A mi hija que, dentro de mi universo egocentrista, es como una receta de cocina perfecta, uniendo los ingredientes que me hacen feliz: una mitad de mi esposa, un cuarto de mi madre y el resto sazonado con un ramillete de fantasía.
El trabajo que presentamos es una transcripción de la conferencia dictada en el año 2010 por el autor en el Instituto de la Mujer, perteneciente al Excmo. Ayuntamiento de Albacete, editada posteriormente con el nombre ‘Mujer y gastronomía. El enigma de la Cenicienta‘, ISSN 1699-2342 y Depósito Legal AB-251-2011, dentro del ciclo de conferencias ‘Mujeres pioneras. La historia no contada’
PRÓLOGO
He de reconocer que tras mi aceptación para impartir esta conferencia pasé un tiempo en estado de perplejidad ante las escasas o nulas referencias existentes en la historia de la gastronomía en lo concerniente a las mujeres. Me resultaba difícil digerir que algo tan obvio, reflejo de las distintas sociedades con sus exclusiones y dominios puramente sexualizados, hubiera pasado desapercibido ante mis ojos porque lo tomaba como algo natural, quizá la razón está en que asumimos la gastronomía en el ámbito familiar como privativo de las mujeres y en el social de los hombres, teniendo el primero de ellos la función de nutrirse y el segundo el de sacralizar y hermanar a grupos de individuos.
Esta dualidad en lo gastronómico: la cotidianidad y terrenalidad frente a lo mágico y social me hizo plantearme los orígenes de la coexistencia forzada entre sexos, algo para mi aberrante por entender a la humanidad como una unión de individuos que pocas distinciones tienen a nivel global, aunque puntualmente, y vistos con microscopio, existan notables diferencias.
La primera pregunta que debía tener respuesta era la de saber si nuestros parientes próximos, los grandes simios, hacían distinciones entre sexos o si por el contrario la relación entre ambos discurría dentro de un ámbito de cooperación. Para ello recurrí a los estudios de la etóloga Sarah Blaffer que nos dice, en definitiva, que no es exclusivo de los humanos el predominio del macho, tanto en el terreno sexual como en el social, ya que las hembras asumen un papel de sumisión dentro de un patriarcado polígamo y donde el cabeza de la manada tiene prioridad a la hora de alimentarse.
Nosotros que no somos más que unos simios aberrantemente feos dentro de los mamíferos terrestres, porque carecemos de pelos, hemos seguido ese mismo y complejo comportamiento de predominio que según como nuestro pensamiento se hacía más complejo y abstracto hemos refinado con los mismos resultados.
La paradoja de todo esto la tenemos cuando sabemos que tanto la gastronomía como el haber llegado al punto donde hoy nos encontramos es gracias a las hembras de nuestra especie, las cuales tuvieron el poder de observación suficiente como para entender a la Naturaleza, construyendo el futuro, la estabilidad y progreso de su especie. Gracias a aquellas homínidas se llegó a la domesticación de los animales y de las plantas, mientras los machos destruían todo a su paso en un deseo de aliviar el hambre del día a día no siempre con suerte, dos conceptos distintos para resolver un mismo problema que no podrían haber subsistido el uno sin el otro, al menos en sus comienzos.
Los primeros proyectos de seres humanos que comenzaron a expandirse por la Tierra lo hicieron desde la Garganta de Olduvai en Tanzania, kilómetro cero de nuestro pasado, hace ya más de un millón y medio de años. A estos homínidos que habían aprendido a caminar erguidos, que vivían del nomadeo y que se alimentaban de la carroña que otros carnívoros dejaban o que sobrevivían de matar en grupo a animales viejos, heridos o crías rezagadas estaban destinados a ser los dueños, como dioses, de todo el mundo.
El hecho de caminar erguidos forzó a la división del trabajo dependiendo del sexo del individuo, ya que las hembras, al no tener pelos donde sus crías poder asirse y la posición vertical de sus cuerpos les hacía imposible formar parte del grupo de cazadores, de modo que mientras unos, los machos, salían en grupo a la caza, los otros formaban la base de un campamento seminómada que esperaba, yo diría desesperaba, la llegada de los alimentos. Evidentemente este grupo no podía permanecer ocioso y a su vez buscaba el sustento de emergencia con los que mantener al grupo, recolectando vegetales y cazando animales pequeños de todo tipo, incluidos ratones, caracoles y reptiles. Las hembras del grupo aprendieron rápidamente, de esta forma, como distinguir aquellos alimentos que eran comestible de los venenosos; su poder de observación, al permanecer estables en territorios pequeños, les llevó a comprender las estaciones del año, la floración y épocas de recolección de ciertos frutos, incluso a domesticar algunas plantas.
Recuerdo cuando era pequeño como mi madre me contaba algo que le ocurrió cuando era una niña y que se me quedó grabado en la mente: Cuando ella vivía en Larache siendo Marruecos protectorado español, forma eufemística de decir que los teníamos sojuzgados, vio a lo lejos como un musulmán defecaba al lado de un camino en el campo, su curiosidad la llevó a observar cómo evolucionaba aquel excremento, por estar dentro de su zona de juegos, y comprobó como al poco tiempo de allí salía una ramita y como de ella nacía una higuera, en ese momento aprendió, como imagino que le tuvo que pasar a aquellas mujeres del Neolítico, como germinaban las plantas por las semillas, todo un descubrimiento que revolucionaría la vida de los seres humanos.
