Historia del hambre en Europa y el conde de Rumford II

Para tener una lectura coherente y completa aconsejamos leer el primer capítulo de este monográfico.

Rumford se planteaba su ignorancia en lo referente a la nutrición y escribía: “Me admiraba infinito ver la diferencia que se encontraba en unos mismos alimentos según las distintas maneras de aderezarlos, no solo en cuanto al gusto, sino también en cuanto a sus propiedades nutritivas; y hallé que las buenas calidades de una sopa dependían más bien de la elección de los ingredientes y de su cocción lenta y bien dirigida, que de la cantidad de sustancias sólidas que se emplease para hacerla; hallé que el arte y el talento de un buen cocinero valen más que el dinero cuando se trata de comer; hallé que una sopa era más nutritiva cuando estaba más apetitosa; finalmente me aseguré de que con muy pocos alimentos sólidos se puede matar el hambre y gozar de buena salud, si están bien aderezados, y de que a poca costa se puede mantener un jornalero en cualquiera país.

Cinco años estuve repitiendo experimentos sobre el mejor modo de alimentar a los pobres de Múnich, en cuanto a la elección de sustancias y su combinación en diferentes proporciones, y por fin me convencí de que el alimento menos caro, más agradable y sustancioso que se puede dar a los pobres, es una sopa de cebada mondada (método que jamás se utilizó en España), guisantes, patatas, pedacitos de pan blanco, vinagre, agua y sal en ciertas proporciones.

Prepárase de esta manera: el agua y la cebada mondada se ponen al mismo tiempo en la caldera o marmita y dan un hervor; después se le añaden los guisantes, que siguen hirviendo dos horas a fuego muy lento; échense después las patatas mondadas, y continúan cociendo una hora, en cuyo tiempo se remueve frecuentemente toda la mezcla para deshacer las patatas y reducir todos los ingredientes a una sola sustancia: entonces se le añade vinagre y sal; y al tiempo de servir la sopa se le echan unos pedacitos de pan blanco. En Múnich nunca se echaba el pan en la caldera sino en las vasijas en que se llevaba la sopa desde la cocina al refectorio, y en ellas se revolvía bien con cucharones de hierro antes de dividir las porciones.

Hacía especial hincapié en que era muy importante el que no cociera el pan en la sopa y también que había que cortarlo en rebanadas muy delgadas, debiendo estar muy seco y duro, indicando: “Usase para esto en Múnich de panes de flor, que cada uno pesa de dos a tres onzas, y los panaderos envían regularmente para los pobres los panes que no pueden vender y se ponen duros. Los pedacitos de pan duro obligan a los pobres a mascar y paladear la sopa, y todos saben lo mucho que la masticación contribuye para la digestión, y por otra parte se prolonga el placer de la comida, punto importante sobre el cual han parado todavía poco los hombres su consideración”.

Cada persona recibía un poco más de 18 onzas de sopa (más de 520 gramos), lo que por experiencia era lo necesario para alimentar hasta a un hombre robusto pese a que en realidad sólo contenía seis onzas (175 gramos) de sustancia sólida, haciendo la siguiente anotación: “El agua nos nutre más o menos, según está dispuesta en los alimentos, y así es que si se guisa de otro modo la cantidad de sustancias que entra en la composición de cada ración de esta sopa, no bastaría para apagar el hambre de una persona, y mucho menos para prestarle un alimento sano y nutritivo por mucha agua que bebiese. De aquí se infiere la importancia del arte de guisar la comida”.

Hace un inciso para hablar de la patata, importante porque fue cuando se comenzaba a aceptar en la alimentación humana en Europa, de ahí las complejas comparaciones y utilidades de dicho alimento con la idea de quererla introducir en la gastronomía y así dice: “Las patatas cocidas engordan mucho más a los cerdos que si están crudas; y generalmente en Alemania, donde se mantiene el ganado todo el año en los establos, se ha observado, que cociéndole el alimento engorda mucho más. A las vacas de leche, y a los bueyes que ceban para la carnicería les dan con frecuencia un brebajo hecho con salvado, harina de avena, el grano que resulta de las cervecerías, patatas, nabos gordos, harina de cebada o de centeno, todo cocido en bastante cantidad de agua. Con dos o tres cosas de éstas lo suelen componer, pero siempre añaden una porción considerable de sal. En todas partes dan brebajos al ganado, pero en Alemania los preparan de un modo particular que prueba lo que yo deseo que se conozca, esto es, que cociendo los alimentos se hacen mucho más nutritivos. Antes los daban fríos, después han visto que nutren más si están tibios. Tienen hornillas y calderas a propósito para cocer los vegetales que se han de dar al ganado, y me dicen algunos labradores, que el gasto de leña es nada en comparación de lo que engordan y que cuanto más cuezan es mejor. Los Chinos han adelantado cuanto es posible en uno y otro ramo: los Salvajes los ignoran enteramente”.

