HISTORIA DEL OLIVO, LA ACEITUNA Y EL ACEITE EN ESPAÑA (SEGUNDA PARTE)
La entrada de los romanos en España se produjo en el año 212 a.C., de la mano de Publio Cornelio Escipión ‘El Africano’, acabada la tercera Guerra Púnica, esta invasión supondría un cambio drástico en las costumbres de todos sus habitantes, la nueva cultura que se imponía, sin grandes rechazos por parte de la población, fue determinante para la península ibérica. Se crearon las infraestructuras que fueron la base de un comercio y una riqueza floreciente. La construcción de calzadas, la unificación de mandos y la integración de nuevas tecnologías convirtieron las tierras españolas en un floreciente negocio para sus nuevos amos. Aquí, sobre todo en el sur de la península, existían ricas minas de plata, oro y cobre, los suelos eran muy feraces y el clima benigno. El valle del Guadalquivir era la mejor vía de comunicación para el comercio que se podía desear, navegable por barcos de gran calado hasta la ciudad de Hispalis (hoy Sevilla) a más de cien kilómetros del mar, por barcos de medio calado hasta Corduba y de pequeño calado hasta la antigua ciudad turdetana de Cástulo (a cinco kilómetros de Linares, Jaén) la convertían en un lugar codiciado. Sus costas eran ricas en todo tipo de pesca y fueron famosas las fábricas de salazones de Cádiz, la pesca del atún y la elaboración del garum, del cual tenemos un magnífico artículo donde, de forma casi exclusiva, hacemos referencia a su preparación en nuestra revista.
El olivo necesita poco cuidado, de hecho Colmuela aconsejaba su poda cada ocho años, por el contrario Plinio y Catón decían que era conveniente quitar las ramas secas y rotas una vez al año; en la actualidad sólo se limpian las varetas que nacen fuera de la copa del árbol. La recolección de aceitunas, aconsejaba Varrón, debía hacerse por el método de ordeño, a mano, o con caña, pero nunca con varas que podían dañar los brotes de las ramas del olivo con la consiguiente pérdida para el año siguiente. También se aconsejaba cosechar la aceituna antes de estar totalmente madura, porque de esta forma se conseguía un aceite de mejor calidad y vista, de igual forma se aconsejaba que se molturara el mismo día de su recolección y sin romper los huesos para no estropear al sabor del aceite. Posteriormente a esta primera molturación se recogía en capazos y se pasaba la pulpa resultante por prensas, que en un principio eran de cabrestantes y que más tarde en el tiempo fueron de tornillo, de todas formas en tiempos de Vitrubio se prensaba de las dos formas. La limpieza del aceite se hacía transvasando de unas cantaras a otras dejándola reposar cada vez para dejar en el fondo las impurezas, pasando una vez puro a grandes vasijas llamadas ‘dolias olearias’.
Los romanos distinguían o clasificaban el aceite según la recolección y estado de la oliva en los siguientes: ‘Oleum ex albis ulivis’ que era el procedente de las aceitunas verdes recolectadas a mano. ‘Oleum viride’ hecho de aceitunas casi maduras. ‘Oleum meturum’ procedente de aceitunas maduras ‘Oleum caducum’ hecho con las aceitunas ya caídas del árbol. ‘Oleum cibarium’ confeccionado con aceitunas picadas o podridas. Existen muchos testimonios sobre el aceite en la bética, quizá el más curioso es el referente al descalabro que tuvieron las tropas de Julio Cesar en el Aljarafe sevillano, (lomas existentes al oeste de la ciudad), contra las tropas de Pompeyo cuando su caballería hacía leña con los olivos y se encontraba desperdigada, hecho recogido en la obra ‘De bello hispanico’. Por cierto aún hoy esa zona, la del Aljarafe sevillano, produce unas inmejorables olivas y un insuperable aceite, siendo en especial famosas las del pueblo de Pilas. Plinio decía que ‘en la Bética, valle del río Guadalquivir, no hay mayor árbol que su olivo del que se recogen ricas cosechas’ y Virgilio en sus Geórgicas nos hace la comparación del cultivo del olivo con el de la vid y nos dice lo siguiente: ‘Contrariamente a la vid, el olivo no exige cultivo, y nada espera de la podadera recurva ni de las azadas tenaces, una vez que se adhiere a la tierra y soporta sin desfallecer los soplos del cielo. Por sí misma la tierra, abierta con el arado, ofrece ya suficiente humedad a las diversas plantas y da buenos frutos cuando se utiliza debidamente la reja. Cultiva, pues ¡oh labrador!, el olivo, que es grato a la paz’. También Lucrecio (Tito Lucrecio Caro), siglo I a.C., en su libro ‘De rerum natura’ cuenta sobre el progreso del olivo lo siguiente: ‘De día en día, obligaban a los bosques a retroceder hacia las montañas y a ceder las tierras bajas a los cultivos, con tal de tener viñedos lozanos en las colinas y en los llanos y que la mancha azulada de los olivos, destacándose, pudiera extenderse en los campos, por las hondonadas, valles y llanuras’.
Son muchos los autores romanos que hacen mención al olivo hispano, desde Apiano que nos habla de los olivares del Sistema Central, las tierras que están situadas por encima del río Tajo, a Rufus Festus Avieno que denomina al río Ebro ‘el río del aceite’. A tanto llegó la extensión de los olivos que el emperador sevillano Adriano adoptó la rama del olivo como símbolo y enseña de toda la Hispania romana. Estrabón en el siglo I a.C. también alaba la calidad del aceite de la Bética con estas palabras: ‘La Turdetania es maravillosamente fértil y exporta gran cantidad de aceite de calidad insuperable’.
Haré el paréntesis para decir que un barco repleto de ánforas con aceite tardaba en llegar desde Cádiz al puerto de Ostia en Roma siete días. Sobre los estudiosos de las ánforas o ‘figlinae’ hay que destacar al francés Jorge Bonsor Saint Martín (1855-1930), que fue el primero en buscar e identificar los centro de producción de éstas, labor que fue continuada por otros (José Remesal y M. Ponsich), y que descubrió los alfares de las actuales poblaciones de Lora del Río, Palma del Río, Posadas y Almodóvar. Este insigne arqueólogo murió en el castillo árabe que había comprado en la localidad de Mairena del Alcor y de cuya ciudad hablo en otro artículo de esta web referente a la historia de Nueva Orleáns.
Las exportaciones a Roma cesaron entre los años 255 y 257 d.C., al pasar Hispania al dominio de los francos y no de Roma, abasteciéndose la metrópolis desde entonces de aceite africano. En el 476 cae el imperio romano y con ello Europa entra en la época de las tinieblas. |