Historia del hambre en España: Madrid 1811-1812
Estudio de
Carlos Azcoytia
Abril 2010
Leyendo 'Memorias de un sesentón' de Ramón Mesonero Romanos (1803-1882), me topé con una descripción del hambre que padecieron los madrileños en los años inmediatamente posteriores al levantamiento popular contra la invasión de las tropas napoleónicas o Guerra de la Independencia, que pese a haber sido escrito sesenta y nueve años después no deja de tener rigor histórico, porque el libro es una autobiografía. Para aquellos que no lo sepan, Mesonero Romanos, fue un escritor y periodista amante de la villa de Madrid, de la que fue, entre 1845 y 1850, Concejal, redactando las nuevas Ordenanzas municipales que rigieron durante muchos años. Ingresó como académico honorario en la Real Academia el 3 de mayo de 1838 para ser miembro de número en febrero de 1847. En dicho libro, Memorias de un sesentón, hay que destacar un capítulo dedicado al hambre en Madrid que resulta muy interesante, no sólo por lo que dice, que es revelador, sino también por lo que se interpreta o lee entre líneas, como es el consumo de la patata y de la que dice: "la patata, hasta entonces desconocida en nuestro pueblo", por lo que podemos deducir que ese tubérculo no se utilizó en la alimentación hasta épocas muy recientes, habla del año 1811, algo que se corrobora con el libro escrito en 1847 por el doctor Antonio del Valle dedicado a la alimentación en Asturias, donde dice: "patatas de algunos años hasta el presente, pues hace cuarenta años se conocían poco en la mayor parte del principado" y que puede leer en mi trabajo titulado 'Historia de la alimentación en Asturias en el siglo XIX'. Todo parece indicar que las fechas encajan perfectamente y de donde deducimos que la patata no fue alimento humano en nuestro país hasta comienzos del siglo XIX, siendo su consumo, en principio, más como un paliativo para combatir el hambre, sustituyendo al pan, que como un descubrimiento gastronómico, con lo que siento decepcionar a nuestros lectores peruanos. Madrid, pese a su situación geoestratégica, es muy vulnerable a las hambrunas dada la dificultad de abastecimientos que tiene por la orografía del terreno, de ahí que en caso de conflictos bélicos sea castigada de forma terrible, como bien pudo comprobarse en plena Guerra Civil española, pese a la desesperada 'obligación' de los gobiernos de turno para que la capital no quedara desabastecida. En el caso que nos ocupa, como bien cuenta Mesonero, el hambre empezó a adueñarse de Madrid en septiembre de 1811 como consecuencia de cuatro años de guerra, donde los brazos de los jóvenes habían dejado el arado para tomar las armas y también por las requisas que hacían los contendientes, tanto del lado invasor y de los patriotas, incluidos los guerrilleros. Las primeras medidas que tomaron los gobernantes franceses fueron las de acaparar todo tipo de comestibles existentes en las poblaciones limítrofes, obligando a los tahoneros a cocer un grano que no tenían y fijando precios de venta imposibles de soportar, lo que hizo que del magnífico trigo candeal, que siempre tomaron en Madrid, se tuviera que sustituir paulatinamente por centeno, maíz, cebada, harina de almortas y el nuevo alimento llamado patata. Tomaron patente de comestibles 'materias y animales repugnantes', como las ratas, por la que pagó un antepasado mío un duro de plata, cinco pesetas, para poder alimentarse y que me contaba mi padre cuando era un niño como una anécdota familiar. Ninguna clase social se libraba de la escasez, la carestía de la vida alcanzó tal punto que pocos podían pagar nada, llegando en los primeros meses de 1812 a venderse la fanega de trigo candeal a 540 reales, lo que hacía que un pan de dos libras valiera entre 18 y 20 reales, toda una fortuna, y que sólo se vendía en las tahonas de la calle Lobo y la plazuela de Antón Martín. El mismo camino siguieron alimentos, como fueron el arroz, los garbanzos, las judías y hasta la patata. Si la familias más pudientes se tenían que conformar con un 'pan mezclado, agrio y amarillento, y que, sin embargo, les costaba a ocho y diez reales, o sustituirle