Debieron de pasar un millón y medio de años para domesticar las plantas en el altiplano de Konya situado en la Anatolia turca, allí, gracias al clima, se plantaron los primeros garbanzos, las higueras, las lentejas y otro puñado de vegetales, a la par que se hacían prisioneras a crías de animales, entre ellos la cabra, encerrándolas en pequeños campos acotados, de esta forma ya no hacía falta salir a cazar en épocas de lluvia o de invierno, se había creado un pequeño universo al alcance de la mano, un paraíso artificial gracias a la inventiva de la mujer, de esto hace tan sólo un poco más de siete mil años.
Antes de eso, seguramente, se llegó a descubrir la primera receta gastronómica de la historia de la mano de una mujer que jugaba con el fuego, me refiero a la sopa, el gran hallazgo de la alimentación, desde ese momento el destete de los niños se aceleró y la prolongación del ciclo vegetativo de los humanos cambió, los alimentos hervidos en agua se convertían, casi como en un milagro, en fáciles de masticar, porque se ablandaban, eran más digestivos, evitaban muchas enfermedades y para colmo aquel agua tomaba el sabor de la amalgama de alimentos que se habían cocido, el mayor descubrimiento de la humanidad.
Comienza la historia de la mujer dentro de otra historia, la de la gastronomía.
Entre la domesticación de los primeros alimentos y la invención de la escritura pasan dos mil años, tiempo más que suficiente como para que la mujer, que era el elemento central y aglutinador dentro del ámbito tribal, mantenedora del culto, se convertirse en sólo dueña de una pequeña parcela que se circunscribía al ámbito doméstico, en definitiva se vivió la transición entre un matriarcado, consecuencia de la maternidad, a un patriarcado dentro del complejo mundo de alianzas de los hombres que monopolizaban las relaciones políticas, sociales, religiosas y culturales de los incipientes estados.
Es en Mesopotamia, el actual Irak, donde nace el embrión de todas las religiones occidentales y donde se desarrollan la política y el estado casi como hoy lo concebimos, es allí donde se experimenta la tecnología necesaria para una mayor producción de alimentos y donde se sacraliza y jerarquiza la vida social.
De nuevo la mujer es desplazada, esta vez de forma definitiva, del eje del poder y pasa a ser la encargada de la cohesión familiar, dedicándose casi exclusivamente a los trabajos domésticos, entre los que se encontraban el criar a los hijos, mantener la casa y preparar las comidas indispensables de todos sus integrantes, en definitiva se convierte en el soporte obligatorio del complejo entramado del mundo de los hombres y donde sin su participación todo abocaba al caos.
Los casamientos iban acompañados de dotes en especie claramente acordes con la nueva vida de la desposada, así encontramos en una tablilla escrita en alfabeto cuneiforme, del segundo milenio antes de nuestra era, el que aportaba, entre otras cosas, una joven casadera: Un molino de harina fina, un molino para sémola, un mortero de piedra, dos recipientes llenos de aceite, dos cucharas grandes y tres cucharas pequeñas.
En el año 1760 a.C. se promulgan las primeras leyes hechas por los hombres con inspiración divina, basadas en la ley del Talión, el famoso Código de Hammurabi, donde se especifican los derechos y deberes de las mujeres, así como la reglamentación de las pocas profesiones que le ofrecía la sociedad, que no eran otras que la del casamiento, el ser esclava, sacerdotisa o comerciante en vinos de dátiles y dueña de una taberna, que es lo mismo que decir prostituta, prueba de esto último que digo se aprecia en el artículo 110 del citado Código, donde dice: “Si una sacerdotisa que no viva en el claustro, ha abierto una taberna de vino de dátiles con sésamo, o ha entrado para beber vino de dátiles en la casa de vino de dátiles con sésamo, a esta mujer liberal se la quemará”, pero siendo más explícito existe un bajo relieve que representa a una tabernera en posición inclinada que es penetrada por un hombre por detrás mientras ella toma cerveza.
Pese a todo, el Código de Hammurabi, es justo dentro de lo que habría que esperar de unas leyes hechas por y para los hombres y así nos topamos con los artículos 134 y 135 donde no culpabiliza a la mujer que, teniendo al marido preso y no tuviera que comer, se traslade a la casa de otro e incluso que tenga hijos con este, eso sí, deberá volver con su esposo cuando recobrara la libertad, aunque los hijos habidos en la relación marital pertenecieran al padre biológico.
Ante estos cambios de poder cabría preguntarse el ¿por qué no hubo una presión coercitiva por parte de las mujeres exigiendo una igualdad social con los hombres en miles de años y en casi todas las culturas?, la razón parece estar en una hormona que influye de forma determinante en el comportamiento de los hombres, la testosterona, que los convierte en más competitivos, agresivos y con un sentido de la propiedad muy desarrollado. Por el contrario la mujer, dadora de vida, actúan con la misma generosidad independientemente del sexo.
En definitiva, la posibilidad de acumular los excedentes alimenticios, germen de la propiedad privada, hicieron que los hombres se arrogaran el dominio no sólo de los bienes acumulados, sino también de la producción y la sexualidad de las mujeres, desbancando así el régimen matriarcal para convertirlo en un opresivo patriarcado y donde aparece por primera vez la monogamia a favor de asegurar una continuidad genética de los machos dominantes que se permitieron ser poligínicos.
Un universo de mujeres que como estrellas iluminaron el mundo de la gastronomía doméstica.