Incidía en la necesidad de acostumbrar a la población pobre alemana a aceptar la patata en su dieta y para ello recurre al ejemplo de Inglaterra e Irlanda diciendo que hubo un tiempo en la que le tenían gran aversión, como ocurría en ese momento en Baviera, pero que “creo yo que se puede domar cualquiera preocupación nacional, por inveterada que esté, con tal que se acierte en la elección de los medios y se pongan en práctica con constancia”.

Sabía Rumford de lo difícil que era cambiar las costumbres alimenticias del pueblo, y la prueba la tenemos en los 300 años que se necesitaron para aceptar la patata o el tomate en toda Europa, y que en esos momentos, de forma incipiente, se intentaba introducir en la gastronomía con paciencia y razonamientos pese a sus muchos detractores, de ahí sus dudas de que sus sopas económicas, tan nutritivas y baratas, tuvieran cierta resistencia a ser tomadas y que a falta de otra cosa se imponían en los hospitales y hospicios que se financiaban a costa de donantes.

A modo de inciso creo necesario decir que tras la Revolución Francesa las ideas de Rumford fueron adoptadas en Ginebra, el 4 de diciembre de 1799, dada la ingente cantidad de pobres que había como consecuencia de la ruina de los ricos, que no todo fue positivo con el cambio social y político que se exportaba de Francia; algo parecido ocurrió en Inglaterra por la carestía de alimentos producida por el mismo desencadenante revolucionario.

Sigo con el motivo de esta investigación transcribiendo dos tablas comparativas de sus famosas sopas, la primera antes de introducir la patata en su fórmula y la otra con ella, y cómo explica el ahorro que se experimentó.

Tabla 1

 

Lib.

onzas

Cebada mondada

141

2

Guisantes

131

4

Rebanadas de pan blanco

69

10

Sal

19

13

Vinagre de cerveza (mejor de vino)

46

13

Agua

1077

 

Que todo importa allí unos 147 rs. y con la leña que se gasta, sueldos de tres mujeres, de dos criados, reparos de la cocina y utensilios de ella, asciende el gasto diario a 164 rs. y medio; suma que dividida entre 1.200 raciones de a 20 onzas, que se suministran a los pobres, no le tocan a cada una 5 maravedises. Después que se introdujo el uso de las patatas todavía salía más barato, y la sopa era mejor. Con ellas se hacia la sopa en la proporción siguiente.

Tabla 2

 

Libras

Onzas

Cebada mondada

70

9

Guisantes

65

 
Patatas

230

4

Rebanadas de pan

69

10

Sal

19

13

Vinagre flojo

46

13

Agua

982

15

Que con los gastos de leña sirvientes etc. no llegaba a 130 rs. diarios, y de consiguiente salía a cuarto cada ración.

Pese a estar convencido de que aquellas sopas eran comestibles y agradables al paladar proponía disfrazar su sabor mezclándole una corta cantidad de carne salada, cocida y muy picada y de freír las cortezas de pan en manteca de vaca o aceite, aconsejando el pan de centeno y no el de harina de flor, y ampliando el contenido, si se podía, con algo de tocino o cecina.

La carne que se utilizara se podía cocer en la sopa o aparte y debía estar muy picada en trocitos no mayores que un grano de cebada y el pan frito aconsejaba que no debía ser mayores que un garbanzo, diciendo que sería mejor si se acompañaba a modo de guarnición y puestas en las tazas al tiempo de echar la sopa hirviendo.

También decía que se podía mejorar dicha sopa si se le echaba por encima algo de queso rallado y mezclándole unas bolitas hechas de harina de flor y cecina muy picada, hígado, jamón u otro tipo de carne salada.

