Imaginemos, para retrotraernos al pasado, la incertidumbre y el miedo de los científicos del Programa Mercurio, allá por el año 1962, cuando se les planteó la cuestión de tener a uno o varios hombres en el espacio, soportando una gravedad cero por varios días, y tener que alimentarlos. Hasta entonces nadie sabía que podía ocurrir en el momento de la deglución, ni como sería la digestión en un ambiente ingrávido, todo hacía presagiar un tremendo desastre al pensar que los alimentos quedarían flotando en el esófago, lo que podía provocar la muerte por asfixia del desdichado que lo intentara, pero si se quería estar el primero en la carrera espacial había que experimentar y jugar fuerte.
Tras el triunfo las otras misiones Mercurio llevaron raciones de supervivencia del ejército americano hechos puré y aspirados por medio de una paja o canuto pese a las caras de asco que ponían los sufridos pilotos espaciales.
Como no hay mal que cien años dure en el programa Géminis los científicos, ante las quejas airadas de los astronautas, pensaron en introducir alimentos deshidratados, liofilizados y cubiertos con aceite y gelatina para que no se desmenuzaran y flotaran en el receptáculo donde estaban los astronautas, evitando así el riesgo de estropear los delicados instrumentales de abordo. El agua, esencial para ablandar el engrudo alimenticio, les era proporcionada por las células de combustible, parecía que se enmendaban en el castigo estomacal y gustativo de los astronautas, aunque a decir verdad aquello que les daban no pasaba de ser un rancho cuartelero malo.
Se estudió entonces las calorías quemadas por los astronautas en estado de ingravidez, que era mucho menor que en tierra, por lo que les asignaron 2.500 calorías, 500 menos que las que les daban en la base. A los alimentos se les quitaba toda el agua, un 99 %, para reducir el peso, y los dietistas calcularon que con un 17 % de proteína, un 32 % de grasa y un 51 % de carbohidratos podían darse con un canto en los dientes y bailar de alegría.
Y para constancia histórica el astronauta John Young, en la misión del Géminis 3, llevó dos paquetes de comida en un viaje que duró 5 horas, los cuales remojó con agua fría. Pero ahora salta la sorpresa, mientras Young se tomaba el experimento haciendo de tripas corazón, su compañero Virgil Grissom sacó un bocadillo de pan de centeno relleno con carne de lata, comprado en la tienda de platos preparados Grissom de Florida, y se dispuso a comérselo, esto es como las películas cómicas pero real como la vida misma. El emparedado no pudo terminarlo porque todo se estaba poniendo perdido de migas, pero creo que fue la primera vez que se hizo una protesta formal a consecuencia de la pésima comida que les daban y de camino ponían en evidencia los catastróficos controles de seguridad de la NASA, lo mismo se les podía haber colado uno de los hermanos Marx, el mudito que tocaba la bocina, que ni se habrían dado cuenta.
Todas estas maravillas gastronómicas fueron preparadas y empaquetadas por Whirlpool Corporation conjuntamente con los laboratorios del ejército americano y la NASA.
El Programa Apolo, tras las experiencias adquiridas, fue más llevadero; el agua con un sofisticado sistema se proporcionaba fría o caliente según la necesidad en la preparación de los alimentos, que eso lo agradecen los estómagos y para satisfacción de todos se les permitió tomar 2.800 calorías.
En vísperas de la Navidad de 1968, durante la misión del Apolo VIII se llegó al más difícil todavía, los astronautas al abrir sus paquetes de comida se encontraron con el tradicional pavo, termoestabilizado y sin deshidratar, hecho con salsa de arándanos que se podía comer con cuchara. Por lo que llegamos a un anacronismo, un ave que no vuela fue el primero que llegó más alto que ninguno de su género.
Con el Apolo X llegó la era de los bocadillos, por un lado llevaban pan de centeno herméticamente sellado y pollo, jamón y ensalada de atún para que se los hicieran cual colegiales a su gusto.