Con este desolador antecedente resulta frustrante no encontrar ni una sola cocinera, fuera del ámbito domestico, en el antiguo Egipto, Grecia, Persia, Cartago o Roma de hace más de 2.000 años, de ahí que recurra a tratados de agronomía para conocer el papel de la mujer en la producción y preparación de los alimentos, sobre todo porque en aquellos tiempos el mundo rural era el hábitat de casi el 80% de la población y donde se manufacturaban los alimentos, como hoy pueden ser las fábricas de conservas o el empaquetado y conservación de alimentos hasta su puesta en el mercado de las ciudades.
Consultando ‘Los doce libros de agricultura’ del gaditano Lucio Junio Moderato Columela, encontré como se daban las instrucciones precisas, incluido el perfil, para saber elegir a la casera, en teoría la mujer del capataz, de las fincas de producción agrícolas y ganaderas romanas.
En primer lugar describe el aspecto físico de la persona, al menos el ideal, aconsejando que sea joven, aunque no adolescente, no debe de ser fea ni muy guapa, robusta, para resistir bien las vigilias y otros trabajos; La fea porque el capataz pronto se cansará de ella y si es de mucha hermosura porque lo hará desidioso en el trabajo y siempre querrá estar a su lado, abandonando su labor, que en teoría debe de ocuparle todo el día.
La tarea de la casera era la de cuidar y vigilar todo el caserío, así como el organizar y ordenar el trabajo de la industria y elaboración de los alimentos que se iban a comercializar, como podían ser los salazones, aliños, producción de vinagres, almacenaje del grano y su conservación, elaboraciones de quesos o cuidado de los productos perecederos para que no se estropearan, entre otras muchas labores se incluyen la alimentación de los obreros o su sanidad, así como encargarse de la limpieza y policía del personal que en ella trabajaba.
Respecto a la cocina hay una recomendación en lo concerniente a la higiene que puede sorprender cuando aconseja que para hacerla, así como para ejercer el oficio de panadería y la repostería, la castidad y la continencia sexual o en su caso que los alimentos sólo pudieran ser tocados por un impúber o una doncella, ya que un hombre o mujer casados, antes de llegar a esas cosas, debían de bañarse en un río o en otra agua corriente para no contaminar los alimentos.
Tras la caída de Imperio Romano y durante la Edad Media sólo he podido encontrar referencias de mujeres que se dedicaban a alguna rama que tuviera que ver con la alimentación en las posaderas o consortes del posadero, de muy mala fama social, las trabajadoras en los molinos de trigo, las panaderas, las pastoras tanto de cabras como de ganado vacuno, que a su vez eran las que elaboraban los derivados lácteos, mantecas y quesos, y por último las vendedoras de los productos del campo en los mercados, tan ensalzadas en la literatura, desde el Arcipreste de Hita.
Tras la conquista de América paulatinamente la mujer va acaparando pequeñas parcelas de poder, más quizá como consecuencia de los casamientos de conveniencia de los reyes y los nobles, algo a imitar por el resto de la población, o gracias al despoblamiento de Europa como consecuencia de guerras, epidemias o de la emigración.
En otras partes del planeta no gozaron de mejor fortuna las mujeres ya que, en el mundo islámico, la función social de la mujer se circunscribía al ámbito puramente doméstico. Entre las distintas sociedades americanas indígenas, siempre haciendo una referencia general, su función se centraba ser reproductoras y casi explotadas laboralmente, como he podido comprobar en el altiplano de los Andes, llegando a vivir como en la prehistoria en zonas aisladas de las selvas amazónica. Sólo en el Sudeste asiático la mujer gozó de cierto prestigio al hacerse cargo de los negocios familiares y con ello una cierta autonomía laboral, que en lo tocante a la gastronomía, que no únicamente es el comer, comerciaban, elaboraban, transformaban y ponían en el mercado los productos agrícolas, ganaderos y pesqueros en un incesante ir y venir, algo que sigue ocurriendo en las zonas fluviales de Vietnam, Laos y Camboya.
Mujeres que hicieron historia.
Tras lo ya comentado se puede llegar a la conclusión que desde que vivimos la historia, o se tiene constancia escrita de ella, las mujeres tuvieron un muy discreto papel en la gastronomía oficial, en los grandes acontecimientos, la de los palacios y las sacramentales, se les estigmatizaba o despreciaba dependiendo del tipo de acto a celebrar o del pueblo y su cultura, porque desde los patagones en Sudamérica, hasta los imperios orientales, salvo muy pequeñas excepciones, el patriarcado ejerció un férreo control sobre las mujeres, arrogándose los hombres un papel principal, dejando a éstas aquellos trabajos que por no desearlos estaban tipificados como de auxiliares y de los que poco o nada se sabe.
Es evidente que en un mundo tan estratificado y complejo, como el que han vivido y viven los seres humanos, esas ciudadanas de segunda, al ser esposas o favoritas de los poderosos, influyeron de alguna manera en las costumbres de aquellos otros que eran súbditos del señor y consecuentemente varios escalones por debajo en la pirámide del poder.
De estas mujeres que por su posición supieron aprovechar o sacar ventaja con respecto a sus contemporáneas haré un pequeño retrato biográfico, no de todas porque sería imposible, pero que nos situará en el paulatino cambio que hemos ido experimentando hasta nuestros días.
Lacusta, una cocinera muy especial.