con una galleta durísima e insípida, o una patata cocida; pero el pueblo infeliz, los artesanos y jornaleros, faltos absolutamente de trabajo y de ahorro alguno, no podían siquiera proporcionarse un pedazo del pan inverosímil que el tahonero les ofrecía al ínfimo precio de veinte cuartos'. Tan asqueroso debía ser el pan que Mesonero escribía lo siguiente cuando narra en su libro: "Obedeciendo, sin duda por inspiración, a mi carácter instintivo de observación y de estudio, he conservado durante sesenta y seis años un pequeño trozo de este llantado pan (que más parece masa de estiércol petrificada), envuelto en un papelito rugoso, roto y amarillento, que en mi letra de escolar de nueve años lleva escritas estas palabras: «Pan vendido a 20 cuartos en Julio de 1812, cuando estaba el otro mejor a 40». Deseoso de conocer las materias de que puede componerse este repugnante alimento, me dirigí a mi amigo el ilustre químico Sr. Masarnau, el cual me lo devolvió diciendo que para sujetarle al análisis que yo pretendía, era necesario destruirle, y no habiéndome determinado a perder este precioso testimonio histórico, le he conservado y guardo en mi poder: y por si algún curioso quisiera conocerle, le pongo a su disposición". La sensación de urbe sitiada, cercada férreamente por el hambre, Madrid se fue convirtiendo en una ciudad fantasma, donde hombres, mujeres y niños morían en las calles de la forma más ignominiosa y miserable que se pueda imaginar, pero sin perder la dignidad, ya que las tropas francesas, impresionadas por lo que veían, intentaron socorrer a la población con lo poco que tenían y donde, como cuenta Mesonero, "mostrábanse sentidos y terrorizados, y se apresuraban a contribuir con sus limosnas al socorro de los hambrientos moribundos; limosnas que, en algunas ocasiones solían estos rechazar, no sé si heroica o temerariamente, por venir de mano de sus enemigos; y en esta actitud es como nos los representa el famoso cuadro de Aparicio, titulado El Hambre de Madrid, al cual seguramente podrán hacerse objeciones muy fundadas bajo el aspecto artístico, pero que en cuanto al pensamiento general ofrece un gran carácter de verdad histórica, como así debió reconocerlo el pueblo de Madrid, que acudió a la exposición de este cuadro, verificada en el patio de la Academia de San Fernando el año de 1815".
La imagen dantesca que ofrecían las calles de Madrid sólo eran comparables con la peste de Milán que tan magistralmente supo dibujar Manzoni, tanto es así que sólo basta leer lo que nos cuenta Mesonero para comprender la similitud entre el dibujo que obra al pie de éste párrafo y lo que describe: "Bastarame decir, como un simple recuerdo, que en el corto trayecto de unos trescientos pasos que mediaban entre mi casa y la escuela de primeras letras, conté un día hasta siete personas entre cadáveres y moribundos, y que me volví llorando a mi casa a arrojarme en los brazos de mi angustiada madre, que no me permitió en algunos meses volver a la escuela".
No es difícil imaginar las dantescas escenas que se tuvieron que vivir en las calles de Madrid en aquellas circunstancias, algo que se volvió a repetir, un siglo más tarde, en los campos de concentración y en las calles de muchas poblaciones españolas tras la Guerra Civil cuando las victoriosas y católicas tropas franquistas dejaban morir de hambre a sus presos en los campos de concentración y a los vencidos en las calles repitiendo la historia, ésta vez de forma criminal. Volviendo a Mesonero y a sus recuerdos traumatizantes, pese a ser de los pocos que por su posición social sufrieron en menor medida las hambrunas, es desgarrador leer como hombres, mujeres y niños de todas las condiciones sociales se arrastraban moribundos por las calles implorando la caridad pública, comiendo para sobrevivir todo tipo de inmundicias. Goya, el gran genio de la pintura española, testigo de excepción de aquellos momentos, supo plasmar en sus aguafuertes aquellos acontecimientos, como hoy lo haría un reportero gráfico, y donde podemos ver, entre otros muchos, los desgarradores grabados 'Gracias a la almorta' o 'No llegan a tiempo'.
