una heladería.
No contento con lo que le tocó en el reparto, al fin y al cabo era lo que nadie quería, reclamó los 300 florines que le prometieron por sus heroicidades que salvaron a toda Europa, barato les salía a los malandrines, y como el consistorio municipal estaba reacio a soltar el dinero, algo normal entre los políticos que piensan que todo es suyo y Suiza su otra vivienda, le ofrecieron a elegir entre tres casa en el Leopoldstadt, estando una valorada entre 400 y 450 florines, a lo que contestó que si le daban el dinero en especias que entonces debería incrementarse el valor de la deuda en 1.000 florines y aquí comenzó lo que en España llamamos gitaneo con ofertas y contraofertas y cómo el fuerte es el que al final gana, la municipalidad, juez y parte, decidió ceder a Kolschitzky y a su esposa, Maria Ursula, la casa sita en la calle Haidgasse 30 (hoy número 8), con lo que se aprende que jugarse la vida no renta, que se maten mejor entre ellos que son los que a la postre nos llevan a la ruina.
No debió gustarle demasiado lo impuesto porque antes de un año la vendió, pensando seguramente que el regalo tendría cabida en algún agujero de sus cuerpos donde podrían metérsela.
Franz George Kolschitzky murió de tuberculosis el 20 de febrero de 1694, a los cincuenta y cuatro años, siendo enterrado en el cementerio de Stefansfreithof, ostentando el título de Mensajero del Emperador.
Como corolario de este cuento decir que el alcalde siguió viviendo en un buen palacio, que el mismo se concedió sin regatear con nadie, y el emperador para que contar. Una vez muerto casi lo santifican en la memoria popular como deudores por el regalo del café y usaron su nombre para fomentar el turismo y los ingresos de la ciudad; a su mujer Maria Ursula y descendientes no le pagaron los royalty, que ya habían tenido bastante con lo recibido del difunto, y todos fueron felices y comieron perdices.
El café es desde entonces el atractivo turístico cultural de la ciudad de Viena, que ya en 1839 existían ochenta en el casco urbano más otros cincuenta en los suburbios.
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