Sin ser precisamente una cocinera, sí se puede decir que la romana Lacusta estaba muy ligada, por profesión, con los alimentos, ya que ejercía el bello arte del envenenamiento. A ella se le debe la muerte del emperador Claudio, del que se hizo una serie televisiva, y también del hijo de éste Británico; al primero de ellos lo despachó, por encargo de la esposa del pretendiente a difunto, con una ponzoña en un plato de setas y al hijo que tenía con otra mujer, el ya mencionado Británico, de forma sumamente ingeniosa: En un banquete, al que asistía Nerón, se le ofreció un brebaje muy caliente, que previamente había pasado por el probador de alimentos, como no podía comerlo porque quemaba le sumaron agua para refrescarlo y era ahí donde estaba el veneno.
Teodora, la hija de un emperador bizantino que nos trajo el tenedor.
Decir que la historia del uso del tenedor en occidente es la más sorprendente y jocosa de casi todas las conocidas no es una temeridad, ya que desde su llegada a Venecia, a comienzos del siglo XI, hasta su aceptación definitiva debieron de pasar más de seiscientos años, estando su uso ligado al sexo o a las tendencias sexuales de sus usuarios, pero conozcamos su historia y la de su introductora en las mesas europeas.
En un momento en el que peligraba el dominio bizantino, como consecuencia del mal gobierno del anciano, pero nuevo, emperador Constantino Ducas, que sólo reinó durante ocho años, hizo que, para afianzar alianzas con la poderosa Venecia, concertara una boda de estado con Doménico Selvo, Dux de esa república, y su hija Teodora Ana Ducaina.
La llegada de Teodora y su séquito crearon recelos en la sociedad veneciana, que miraba con lupa las costumbres importadas de oriente con una religión Ortodoxa, por considerar los estamentos más reaccionarios que la sociedad bizantina tenía una corte licenciosa en comparación de la católica.
Pronto tuvieron los católicos un motivo para combatir la intrusión en la vida y costumbre de la corte y éste no fue otro que un instrumento que Teodora quería imponer en las mesas, el tenedor. Hay que decir que hasta entonces, tanto en banquetes como en la vida privada, se comía con los dedos, eso sí, de forma reglamentada por las normas de las buenas costumbres en la mesa.
La intromisión de éste simple cubierto creó tal estado de agitación social que hasta un santo, el asceta San Pedro Damián, amonestaba desde el púlpito semejante extravagancia, llegando a llamarlo intrumentum diaboli que sólo lo usaban las personas de moral poco recomendable.
Tras esta casi revolución, que podríamos llamar del tenedor, quedó olvidado en la memoria de todos hasta que Carlos V de Francia lo importó desde Venecia, hacia finales del siglo XIV, para ser tachado, también, como un cubierto de homosexuales, más por la condición de éste rey que por el tenedor en sí mismo, de ahí que en ningún cuadro donde figuren personas comiendo, por lo menos hasta el siglo XVIII, aparezca dicho instrumento.
Resulta gracioso leer en libros de la época como se le consideraba un cubierto peligroso porque se pensaba que podía hacer heridas, con sus afiladas púas, en las encías, los labios o en la lengua y la inhabilidad de los primeros que lo utilizaron o como las damas de la Corte lo utilizaban de forma elegante a modo de mondadientes.
Las reinas eran las que traían la nueva cocina a España.
Los distintos casamientos de la realeza, ya fueran de la Casa de los Austria como de los Borbones, con princesas de otros países trajo nuevos aires a las mesas españolas, algunas veces, o casi siempre, con reticencias por no decir rechazo como consecuencia del cambio alimenticio y de la imposición de los gustos foráneos, ya que estas nuevas reinas eran auténticas gourmets que no entraban en las cocinas pero sí imponían sus criterios a la hora del placer de la comida, dándose casos verdaderamente hilarantes, como lo fue el casamiento del primer Borbón, Felipe V, con María Luisa Gabriela de Saboya en 1701 y que dejó escrito el Duque de Saint-Simon en sus memorias y en el que cuenta como el casamiento se efectuó en Figueras, sin demasiadas ceremonias, tras la boda se celebró una cena, servida por la Princesa de Ursinos y las damas de palacio, con un menú mitad a la francesa y mitad española. Esta mezcla disgustó a los nobles y damas españoles y decidieron vengarse de forma ostentosa ante la imposición de una cocina que no era de su gusto, o como se diría hoy patria. Por un pretexto o por otro o por el calor de los platos o por la poca habilidad con que eran presentados ningún alimento francés pudo llegar a las mesas, ya que todos, sin excepción, fueron derramados, por el contrario todos los españoles fueron servidos sin percances. El rey y la reina tuvieron el tacto de no darse por enterados y después de una desagradable cena se retiraron sin decir palabra.
Le segunda esposa de este monarca, Isabel de Farnesio, se la puede considerar como una verdadera gourmet ya que, pese a su fama de tener mucho apetito, le gustaba comer bien y donde su mesa se llenaba de infinidad de platos de los que sólo tomaba un poco de cada uno de ellos, ayunando con frecuencia a base de chocolate. Tras las comidas fumaba bastante, costumbre que deploraba agradablemente al no haber podido lograr hacer el sacrificio de dejarlo.
Francisca Sánchez, cocinera de la Reina Madre y de las Princesas.