Sobre la almorta y las consecuencias nefastas para la salud humana puede leer mi trabajo titulado 'Historia de la almorta o el veneno que llegó con el hambre tras la Guerra Civil española'. Las autoridades municipales españolas, desesperadas por la carencia de medios, intentaban a toda costa remediar lo irremediable y se crearon, por medio de las Juntas de caridad de las diputaciones de los barrios, creadas por el rey Carlos III años antes, junto a aquellos que tenían dinero, grupos que iban por las casas de los más desdichados con el fin de socorrerlos, pero contarlo de segunda no es hacer justicia al sentimiento y desesperación de aquellos que lo vivieron con impotencia, así que transcribo lo que Mesonero deja plasmado en su libro: 'Mi padre, que como todos los vecinos de alguna significación, pertenecía a la diputación de su barrio (el Carmen Calzado), recorría diariamente, casa por casa, las más infelices moradas, y en vista del número y condiciones de la familia, aplicaba económicamente las limosnas que la caridad pública había depositado en sus manos, y raro era el día en que no regresaba derramando lágrimas y angustiado el corazón con los espectáculos horribles que había presenciado. Día hubo, por ejemplo, que habiendo tomado nota en una buhardilla de los individuos que componían la familia hasta el número de ocho, cuando volvió al siguiente día para aplicarles las limosnas correspondientes, halló que uno solo había sobrevivido a los efectos del hambre en la noche anterior'.
La mente del ser humano en momentos de desesperación, en un acto de autodefensa para no volverse loco, se cobija en los sueños y en el recuerdo de tiempos mejores, hasta, incluso, aquellos a los que todavía no toca de lleno la desgracia, como era el padre de Mesonero, el cual animaba a la familia a soportar la escasez diciéndoles que tenía en sus paneras de Salamanca sobre quinientas fanegas de trigo, de sus cosechas, y que pronto las haría venir a Madrid, sin sospechar el buen señor que habían sido arrebatadas ya por los ejércitos beligerantes. Era tal el odio hacia los invasores franceses que se me hace imposible no transcribir una anécdota documentada y real que menciona Mesonero en su libro: 'Pero nada más propio para dar a conocer la opinión del vecindario sobre su persona (se refiere al rey impuesto por Napoleón, su hermano José Bonaparte, apodado 'Pepe Botella' por su falsa fama de borracho) y las de los franceses que la siguiente anécdota, que yo he oído muchas veces en boca de su mismo protagonista, el Sr. D. Carlos Gutiérrez de la Torre, mi buen amigo, persona tan conocida y apreciada en la buena sociedad de Madrid, y que falleció hace pocos años. Era hijo del Corregidor D. Dámaso de la Torre, el cual, queriendo sin duda congraciarse más y más con su soberano y darle un sahumerio de incensario cortesano, llevó un día a su presencia a su hijo único Carlitos, niño a la sazón de siete a ocho años de edad, vestido con el uniforme de la Guardia Cívica creada por José; y al presentar a este a su hijo ataviado de aquella manera, correspondió el Rey acariciando al muchacho y diciéndole en su lenguaje franco-italiano: ¡Oh, bravo, bravo enfan! ¿E per qué tienes tú qüesta spada? -«Para matar franceses» -dijo resueltamente el hijo del Corregidor, el cual, todo turbado y balbuciente, acabó de... echarlo a perder (que decía aún más gráficamente D. Carlos), diciendo: «Señor, perdone V. M.; cosas de chicos; lo que oye a los criados y por ahí...»; con lo cual acabó de remachar el clavo y hacer más sensible al Rey el delicioso epigrama del hijo del Corregidor de Madrid'. Es cierto que los malos nunca son tan malos. ni los buenos