Aparte de disfrazar el sabor algo también lo aconsejaba con el siguiente razonamiento: “en la inteligencia de que siendo ella por sí sola bastante nutritiva, toda la carne que entre en estas preparaciones no sirve más que para lisonjear al paladar, y así se ha de picar mucho para que bien extendida y mezclada con una sustancia dura se tarde en masticar y se goce mucho más tiempo de su sabor: con estas precauciones se necesita muy corta cantidad de carne. Una onza de tocino o cecina, y otra de pan frito darán a 18 onzas de la sopa número 1 un excelente gusto; y unas bolitas cocidas y hechas de pescado seco, picado con patatas cocidas y deshechas, pan y harina de flor, mejorarán grandemente la sopa número 1 y número 2.

Los nabos, chirivías, zanahorias, apio, coles, cebollas, puerros, etc. le dan buen gusto sazonándolas con pimienta, perejil, etc. En cuanto a la cebada creo que se podrá suplir con harina del mismo grano con tal que se cueza muy lentamente antes de echar los guisantes.

Luego que se saca la sopa de las calderas se les echa el agua y la cebada para la sopa del día siguiente, y al otro día a las seis de la mañana se enciende el fuego por debajo.

Al principio se ponía carne en la caldera para la sopa de los pobres de Múnich, pero después se fue disminuyendo hasta que se suprimió enteramente sin que ellos lo advirtiesen siquiera. Si para cocer cualquiera comida importa mucho usar de fuego lento a fin de que no se volatilicen las partes más sabrosas de los alimentos, con mucha más razón, para hacer las sopas económicas que han de hervir muy lentamente desde el principio hasta el fin, y aun sería mejor que no pasasen de aquel grado de calor que precede al hervor. Y para que nunca sepan a quemado, se pondrá a la caldera un hondón doble de una chapa de metal bien unida y sin clavos, o que sean muy delgados”.

Pasa casi inmediatamente a hablar de la gastronomía italiana con una comparación que me resulta simpática y es diciendo que cuando se viaja al extranjero el turista observa los edificios, las pinturas, las estatuas, las modas y los teatros pasando de largo y sin mirar o interesarse en las costumbres alimenticias de los pobres y su forma de subsistir, siendo esta observación el preámbulo para hablar de los macarrones y la polenta, “alimentos baratos, sanos, apetitosos y nutritivos que comen los pobres de Italia, no los veo servir en mi país sino en las mesas de los ricos, y los pobres no los conocen ni los han oído nombrar”.

Para no ser repetitivo derivo al lector a mí trabajo sobre la historia del maíz en Europa en donde encontrará una información exhaustiva al respecto, también del conde de Rumford.

Quiero terminar citando un pasaje del libro de Rumford que se podría aplicar a aquellos que se sienten superiores a los que investigamos la historia de la cocina y la gastronomía por considerarla un ‘arte’ menor: “Conozco que no faltarán ‘hombres grandes’ que mirarán estas menudencias como indignas de su atención; porque ciertamente no es de vosotros, almas sublimes, descender a la explicación mecánica del modo de hacer sopas y de aderezar las patatas: es verdad que se trata de aliviar a los pobres, y de aumentar los sencillos y cortos placeres de que puede gozar la clase más numerosa y útil de la especie humana, que gana su escasa subsistencia con el sudor de su frente; pero al cabo es populacho, y no merece que os ocupéis en sus miserias: vivid en la isla de Cytheres y de Calypso; entreteneos en sus delicias, mientras yo, más compadecido de vosotros que de los mismos pobres, sigo en mi sistema de socorrerles en cuanto alcance”.

Terminar el presente estudio me resultó difícil porque, por los momentos en los que vivimos, he visto, como sombras, el día a día de muchas familias anónimas que viven con la angustia de un futuro incierto provocado por esa oligarquía en la que se ha convertido la clase política y los poderes fácticos, que mueven los hilos invisible de millones de personas, y para la que sólo somos un número que nunca se mira, como los de sus billetes de curso legal que nos roban.

Algo ya no funciona porque ésta débil democracia nos quita hasta el sueño, el sueño de sentirnos libres, de sentirnos dignos, porque han empañado el paisaje de miedo al hambre y a la miseria, pero esto es tema para una editorial que pensamos abrir en breve en nuestra revista.

No es esto un discurso político, es un grito pidiendo que se refunde la democracia para hacerla más humana y de todos.

Bibliografía:

Essais politiques, economiques et philosophiques, por Benjamín Conté de Rumford, editado en Ginebra en 1799 en dos volúmenes.

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