Cocinera de regalo de María Amalia de Sajonia, esposa de Carlos III, y de sus hijas, nacida en el Real Sitio de San Ildefonso, llegó a formar parte de la legión de cocineros de la Casa Real española con relativa importancia, ya que se le asignan subidas de sueldo por sus desvelos y trabajo, apareciendo en la Real Orden de 17 de marzo de 1779 con una asignación de 5 reales para ella y para seis de los criados. De nuevo, ya al servicio de la Princesa, esos 5 reales pasan a ser asignación fija en 1791 por su puntualidad y esmero con que desempeña el cargo de la cocina de regalo del Rey.
En 1802 queda viuda del Portador de Número de la Cocina de Boca por lo que recibe 4 reales diarios.
En 1804 presenta una instancia mencionando sus servicios en los Reales Sitios y en Barcelona, donde le conceden 3 reales para una criada.
En 1807 hace testamento mientras se encuentra en la Real Jornada de Aranjuez en la portería de Palacio, dejando a sus dos hijos y una hija lo que tiene a partes iguales. A su muerte, a los 64 años, deja a un hijo el cargo que ostentaba de cocinera.
Una profesión muy especial, la de ama de cría.
Conocidas ya en Roma desempeñaron el papel de despensa ambulante en lo tocante a la alimentación de los hijos de la clase pudiente, donde las madres se desentendían de la crianza de sus vástagos cediendo, previo pago, el privilegio de amamantar a su prole a otras mujeres que se dedicaban profesionalmente a ello.
En España la tarea de ama de cría se reglamentó en Las Partidas de Alfonso X El Sabio en el siglo XIII, pese a que los galenos desaconsejaban a las madres estas prácticas, algo que debió de caer en saco roto porque el uso de estas tetas de alquiler se prolongó hasta casi entrado el siglo XX.
En todos los tratados que he consultado, incluidos los médicos, entre los que se encuentra un libro dedicado íntegramente a la obstetricia y ginecología, el primero en su género en castellano, del galeno Damián Carbón, titulado ‘Libro del arte de las comadres y del regimiento de las premiadas y paridas y de los niños’, editado en 1541 se hace hincapié en el carácter que debía tener estas mujeres y su complexión física, ya que se pensaba que los humores que se transmitían por la leche influía en los infantes, incluso hasta eran seleccionadas por sus creencias religiosas, como se lee en las Capitulaciones del matrimonio fallido entre Felipe V y la hermana del Príncipe de Gales en 1623 donde se exigía que los hijos habidos en el matrimonio fueran criados y amamantados por una católica.
Tal era costumbre de tomar a estas amas de cría que en 1629 se publica en Jaén un tratado escrito por Juan Gutiérrez de Godoy, médico del Cabildo de la Catedral, que lleva el pintoresco título, muy expresivo, de ‘Tres discursos para probar que están obligadas a criar a sus hijos a sus pechos todas las madres, cuando tienen buena salud, fuerzas y buen temperamento, buena leche y suficiente para alimentarlos’.
Tan importante eran esta mujeres en la Corte que el rey las recibía en palacio y la primera noche cenaban con la Camarera Mayor, teniendo beneficios especiales, como podían ser el privilegio de hidalguía, exenciones de tributos o cargos para sus hijos en la Casa Real, aspecto éste del que hablaré más adelante.
Actuaban hasta el destete de la criatura, que solía ser a los tres años de edad, para seguir de alguna forma ligados de por vida, como una segunda madre, con su hijo de leche, siendo recompensadas no sólo con buen sueldo, sino también con una sobrealimentación y alojamiento.
De entre todas estas mujeres, que hasta el reinado de Fernando VII solían ser de Burgos o la provincia, para desde ese momento pasar a ser de Santander, hay tres que influyeron de alguna forma en la historia de España; la primera de ellas es Ana de Guevara, nodriza de Felipe IV, que intervino contra el Conde Duque de Olivares o Francisca Ramón que asistió a la jura de la Princesa de Asturias, cuando tenía tan sólo tres años y que más tarde se convertiría en Isabel II.
Pero el ama de cría que más influyó en la vida de la Casa Real es Eugenia Funes y que podríamos casi subtitular como la ama de cría que llegó a emparentar, después de fallecida, con la Casa Real Española.
Esta mujer fue la encargada de amamantar a la hija de Carlos IV, Carlota Joaquina, que llegó a ser reina de Portugal, desde 1775.
Como toda sirviente de la Corte tenía privilegios, entre los que se encontraban el colocar a su descendencia a la sombra del rey, de ahí que su nieto, Agustín Fernando Muñoz y Sánchez, llegara a capitán de la guardia de la reina regente, María Cristina de Borbón y Dos Sicilias, viuda de Fernando VII y madre de Isabel II, que se enamoró y caso morganáticamente en secreto con él el 28 de diciembre de 1833, tan sólo a los dos meses de muerto su esposo, Fernando VII, pasando a ser el Duque de Riansares.
Unas mujeres casadas con Dios que cocinaban como diosas.
Bajo la premisa de ‘Ora et labora’ y a imitación de las congregaciones de sus equivalentes masculinos, la monjas siempre han tenido fama de su buen hacer culinario, siendo especialistas en las labores de repostería, pero lo que pocos saben es que el chocolate, como hoy lo tomamos, se le debe a estas mujeres dedicadas a la oración, ya que antes se hacía al estilo azteca con especias y excitantes, ya que era tenido como estimulante para tener acceso carnal con la mujeres por estos indígenas americanos.