Con el Apolo XIII se permitió que los astronautas, una vez alunizados, pudieran beber líquidos y ya con el Apolo XV llevaron alimentos para tomar y coger fuerzas, nada de otro mundo, barritas hechas de albaricoque para picar mientras trabajaban en la superficie lunar.
El gran salto en la cocina espacial llegó en 1973 con la misión del Skylab gracias a que la tercera fase del cohete Saturno V se convirtió o fue reconvertida en estación espacial, lo que daba espacio suficiente para tener una pequeña cocina de campaña y donde los astronautas podían cocinar y comer casi a la carta. Los alimentos, la mayoría, no eran deshidratados para conservar el abastecimiento de agua y para colmo llevaban hasta un frigorífico que se alimentaba de energía de los paneles solares, un revolucionario sistema para entonces, que hacía que los astronautas pudieran comer hasta helados, el alimento atracción de este viaje.
La cubertería se mantenía ‘pegada’ a las bandejas por imanes y estaba compuesta por cuchillo, tenedor, cuchara y el más apreciado de todos, unas tijeras para cortar.
Lo inevitable llegó en 1975 cuando se encontraron en el espacio las naves rusas y americanas de las misiones Apolo y Soyuz y aquello se convirtió en una orgía gastronómica donde se intercambiaron bazofias alimenticias en una competición para saber cual era la peor. Los rusos invitaron, en una romántica velada, a sus homólogos americanos a sopa de remolacha (borscht) y caviar almacenados en tubos, pero se reservaron el pan negro y la carne de vaca con jalea que llevaban. Para entonces los americanos ya disponían de té con limón y azúcar, puding de chocolate e incluso carne de vaca picada.
Como nada se deja al azar, las materias grises de la NASA pensaron, ante lo inestable de sus naves, preparar unas raciones de contingencia por si el Apolo se despresurizaba y los astronautas no pudieran comer alimentos sólidos, preparando sus escafandras con un artilugio para poder tomar alimentos líquidos.
Los tiempos cambian y los americanos, en su afán de economizar, inventan la lanzadera espacial prolongando las estancias en órbita, ahora son de hasta treinta días, con una tripulación de hasta siete astronautas replanteándose todo el tema de la alimentación. La nueva nave con forma de avión tiene un compartimiento situado a la mitad de la cabina que puede quitarse para ocupar su lugar con material en vuelos que requieran una carga adicional. Este nuevo espacio cuenta con dispensadores de agua fría y caliente, una despensa, un horno, un calentador de agua, comedor con bandejas fijas a la pared y un cuarto de aseo, pero no lleva frigorífico.
El menú de la lanzadera está compuesto por 70 alimentos y 20 clases distintas de bebidas, lo que hace que a tres comidas diarias no se repita el menú hasta los seis días, evitando de esta forma la monotonía alimenticia, conservando una reserva para contingencias de 96 horas.
Ante esta nueva clase de vuelos espaciales se tuvieron que solucionar tres aspectos fundamentales: el biológico, el operacional y el de ingeniería, todos ellos unidos afectarían la opción final del alimento y su empaquetamiento.
El factor biológico requiere conseguir un alimento seguro y nutritivo contando con la aprobación de los astronautas, ya que este alimento debe de ser fácil de digerir, cómodo de desempaquetar y sobre todo que no contenga agentes bacterianos que puedan causar problemas gastrointestinales.
El operacional relaciona el alimento y la forma de empaquetarlo para que la estabilidad del alimento no se altere por lo menos en los treinta días siguientes al despegue. Debe de ser fácil de preparar y debe de requerir poco tiempo en su preparación.
El factor de ingeniería debe de tener presente el peso, el embalaje y el sistema de almacenamiento para que ocupe el mínimo espacio posible. El empaquetado debe de resistir a las presiones, la aceleración y las vibraciones.