tan santos y que el usurpador rey impuesto, José Bonaparte, cuando acaecieron estos hechos acababa de volver de París, a donde había ido para felicitar al Emperador por el nacimiento de su hijo, el cual al conocer la desgracia que sufría el pueblo madrileño intentó por todos los medios acudir en auxilio de aquellos desdichados con subvenciones y limosnas que canalizaba por medio de la municipalidad, las iglesias y las diputaciones de barrios, reuniendo a los tres estamentos en el Palacio Real para rogarles que le ayudaran, muy afligido, en el reparto de las limosnas para el pueblo, para lo cual destinó una considerable suma de dinero, que repartió a prorrata entre los congregados, ganándose el corazón de aquellos pobres hombres, hasta tal punto que el padre de Mesonero, presente en aquella reunión, le llegó a contar: 'Seguramente este hombre es bueno: ¡lástima que se llame Bonaparte!'. Evidentemente todas aquellas ayudas benéficas eran como una gota de agua en mitad del océano y que sólo hacían más larga la agonía de los desdichados, ya que en seis meses del año 1812 murieron de hambre, según cálculos relativamente aproximados, unas 20.000 personas sólo en la capital de España, a las que habría que añadir las envenenadas por los alimentos en mal estado, los afectados por las almortas y aquellos que sin defensas fueron presas de todo tipo de enfermedades asociadas a la falta de alimentos, como bien cuenta Mesonero: 'Hombres, mujeres y niños de todas condiciones abandonando sus míseras viviendas, arrastrándose moribundos a la calle para implorar la caridad pública, para arrebatar siquiera no fuese más que un troncho de verdura, que en época normal se arroja al basurero; un pedazo de galleta enmohecida, una patata, un caldo que algún mísero tendero pudiera ofrecerles para dilatar por algunos instantes su extenuación y su muerte, una limosna de dos cuartos para comprar uno de los famosos bocadillos de cebolla con harina de almortas que vendían los antiguos barquilleros, o algunas castañas o bellotas, de que solíamos privarnos con abnegación los muchachos que íbamos a la escuela; este espectáculo de desesperación y de angustia; la vista de infinitos seres humanos espirando en medio de las calles y en pleno día; los lamentos de las mujeres y de los niños al lado de los cadáveres de sus padres y hermanos tendidos en las aceras, y que eran recogidos dos veces al día por los carros de las parroquias; aquel gemir prolongado, universal y lastimero de la suprema agonía de tantos desdichados, inspiraba a los escasos transeúntes, hambrientos igualmente, un terror invencible y daba a sus facciones el propio aspecto cadavérico. La misma atmósfera, impregnada de gases mefíticos, parecía extender un manto fúnebre sobre toda la población, a cuyo recuerdo solo, siento helarse mi imaginación y embotarse la pluma en mi mano'. Todo este pesar y tragedia terminó el 12 de agosto de 1812 al huir los franceses de Madrid y entrar el ejército aliado anglo-hispano-portugués, como consecuencia del resultado de la batalla de Arapiles, facilitando las comunicaciones y con ello la entrada de alimentos, lo que hizo que paulatinamente bajara el precio del pan, devolviendo a todos las esperanzas y las ganas de vivir una vez libres de la opresión, saliendo todos de sus casas para aclamar y saludar a sus salvadores: el ejército español, a los ingleses, a lord Wellingthon, a los Empecinados o guerrilleros y al rey, nefasto por cierto, Fernando VII... 'se escapaba de alguna garganta angustiada, de algún labio mortecino, el más regocijado e instintivo grito de: ¡Viva el pan a peseta!'.
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