Otro de sus descubrimientos es el que se le debe a Santa Ildegarda, fundadora y abadesa del monasterio de San Ruperto a orillas del Rhin, la que en el siglo XII introdujo el lúpulo en la elaboración de la cerveza, no porque fuera aficionada en exceso al alcohol, aunque sí gran consumidora de cannabis que tomaba para combatir sus migrañas y que le hacía tener visones divinas. La afición cervecera estaba dada por la poca salubridad de las aguas en Europa, siendo su consumo de dos o tres litros por persona y día, que por cierto se fabricaba de tres tipos, una muy suave que era la que los conventos daban a los peregrinos y pobres, otra medianamente alcohólica para consumo de monjes y monjas y por último otra especial que estaba destinada para agasajar a las altas jerarquías y nobles que las visitaban.
En la España del Siglo de Oro, en la que tanto se relajó la vida de los conventos y se consentía la visita de hombres que galanteaban con la monjas por las celosías y donde muchas de las hijas de nobles eran internadas para evitar las tentaciones mundanas de la Corte de Madrid, y los moscones que las rondaban, es importante señalar como se quejaban para obtener su ración de nieve, traída de la sierra, con la que preparar sus refrigerios en verano en una vida nada contemplativa y donde más parecían estar en un colegio mayor femenino que en un recinto sagrado.
Al margen de estas casi anécdotas y dentro de lo aberrante de sus vidas contra natura y en contradicción con la religión que profesan en el terreno sexual y familiar, hay que destacar, en el terreno gastronómico, la gran aportación, como ya anunciaba al principio, en la cocina de los dulces donde sería casi imposible decir cual convento o congregación fue o es el mejor en estos menesteres.
Como todo el mundo se moderniza o se muere de hambre hoy día hay que destacar la apertura al mundo de muchos conventos que comercializan su producción a precios razonablemente altos pero de calidad. Dentro del mundo monacal hay que destacar, por lo raro, el libro escrito por Sor María Isabel Lora, del Monasterio de las Madres Dominicas de Nuestra Señora del Rosario de Daroca, que ha publicado con el título ‘Los dulces de las monjas’, compuesto por 160 recetas y que nos hace más accesible el universo misterioso y alejado de estas mujeres.
Generaciones de escritoras gastronómicas de finales del siglo XIX y principios del XX.
La Era Industrial, con la paulatina incorporación de la mujer al mundo laboral de los hombres, sobre todo en las incipientes industrias, creó un nuevo género de escritoras que suplían a las madres o abuelas en la tradición oral en las cocinas, fue una emancipación de la mujer que la esclavizaba aún más al poder del patriarca de la familia, ya que, independientemente de criar a los hijos, cuidar de la casa y dar de comer a toda la prole, eran una ayuda familiar con el producto de su trabajo fuera del hogar y donde sus sueldos eran muy inferiores al de los hombres.
De entre estas escritoras gastronómicas algunas eran de familias pudientes y otras verdaderas intelectuales.
Pero para poder explicar el origen de esta generación de escritoras hay que revisar el auge de la literatura gastronómica y que, desde mi punto de vista, nació con Grimod de la Reynière hacia la última mitad del siglo XVIII, un género literario gastronómico ilustrado donde literatos como Alejandro Dumas, también en Frencia, o Pellegrino Artusi en Italia y Ricardo Palma en Perú, entre otros muchos, se dedicaron de lleno a recopilar, de aquí y de allá, recetas de cocina, algunas imposibles y otras no contrastadas, que tenían una doble finalidad, la primera era la puramente crematística, ya que tras la Revolución Francesa la cocina se socializó, la conservación de los alimentos se hizo realidad y se comenzó a dominar el frío, lo que hizo que hubiera menos escasez de alimentos, algo que favoreció la demanda de esos libros, sobre todo por las amas de casa jóvenes, lo que enriquecía a los escritores, llegando a convertirse en una especialidad dentro del periodismo. En segundo lugar era un foro para criticar y atacar estamentos o políticas de todo tipo, como Emilia Pardo Bazán hizo, criticaba a la Real Academia de la Lengua por sus nulos esfuerzos en castellanizar el nombre de ciertos preparados, como era el fuágras, que era como ella lo llamaba. El motivo de estas críticas estaba en que la excluyeron como académica correspondiente, por ser mujer, de la ya citada Real Academia de la Lengua.
Emilia Pardo Bazán, de la que hice un estudio para la Real Academia Galega en el año 2007, junto con Mercedes Fernández-Couto Tella, referente a dos almuerzos con motivo de su elección como catedrático de Lenguas Neolatinas de la Universidad Central de Madrid, escribió en 1913 dos libros de cocina, los titulados ‘La cocina española antigua’ y ‘ La cocina española moderna’, así como el prólogo del libro del alcalde de la Coruña y periodista Manuel María Puga y Parga, de seudónimo ‘Picadillo’, que llevaba por título ‘La cocina práctica’, editado en 1905.
Si pensó que había un error ortográfico o tipográfico al oír o leer catedrático está equivocado ya que así estaba nominado el puesto que no tenía femenino por haber pertenecido desde siempre al género masculino tal plaza en la educación.
Una marquesa que no lo era pero que escribía de cocina.
Escritora de casi una decena de libros, la conocida como Marquesa de Parabere, era hija del cónsul de Francia en España, tomando el pseudónimo de un primo suyo que si era noble, siendo su nombre verdadero el de María Mestayer de Echagüe.
Sus libros son eminentemente pedagógicos, sobre todo los dos tomos de su ‘Enciclopedia culinaria’, escritos entre 1933 y 1945, donde entra hasta en la arquitectura exigiendo a los arquitectos que hicieran las cocinas con buena luz y aireadas.
Abrió dos restaurantes que tuvo que cerrar ante la crisis económica que padeció España tras la Guerra Civil.
Una alsaciana escritora que firmaba con apellido gitano.
El libro de cocina más vendido en la historia de España se le debe a una francesa afincada en nuestras tierras de nombre Simone Klein Ansaldy, casada con un español, del que tomó el apellido para escribir sus libros de cocina, y que era el dueño de la editorial Alianza Editorial y el Grupo Prisa, de ahí, independientemente de la calidad de sus recetas, el gran lanzamiento de su libro más celebrado, el que casi todas nuestras madres y sus hijos tenían y tienen en su biblioteca: ‘1.080 recetas de cocina’, de la que llegó a vender más de tres millones y medio de ejemplares.
Sus ocho libros de cocina llevan la firma de Simone Ortega, todo un hito en la literatura gastronómica, de fácil lectura y cómodos a la hora de elaborar y llevar a efecto las recetas.
Ésta popular escritora murió el 2 de julio de 2008 a los 89 años de edad en Madrid, dejando tras de sí toda una escuela que aún nadie del sexo femenino ha llegado a tomar el relevo.
Otras escritoras menos conocidas.-
Entre las menos conocidas estaban Pilar Pascual de Sanjuan, autora de ‘Lecciones de economía doméstica para madres de familia’, escrita y editada en 1863, un libro didáctico que iba dirigido a las recién casadas, conociendo de su autora que ejercía como directora de una escuela pública de Barcelona.
María Luisa Lassus que escribió en 1893 un libro titulado ‘Manual de cocina práctica’ y de la que muy poco se sabe.
Eladia de Carpinell escritora de ‘Carmencita o la buena cocinera’, libro que debió tener bastante éxito ya que su primera edición data de 1899 y la segunda de 1919, aunque ésta estuviera firmada como Eladia M. Vda. De Carpinell.
Josepha de Escurrechea y la escritora Juana Manuela Gorriti, dos nobles cocineras andinas o el maridaje de la cocina euroamericana.
Una costumbre muy común era la de que cada ama de casa dejara un librito escrito a mano, algunos con muchas faltas de ortografía, como herencia para sus hijas de las experiencias en la cocina para hacerles más cómodas sus vidas matrimoniales, algunos han llegado a nuestros días convirtiéndose en verdadera joyas de la cocina, como es el caso que comento y que junto con el de Juana Manuela Gorriti forman un binomio perfecto para conocer la adaptación de la cocina española en el Nuevo Continente y donde comienza a producirse el maridaje de la gastronomía europea y americana, consecuencia de la dificultad en encontrar los componentes básicos para realizarla. Es ahí donde podemos observar la evolución de las recetas y donde se van sumando, por ejemplo, a la olla podrida, el maíz, los tamales o los ajíes.
Desde mi punto de vista el de Escurrechea, de padres españoles, es el más interesante, seguramente porque he profundizado en su historia y la de su familia.
El libro, escrito en Potosí en 1776, pertenece a una noble, la marquesa de Cayara, que en España sería una plebeya, ya que esos títulos de nobleza eran vendidos por Carlos III al mejor postor y sólo tenían validez en el continente americano, una forma de enriquecer las arcas de la Casa Real, haciendo felices a los nuevos ricos que de esta forma se veían gratificados y ennoblecidos.
La vida de Escurrechea discurrió entre la opulencia y la miseria, ya que su esposo era propietario de minas de plata y se vio envuelto en fraudes, con condena de prisión, por sus turbios negocios mercantiles.
La segunda escritora es Juana Manuela Gorriti, argentina, esposa de un militar golpista boliviano, que fue una mujer desgraciada en su vida, padeció el abandono del esposo, que tenía ideas políticas opuestas a las suyas, hasta que fue asesinado en uno de sus alzamientos.
Gorriti pertenece al tipo de mujer intelectual de finales del siglo XIX, ya que se dedicaba a escribir cuentos, novelas y poemas, siendo anfitriona de un salón literario de cierta fama en Lima.
Su verdadero triunfo como escritora, en la actualidad, se debe a su libro escrito en 1880 titulado ‘La cocina ecléctica’ que es una verdadera joya porque no sólo da fórmulas de cocina sino que trasmite algunas costumbres de la época y donde pocas recetas le pertenecen, ya que casi todas llevan el nombre de las personas que se la facilitaron.
De cuando un ejército de Cenicientas salvó de morir de hambre a la mitad de los españoles tras la Guerra Civil.
Para definir, de la mejor forma posible, la importancia de la mujer tras la Guerra Civil siempre recurro al periodista Claudio Grondona que en los años 70, en el diario Sur de Málaga, escribió: ‘Madres y hermanas, esposas e hijas en una paciente, sufrida, dolorosa y desalentadora tarea de hogar y de familia. Llegaron a confeccionar tortillas sin huevo, guisos sin carne, fritos sin aceite, dulces sin azúcar, café con trigo tostado; hicieron pucheros con huesos cocidos sin semillas ni patatas y embutidos de pescado’ y nada más cierto como Grondona lo cuenta porque la falta de lo esencial para alimentar a una población, con un racionamiento desorganizado que enriquecía a algunos y perjudicaba a muchos fue el mayor desastre de la época moderna de nuestro país.
Cuando leo las hazañas de, por poner un ejemplo, Sáinz de Santamaría o nuestro famoso y mundialmente conocido Ferrand Adriá en la cocina, me pregunto ¿qué habrían hecho o que harían si tuvieran que elaborar un menú semanal para alimentar a una familia con un octavo de litro de aceite de dudosa procedencia, doscientos gramos de alubias de buena calidad, cincuenta gramos de café, todo esto por persona, y a la semana siguiente con cantidades parecidas pero de azúcar blanco, bacalao, pasta para sopa y manteca vegetal?, dudo que los genios de la cocina, que sólo trabajan con productos de primera calidad y sin límite en la variedad de alimentos, pudieran hacer otra cosa que llorar, algo así era lo que ocurría en muchos hogares españoles, donde las mujeres, de nuevo con su ingenio, fueron las que tomaron el relevo, como contaba al principio, de alimentar de emergencia a sus familias, en el fondo sus pequeños núcleos de población, muchas veces nómadas porque ni vivienda tenían o debían de afrontar la supervivencia de su prole porque uno o varios componentes estaban presos, en el destierro, fusilados o muertos en la contienda.
Donde no había carbón para cocinar se inventaba, se buscaban papeles de todo tipo, se dejaban en remojo cuatro o cinco días hasta que se convertían en una pasta, se amasaban, se dejaban escurrir y en forma de pelotitas se dejaban secar al sol, éste material se utilizaba en las mancomunidades de vecinos en una cocina única en un trasegar de sartenes que iban escaleras arriba y abajo.
Para engañar a los estómagos se hacían tortillas de patatas sin huevos ni patatas de la siguiente forma: Se frotaba un diente de ajo en el fondo de un plato sopero, al que se le añadían tres o cuatro gotas de aceite, sal, cuatro cucharadas soperas de harina, una cucharadita de bicarbonato sódico, un poco de pimienta blanca en polvo y entre ocho o diez cucharadas soperas de agua. Esta pasta se batía hasta que quedaba sin grumos, se dejaba reposar unos diez minutos y se obtenía el equivalente a cinco huevos.
Para las patatas se tomaban las cortezas gruesas de tres naranjas, se rayaba toda la parte de color naranja hasta que quedara sólo la blanca, después se cortaba en trocitos muy menudos y aplanados. Estas cortezas se ponían a hervir durante dos o tres horas para quitarles el gusto amargo, se las escurría bien, se sazonaban de sal y se ponían a freír como si fueran auténticas patatas, añadiéndoles un poco de cebolla.
Una vez terminada esta operación se mezclaba con la pasta que habían hecho a modo de huevo batido y se hacía una tortilla que daba para tres personas.
Esta vuelta al pasado, que es como si hubiéramos hecho un largo camino en la historia para terminar en el mismo punto de partida, era producto de las conversaciones en las largas colas, que duraban horas, para comprar pan o leche, que por cierto era recetada como una medicina. El sentido tribal de las mujeres, ante la falta de todo tipo de infraestructuras que pudieran asegurar el alimento, la volvieron a situar, como sus antepasados homínidos, en la cúspide y donde los hombres que quedaban de nuevo salían a por el sustento del día a día que con suerte llevaban a sus casas.
Ellas aprendieron, unas de otras, como hasta entonces se habían tirado a la basura entre el 20 y el 40 por ciento de los alimentos, aprendieron a ahorrar de una forma que hoy nos puede parecer cicatera, pero que era de subsistencia. Ya no se desechaban las hojas exteriores de las lechugas, coles y coliflores porque con ellas se podían hacer una sopa, como tampoco se freían las patatas porque al mondarlas se desperdiciaba parte de ellas, se hacían hervidas con su piel. Lo mismo ocurría con los guisantes de los que no se tiraban las vainas porque con ellas enriquecían excelentes potajes y así con todo tipo de alimentos, incluida la carne, cuando la había, de la que se aprovechaban los desperdicios.
En esa experimentación de supervivencia se cometieron errores mortales, como fue el uso y abuso de una legumbre de fácil adquisición, que no estaba racionada, y parecida al garbanzo, las almortas, que dejaron inválidas de por vida o muertas a un gran número de personas, ya que su ingesta por periodos relativamente cortos como comida principal produce latirismo, algo que ya ocurrió tras la epidemia de hambre en Madrid después de la invasión francesa en 1810.
Tras todos los años de dificultades, hambres y miserias que se padecieron, gracias al movimiento salvador del dictador Franco y pese a él, el país, por imperativos internacionales, fue entrando en una época de progreso y de cambios sociales, aunque a distinto ritmo de los de nuestro entorno.
Un nuevo mundo gastronómico.
La gran revolución sexual experimentada en los años 60 del siglo pasado, como consecuencia de la generalización de los anticonceptivos, más la integración de la mujer al mundo laboral en la Segunda Guerra Mundial y el abaratamiento de la conservación, manipulación y comercialización de los alimentos, influyeron decisivamente en una nueva forma de alimentarse y nacieron las comidas preparadas, los restaurantes de cocina basura en las grandes urbes y, pese a los agoreros del momento, renació el gusto por la buena gastronomía, la vuelta a los orígenes, a las cocinas de nuestra abuelas y madres, pero con la particularidad de que ahora en el ámbito familiar el trabajo es compartido por hombres y mujeres y en el social, pese a que la profesión de cocinero es de las más excluyentes por razón de sexo, poco a poco la mujer se va integrando en el bello arte de la gastronomía, porque no hay que olvidar que cocinar no sólo es alimentarse, es un mundo de cultura, de costumbres y de historia donde nos sentimos identificados como grupo y como pueblo.